Guillermo Roz: «Nunca me sentí más cerca del abismo que cuando sufrí por amor»

Entrevista de Care Santos

Guillermo Roz no es nuevo en nuestras mesas de novedades. Este argentino, afincado en España desde hace varios años, ya sorprendió con su anterior novela Tendríamos que haber venido solos, y vuelve a hacerlo ahora con una historia cruel, perturbadora, que ahonda en la identidad y el juego de espejos de la verdad, y que acaba de publicar —sólo en formato digital— Musa a las 9. En esta entrevista, el autor.

—Lo primero, enhorabuena por el Premio Francisco Ayala, que acaba de ganar. Es un premio pensado para difundir en formato digital la obra de narradores contemporáneos. ¿Usted es de los que se alegra de una difusión sin fronteras o de los que se lamenta de no tener en sus manos un libro de papel?

—Yo soy, definitivamente, del club que se alegra por la publicación bien hecha, en primera medida y si ésta me da la posibilidad inmediata de llegar a cualquier punto del planeta, muchísimo mejor. Leo tan bien en el papel como en un libro electrónico. Y lo único que me preocuparía en mi relación con el mundo de los libros, sería no tener acceso a ellos por medio, tanto de la lectura, como de la escritura. Todo lo demás es ganancia, y el Premio Francisco Ayala es parte fundamental de esa ganancia: escribí, se editó y ahora me toca invitar a los lectores a hacer su parte. 

—Con su anterior novela, Tendríamos que haber venido solos (Alianza, 2012) fue usted Nuevo Talento Fnac. Sin embargo, roza los 40 años. ¿Algo que objetar al adjetivo “nuevo”? ¿O el tan traído y llevado “joven”?

—Me gustaría ser menor para ganar un premio que premiara a un muy joven, pero no hay nada que hacer, para la literatura en España y Latinoamérica, mi edad corresponde a sólo joven. Por otro lado te diría que el criterio de juventud, en mi caso, me remite a la inocencia con la que afronto todo lo que escribo. A pesar de llevar varios libros publicados siento, sin caer en el cliché, que nadie puede quitarme el miedo escénico, la incertidumbre absoluta y constante sobre el valor de lo que voy creando. Soy joven, en todo caso, en la medida en que soy siempre, un aprendiz asustado. Y para concluir me viene a la cabeza una frase de no sé quien: «el problema de hacerse viejo es que todavía uno es joven».

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—Tanto en aquella novela como en esta me parece entender que la crueldad forma parte de su adn literario. ¿Es así? ¿De qué modo le interesa la crueldad como materia prima de la ficción?

—Mira, mi primera novela se titulaba La vida me engañó y creo que en ese título se resume de algún modo cierta concepción común de los personajes que pueblan mis historias. Crueldad como engaño, como fraude, como el cuchillo más afilado que nos espera en cualquier esquina del tiempo. Me interesa mucho la decepción y el amargor de los que se han visto profundamente humillados por un acontecimiento del todo imprevisto, y más si ese acontecimiento es de orden sentimental. No hay nada más cruel que una frustración amorosa.

Les ruego que me odien es una novela cambiante, que sorprende a cada rato. Comienza como un romance, se convierte pronto en una suerte de thriller sentimental, luego da un vuelco absoluto en una sola escena y termina reflexionando sobre algunos asuntos que podríamos considerar grandes clásicos de la literatura de todos los tiempos: la verdad, la identidad, la locura…. ¿Pretendía dejar sin aliento al lector, escribir muchas novelas en una, experimentar…?

—No está mal lo de muchas novelas en una, es una idea que pongo en práctica no por razones semánticas sino por la disciplina de escritura que llevo. Me explico: me cuesta pensar una novela entera que no cuente, aunque con los mismos personajes, cuatro, cinco o seis historias, un poco a la manera de escenas teatrales. Esto, sin quererlo, deviene a veces en que de historia en historia, de escena en escena, la trama se monte a parámetros propios de diferentes géneros. Sin embargo no me importa en lo más mínimo, porque en definitiva no creo en los géneros y sí creo que cualquier vida puede teñirse una temporada de novela rosa, otra de novela negra y finalmente se cierre como un cuento de hadas. Lo que pretendí es que funcionara como una unidad, con diversidad interna, con vaivenes inesperados, pero que al final exista en el lector la sensación de que le han contado una historia, de las buenas.

—¿Tan próximos están amor y locura como parece desprenderse de estas páginas suyas?

—Creo que esta cercanía tiene que ver con una página autobiográfica: yo nunca me sentí más cerca del abismo, y llámese abismo a la locura, la muerte o el crimen, que cuando sufrí por amor.

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—Si tuviera que elegir una familia literaria de cinco miembros, ¿a quién elegiría y por qué razón?

—¡Los envidiados padres de mis letras, los imitados hasta la desvergüenza! ¡Madre mía, qué difícil! A ver… Dante, porque descubrí que una lectura te podía hacer llorar. Cortázar, porque me generó esa necesidad imperiosa de decir cosas con palabras. Osvaldo Lamborghini, porque me mostró que la literatura no era nada de lo que me habían contado ni en el cole ni en la universidad, sino todo lo contrario. Onetti, porque no puedo salir del cenagal en el que me ha metido, ese maldito. Borges, no hace falta explicar por qué.

—¿Qué hay en los cajones de su escritorio (que pueda confesarse)?

—Millones de dólares, un par de tapones para los oídos, una blackberry vieja, un botón de repuesto de una camisa nueva, relojes sin pila, kleenex y una foto pequeñísima, de esas que las veías por un agujerito que servía de lupa, en la que se me ve a las tres años, junto a mis padres, en un circo. Lleva allí años, esperando encontrar la mirilla-lupa, o que mágicamente me caiga del cielo una igual. La guardo como un tesoro. Es del tiempo sin crueldad.

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