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Antología del cuento actual argentino: Patricia Suárez

 

                                                                             

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                                                          Abatido

 

 

Mi madre anoche me llevó a ver el sol.

Reinaldo Arenas

 

El hombre los pasó a buscar, subieron al coche. Era la primera vez que el chico conocía el coche de él, un cupé rojo, ya un poco desvaído. Hacen un tramo largo, hasta la salida de la ciudad y después bajan para visitar al médico. Su madre le pide que se quede en el coche, ahí puede escuchar música o la radio. Pero el hombre niega; le robaron el aparato de escuchar música hace muy poco, lo único que él puede hacer es jugar con la guantera, abrirla y cerrarla o comerse unos confites que hay en una caja pequeña. ¿Cómo va a entretenerse así? El hombre es bueno con él pero lo trata como si fuera muy menorcito; él tiene siete años, los cumplió hace un mes. Si no fuera porque la escuela está de huelga, él estaría en la escuela, pero los maestros hacen paro: les pagan poco. Nadie sabe cuándo levantarán el paro; están todos desesperados.

El chico no quiere quedarse y baja con ellos al consultorio.

Adentro, el consultorio está pintado color verde limón y los azulejos son verde lima. Es un color vomitivo. La madre se sienta y se quita los anteojos oscuros. Así sin anteojos ya no parece más una actriz de cine; parece su madre nada más, con esa mirada de conejo que pone a veces, cuando abre mucho los ojos de pura sorpresa. Ahora no está sorprendida, está inquieta y cruza y descruza las piernas y se estira la falda con una fuerza tal que la va a rajar en cualquier momento.

Hay muchos carteles hablando de las muelas y los dientes en ese consultorio, cómo cepillarse, cómo actúan las caries. El chico aparta la vista de los carteles; le tiene terror al dentista: una vez su madre lo llevó a que lo atendieran y se desmayó ahí mismo. Antes de que el tipo sacara la jeringa o el torno o lo que fuera. Cuando se porta así, la madre le dice mariquita; a él mucho no le importa.

Aparece la enfermera, que tiene aspecto de vaca con los cuernos muy mochos y la hace pasar. Primero la llama:

-Señora…

A él nunca se le ocurrió que la madre pudiera querer cambiarse su nombre.

-Gloria… Gloria Ruiz –titubea ella y mira al hombre.

El sabe que su madre no se llama Gloria sino Carmen. Muy pocos le dicen Carmen, la mayoría Carmencita. El hombre, por ejemplo, la llama Carmencita. Pero se lo dice bajito, sin aliento. El chico piensa que el hombre habla así con ella porque él es un hombre menudo y su madre es pequeñita también. Entre personas de tamaño chico no hace falta levantar la voz: debe tratarse de eso.

-Pase, señora Ruiz.

Entra sólo la madre; a él lo besa en la frente y le dice:

-Esperáme acá, Valerito. Tardo un momento nada más.

Cuando lo besa, el chico nota que ella tiene el bigote sudado.

Las palmas de las manos también están mojadas.

Pero no olía a sudor; seguro que antes de salir se echó mucho perfume del bueno, el importado, el de la botellita azul a la que él tiene prohibido acercarse. Una mujer que transpira tanto es una infeliz sin su perfume. Se lo escuchó decir a ella.

 

 

-¿De qué está enferma? –le pregunta al hombre.

El hace un gesto de apantallarse.

-Cosas de mujeres.

-¿Qué quiere decir eso?

-Eso, Valerio.

-¿Qué?

-Tu madre…

El chico la vio ir al baño, vomitar. Encerrarse a llorar, gritarle a él que no le pasa nada y después salir del baño hecha una furia y agarrarlo a los sopapazos sin que tuviera la culpa ni se hubiera roto ningún objeto. Antes la madre se reía a cada rato y ahora se ríe muy de vez en cuando y con voz de bruja, le mete frío a uno por la espalda escucharla. Las otras noches estaba tan pálida que cuando él se despertó muy tarde para hacer pis y la vio, le pareció propio una aparición y no una persona viva. A lo mejor la madre tiene una enfermedad incurable, que es lo que tiene la directora de la escuela y dicen y repiten en voz baja las maestras. Cáncer, susurran, y Ojalá reviente bien pronto la muy arpía, porque la odian.

-¿Es cáncer?

-No –responde el hombre.

