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Les ruego que me odien

Les ruego que me odien. Guillermo Roz. Musa a las 9 (sólo edición digital), 2013, 168 págs., 6€

Por José Miguel López-Astilleros

Les_ruego_que_me_51122e64f3401Guillermo Roz nació en Argentina en 1973 y está afincado en Madrid desde 2002. Entre sus obras publicadas citaremos la que le valió el premio Nuevo Talento Fnac, Tendríamos que haber venido solos, publicada por Alianza en 2012. La que nos ocupa recibió el I Premio de Narrativa Francisco Ayala el año pasado, y es la segunda de un tríptico, que no de una trilogía, como matiza el mismo autor. Ha sido editada exclusivamente en formato digital (www.musaalas9.com). Esto no quiere decir que la novela haya sido escrita pensando en ello, o al menos así lo declara Roz; aunque se adapta muy bien a los rigores de la pantalla, debido a que está compuesta por párrafos no muy extensos con un discurso sin excesivas complicaciones, además de diálogos breves, a lo que hay que añadir un estilo fragmentario que nos da la impresión, en muchas ocasiones, de estar frente a un guión cinematográfico, lo que le confiere un ritmo muy actual, acorde con la manera en que hoy recibimos la información en los medios electrónicos.

El principio que rige toda la obra nos lo proporciona una de las reflexiones del protagonista hacia el final, dice así “La verdad es una construcción, la realidad un colaje, la imaginación una necesidad”. Juan y Elsa pertenecen a sendas familias acomodadas de la ciudad de Quilmes, cuyos padres decidieron desde sus nacimiento que estaban destinados a casarse uno con el otro, pero entre ellos surge Leticia, con la cual formarán un triángulo amoroso, en el que Elsa no ama a Juan, Leticia en cambio sí, y este, a pesar de tener relaciones con Leticia, ama a Elsa. Con estos elementos se diría que estamos ante una comedia, pero la tragedia se precipita cuando, después de casados, Juan y Elsa acuden a una reunión de antiguos compañeros de colegio, en la que tiene lugar lo que parece ser un accidente casual, en una de las atracciones del parque donde se celebra el encuentro. Diez años después aparece de nuevo Leticia, y a partir de aquí nos iremos sumergiendo en las profundidades de un thriller, pero hasta el final no sabremos que nada es lo que parece. Tras un ritmo que se acelera progresivamente, sobre todo en los tres capítulos de la tercera parte, la historia concluye de manera sorprendente (al más puro estilo de los cuentos de O. Henry), y da un giro que nos deja boquiabiertos frente a la pantalla, con el recuerdo de unas certeras reflexiones finales sobre la verdad y la mentira, que nos recuerda en algún sentido al concepto de las “mentiras vitales” barojianas de El árbol de la ciencia, necesarias para seguir viviendo, aunque sea encaminándose hacia el abismo.

Aunque pueda resultar perogrullada, hay que decir que el narrador, Juan, no es el autor, Guillermo Roz, por mucho que la primera persona utilizada pueda llegar a confundir al lector. Siendo así que la perspectiva es siempre la del personaje, que cuenta desde una cierta candidez, unas veces, (como apunta Andrés Neuman refiriéndose a su estilo) o desde una dolorosa lucidez de adulto, otras, su historia. Lo cual produce un efecto de frescura en el descubrimiento del mundo por el protagonista, suplementado por la utilización de un lenguaje coloquial y desenfadado muy oportuno, que no resta profundidad a reflexiones sobre el tiempo, la ficción y la realidad o sobre la clase social a la que pertenece, mostrada esta con una mirada muy crítica.

Una familia conservadora, unas convenciones sociales rígidas y un acontecimiento cruento, junto a un amor no correspondido, se confabulan para que ninguno de los tres personajes principales sean felices. Terminan siendo víctimas, arrastrados desde la comicidad al drama, pasando por lo grotesco, sin abandonar nunca la ironía. Recursos que se revelan como los mejores para hacer frente a una realidad degradada e insatisfactoria.

Les ruego que me odien es una “novela oscura”, que no negra, como la denomina Roz. Una novela de amor, muerte y locura, parafraseando a Horacio Quiroga, que ha de terminarse de leer en su totalidad para alcanzar a vislumbrar la soledad del personaje principal y para saborearla en todo lo que vale.

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