Con su voz queda, que parece que atraviesan el campo en carro, el hombre le empieza a hablar de religión, que quiere decir re-ligare, volver a unirse Dios con el hombre. El chico lo mira ceñudo y la verdad es que no cree que la madre tenga esa enfermedad, pero el hombre sigue y sigue, como si le hubieran dado cuerda. Es toda una charla extraña, porque hasta el día anterior él no sabía que había sido hecho por un carpintero de nombre Cristo. El nomás pensaba que fue hecho por un señor de apellido Valencia que trabaja mucho en el extranjero haciendo negocios y es riquísimo aunque a ellos no les pasa un peso y por eso están en la miseria. Viaja por Manchuria y por el Turquestán el señor Valencia, según le dijo la madre. La madre conservaba una foto donde estaban los tres, él de bebé y ella y el señor Valencia, pero un día se levantó cruzada y con una tijera cortó de forma inmaculada y precisa el rostro del caballero.

Antes de conocer el asunto de Cristo, el chico tenía la idea de que Cristo era una palabra que uno dice en momentos fuera de sí, como Ay o Qué barbaridad o Puta madre. Pero el hombre le explicó que no, que vino Cristo y sufrió por nosotros, para que nosotros no suframos más y lo pasemos en este mundo lo mejor posible.

Al chico se le hizo un lío tremendo.

Prefirió no preguntarle más nada.

A veces, cuando la madre estaba enojada con el hombre, lo llamaba embrollón. El hombre permitía al chico llamarlo tío, pero el chico prefería decirle Pedro, para mantener las distancias. No quería hacerse amigo de los amigos de su madre: le daban mala espina.

La madre peleaba mucho con el hombre por teléfono.

El chico comprendía que el hombre no era el novio, porque un novio hubiera venido a besarla todos los días y éste venía de vez en cuando. A menos que viniera cuando él estaba en la escuela y entonces se la pasara escondido. Esto es posible porque un par de veces cuando él volvió, encontró a la madre con el quimono puesto, cuando la tarde no es hora de estar en quimono ni en piyama sino de salir a ver a las clientas y tomarles las medidas y darles su encargo; también había vasos con olor a vino, dos, sobre el mantel de coco de tender en las fiestas. Y uno de los vasos siempre estaba manchado con lápiz de labios rojo, que es el que usa la madre, pero nunca se lo pone para estar adentro de la casa sola como un perro, como dice ella, porque se gasta. Pero el razonamiento sería el siguiente: si el hombre, Pedro, se escondía de él para estar con la madre por las tardes, quiere decir que no es el novio formal. El anterior amigo de la madre, Paulo, los sacaba a pasear a todos lados. Un día la madre se cansó y lo echó, le dijo que no viniera más a molestarla. Ella tiene muy mal carácter; él es chico pero se da cuenta, ningún novio le dura; les rompe el corazón a todos. Si por él hubiera sido tampoco hubiera querido pasar un solo día entero con la madre, gracias que existía el colegio en la semana y la escuela de fútbol los sábados. Igual la madre no era mala y él no se la pasaba tan mal porque tenía pinturitas y cuadernos para dibujar que ella le compraba. También crayones que usó cuando le vino el dolor de panza tan fuerte, con las ronchas, y tuvo que guardar cama hasta que supieron que era alergia al chocolate y el doctor le puso una inyección en la nalga y se acabó el asunto. ¡Qué dolor tuvo después!, ni siquiera podía sentarse sobre ese cachete de cómo se le inflamó. Por eso, él sí podía decirle a su madre que le dolía algo, si es que le dolía, y quedarse en casa. Las tardes que se quedaba en casa, igual, no aparecía Pedro ni ninguno de los otros que eran casi novios. Estaban los dos solos y a veces hasta jugaban al dominó. Sino, ella le daba el senku o le prendía la televisión: él era un nene con suerte. Su compañera de banco, Iris, en cambio prefería aguantarse los dolores hasta ponerse morada, porque en la casa eran unos monstruos, decía, y no la cuidaban o le echaban en cara que se pusiera enferma, como si ella lo planeara a propósito; por eso Iris estaba segura de que cuando se es chico se lo pasa mejor en el colegio. Una vez, Iris se aguantó tanto que al final la vino a buscar la ambulancia y la operaron de urgencia; le rebanaron un pedazo de tripa que se llama apéndice y estuvo como quince días sin pararse.

La madre el dolor no se lo aguanta.

No dice qué es, pero acá están los dos, mientras un tipo ahí dentro la revisa.

 

 

Cuando el hombre anterior, Paulo, ya no vino, la madre dejó de dormir.

Tomó la costumbre nueva de leer y al lado de la cama se fueron apilando los libros. Ella leía y escribía cosas con lápiz al lado, en las páginas. Cuando aún no los había terminado, sino que estaban a la mitad o cosa así, señalaba el sitio donde estaba leyendo con horquillas. Si uno no iba con cuidado por el cuarto, se clavaba las horquillas diseminadas por el piso en los pies.

Una vez el chico trató de leer uno, El espejo de los espías, era el título. Leyó dos párrafos con dificultad, sigiloso, esperando develar el secreto que la madre guardaba ahí metido. Pero le entró de dormirse y no entendió bien qué se contaba en la hoja.

Al tiempo, se terminaron los libros una buena noche. La madre puso un porrón de cerveza en la cena y se lo fue tomando de a sorbitos, poniendo cara de disgusto como si fuera un remedio.

Le quedaba el cuerpo poroso y los ojos chiquitos y divertidos después de la cerveza y cuando se dormía era como una cascada de agua, como esas que hay en las sierras, felices. Poco después el chico oyó el teléfono muy tarde y se sucedieron las conversaciones y los cambios. No tardó en aparecer el hombre nuevo, Pedro; las pocas veces que él vio a su madre echada en el piso, aferrada al tubo del teléfono, sentía que ella lo trataba como si el hombre hubiera caído del cielo.

Pero él no lo quería, no.

Le tenía inquina, que es una palabra que no sabe bien qué quiere decir, pero la maestra de música la usa para hablar de la directora: Me tiene inquina, la muy perra. Así. Debe ser algo muy malo.

 

 

A la mañana temprano, de esa misma semana, como los maestros siguen de paro, el hombre pasa a buscar al chico. Le dice que la madre necesita el día libre y no tiene quién se ocupe de él. La portera se quebró el pie y él no puede quedarse con la portera. Tampoco puede ir a la casa de Iris porque si ella lleva un solo invitado, después le hacen la vida imposible. Pobre Iris.

Antes de salir, el chico saluda a su madre, que está muy pálida y tiembla, y hasta lo abraza. Le dicen que se ven a la noche, que comerán pollo con arvejas, como a él le gusta. A él las arvejas le dan arcadas, pero parece que la madre nunca se dio cuenta.

El hombre se inclina hacia la madre, la besa en la frente y le aprieta los hombros. Sé valiente, Carmencita. Es lo mejor para nosotros dos; para no hacernos daño. Ella cierra los párpados con fuerza; es el gesto que el chico le ve hacer cuando se contiene de meterle un tortazo porque rompió algo. El considera que si no salen de la casa en ese mismo instante, la madre le meterá un tortazo al hombre por algo que él hizo y vaya uno a saber qué fue.

El hombre lleva al chico al río.

No es el río propiamente, es un ojo de agua, un estanque.

El hombre lleva pan en la guantera del coche, y sacan el pan, lo desmenuzan y lo tiran al agua. Se acercan a comer los patos, algunos cisnes y las gallaretas. El hombre le habla de las aves silvestres, la importancia de conocer bien la diferencia entre una y otra a la hora de cazarlas. Porque matar por matar es un pecado muy grande: eso nomás el gato con el ratón. Por ejemplo, la gallareta es pura grasa, su carne de pura espuma y no se puede comer. Lo mismo el chajá. Hasta hay un refrán que advierte que no se debe confundir el pato con la gallareta. El chico asiente, está entretenido. Es mejor que ir a la escuela. Le pregunta si van a pescar; el hombre dice que no. Ahí los peces están todos muertos o son asquerosos, sábalos, moncholitos, peces de mala ley, que comen desperdicio en el lecho del río. Si uno los come, patean el hígado. Son peces que patean, piensa el chico, después de muertos, aunque no tienen patas. La maravilla de la naturaleza, del lenguaje. Esto no hay en los documentales de la televisión.

Después se comen una hamburguesa y el chico la acompaña con gaseosa y el hombre con un porroncito de cerveza. Van hacia una fuente y el hombre le explica que en el centro está Venus, que es la diosa del amor, y a los costados hay cuatro sirenas y tritones. Los tritones son los amantes de las sirenas, le aclara.

-¿Amantes? –pregunta el chico.

Una vez sola oyó la palabra antes y nunca la comprendió.

Pero el hombre no le responde, sigue en lo suyo.

Le habla de que sirenas y tritones son creencias paganas, de los griegos. Igual, como son bellas a la vista, se permite que las sigan esculpiendo. El estas cosas las conoce porque tiene una hija que estudia en la universidad bellas artes, se llama Rosalía. Ahora hace mucho que no la ve, pero fue ella la que le explicó el asunto de los dioses griegos. La otra hija, Lisa, en cambio, es como él. Calma y le gusta estar con la conciencia tranquila. También hace un buen tiempo que no la ve, pero es porque vive en Unquillo, en Córdoba, tras la sierra. ¿Conoce Unquillo él? El chico hace no con la cabeza. La hija menor, Lisa, cultiva plantas ahí, para hacer medicinas, cuenta el hombre.

El chico ya no habla palabra.

La diosa Venus y las sirenas le importan tres quinotos.

Solo piensa cómo el hombre puede ser medio novio de su madre, si ya tiene hijos; dos hijas mayores. También se pregunta para qué un hombre con hijos quiere ser novio. Eso él no lo entiende; tiene que preguntarle a alguien para sacarse la duda, pero no sabe a quién.

Hay que volver, el sol está rojo sobre el agua. Mirándose los rayos, los flecos, en ese espejo. Los patos volaron todos al río de verdad, más allá, al delta profundo. Los cisnes tienen un nido al otro lado y también volaron. Quedaron las gallaretas, un poco confundidas. Dos o tres gaviotas cruzaron el cielo con largos aletazos. Qué hermosas son las gaviotas, pensó el chico. Que no lo jodan a él con el asunto de la diosa griega, hecha de piedra y parada en la mitad de una fuente adonde la cagan las palomas.

Vamos, le dice el hombre.

Lo lleva de la mano hasta el coche.

Su mano dentro de la mano del hombre.

La palma de él seca, rotunda.

Le abre la puerta para que el chico suba.

Cuando sube, él lo palmea con cariño en la nalga.

Después sonríe bobamente.

 

 

La madre cose siempre en el comedor; no se dará tregua hasta matar las deudas. Trabaja en la mesa, frente a la ventana abierta. Así contempla a la gente pasar. Las dos macetas de azucenas. Los sillones de la sala empiezan a acumular el polvo. Ya casi no recibe clientas, atiende a domicilio. Para eso deja las tardes. Antes de salir, espera que el chico almuerce. Comételo todo, le dice, si no vas a quedarte así. Después lo lleva a la escuela y ella hace sus cosas.

A la madre no le gusta que se junten mujeres en su casa, le comentó una vez, porque hablan mal de las señoras, sus esposos y los amantes. Ella no quiere chismeríos en su casa. La madre es una mujer decente y esta es una casa decente. El chico no entiende ni jota de qué quiere decir la madre con todo eso.

Él lo recuerda porque fue un par de días antes del cumpleaños.

Él quiere un payaso en la fiesta, pero la madre dice no, porque es muy caro.

El chico le pide que por favor, por favor, consiga esa plata y traiga al payaso. Para él es muy importante, lo más importante del mundo.

Ese día la madre recibe a una clienta vieja, una señora rica, del centro.

El no sabe su nombre; la madre la llama La cogotuda.

Escucha atrás de la puerta, porque está seguro que la madre va a pedirle el dinero. Adelantado o prestado, pero va a pedírselo.

Por amor a él, porque lo quiere. Ella siempre se lo dice, a cada rato.

-No me vuelve la sangre –dice ella.

-Escríbale. No le hable por teléfono, póngaselo por escrito. Así queda como prueba.

-Le dije. Pero me mandó al médico. Que le diga al médico que esto me pasa seguido, a ver cómo se puede arreglar sin tener que…

-¿Él qué le dijo?

-Lo mandé al carajo.

-Pídale el dinero. Ahora se estila que el hombre pague la mitad. Eso está muy mal; por suerte en mi época cuando pasaban estas cosas las mujeres nunca teníamos un centavo. Entonces los muy cretinos se veían obligados a pagarlo todo o a darle el apellido. Muchas veces la dejaban a una plantada, claro. Pero ahora, ¿qué es eso de poner la mitad? ¿Ponen la mitad del cuerpo ellos, acaso?

-Me dio para el cumpleaños del chico.

-Eso no tiene nada que ver. Esta es una circunstancia especial. Un accidente. Los seres humanos tienen accidentes, usted no es una marciana.

-Día tras día pienso en este asunto nada más despertarme. Es como si alguien hubiera puesto gritos de pájaros en el aire, como alfileres…

-Si no, tengáselo, por hijo de puta. No es ninguna vergüenza: Leonardo da Vinci era el hijo de una sirvienta que se tiró cuatro veces por la escalera a ver si lo perdía. No pudo, ¡y mire adónde llegó el hijo! ¡Mire quién fue Leonardo Da Vinci! El único genio de la historia de Occidente, dice mi marido. Cómo será para que lo diga él, ¡él! que se cree Dios en la Tierra, el muy imbécil.

El chico de toda esta conversación no entiende un cuerno.

Sólo sabe que alguien le prestó a la madre una plata.

El día de su cumpleaños hay un payaso, que además es mago y hace el truco de los pañuelos y de las monedas que salen de las orejas. Eso no es magia, lo reconvino Iris que siempre le pincha el globo de sus ilusiones, eso es pres-ti-digitación. A él le da todo igual; ella lo dice por envidiosa.

 

 

Vuelven; la madre está postrada en la cama.

El chico la besa en la mejilla.

El hombre toma una mano de ella y la besa en los nudillos.

-¿Todo fue bien?

-Sí.

El hombre habla del paseo, del río. Lo bien que se portó Valerio, que es un hombrecito. Otro día repetirán ese paseo, dice.

La madre lo mira como si hubiera un cristal entre uno y otro.

Después el hombre se va, desaparece.

No hay pollo para cenar, piden pizza.

La madre y él comen en la cama. Más tarde, cuando el chico se cepilla los dientes encuentra sin querer en el cesto de la ropa sucia, ropas de su madre manchadas con sangre. Con mucha sangre. Debe ser la sangre que vuelve, la de la charla de un mes atrás. Ella nunca le deja ver cosas así, ni cuando se lastimó con el cuchillo de la cocina, porque la sangre a él lo desmaya.

-Hay sangre, mamá. En el baño.

Después él se acuesta con ella en la cama grande.

Es medianoche y la madre remoja y enjuaga camisones.

El chico escucha la puerta cancel abrirse y es la madre que sube a la terraza, a tenderlos. Si tienen el primer sol de la mañana en la cuerda, la ropa queda blanca como la nieve. Es algo que ella suele decir. Es una de sus frases favoritas; lo mismo que Vive y deja vivir y Una planchadita antes de salir no hace que se la caigan los anillos a nadie.

El mira a la madre ir y venir con un solo ojo.

Está en el comedor, hablando por teléfono con murmullos.

Debe estar hablando con el hombre; es un rumor, la voz como un lloriqueo. Maúlla: Pedro, Pedro…

La madre corta la comunicación y entonces se tiende al lado del hijo. Se queda con los ojos abiertos observando atentamente; debe mirar los nidos de polillas en el techo. Luego, tose para adentro. El chico pregunta a la madre si está triste y ella responde No. ¿Por qué hace snif snif en la cama?; él la oye hacer snif snif: ella le contesta que tiene la nariz tapada, un poco de resfrío, de alergia al polvillo.

-Dormíte, Valerito- le ordena.

Ella lo abraza y lo pone encima de su cuerpo, arriba del pecho, y él siente los senos cálidos de su madre y el cuello de hielo que huele a crema nocturna, humectante. Así le contó cien y mil veces que lo hacía dormir cuando era bebé y él no podía dormirse. Ella lo sacaba de su cuna y se lo ponía encima; lo abrazaba bien fuerte con ambos brazos, para que no tambaleara ni se fuera a caer.

La madre recomienza ese relato:

-Cuando eras recién nacido y no te podías dormir…

Después se corta.

El chico ya está sonriendo, dulce, en el sueño.

Ella, lejana, desde otro planeta, susurra:

-Si hubiera tenido ese hijo, no seríamos felices… Nosotros dos.

El chico no entiende sus palabras; está completamente dormido entre sus brazos.

El lugar más plácido del mundo.

 

 

Patricia Suárez nació en Rosario en 1969. Es dramaturga y narradora.

Como narradora publicó los libros Perdida en el momento (Premio Clarín de Novela 2003), Un fragmento de la vida de Irene S. (Colihue, 2004) y los libros de cuentos Rata Paseandera (Bajo la Luna Nueva, 1998), y Esta no es mi noche (Alfaguara, 2005). En 2007 recibió el Primer Premio Cosecha EÑE de la revista homónima por su relato Anna Magnani.  Publicó en 2008 la nouvelle Album de polaroids por la editorial LA FABRICA, de Madrid y la novela Causa y efecto en la editorial Punto y Aparte de Madrid y en 2010 la novela LUCY por Plaza y Janés, Argentina. En 2011 publicó en la Editorial Homo Sapiens la nouvelle La cosa más amarga. En 2011 recibió el Premio San Luis Libro por su libro de cuentos Brindar con extraños.

El cuento «Abatido» pertenece al libro El Árbol del Limón, con el que obtuvo el Premio de Relatos Cortes de Cádiz en 2012. 

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