Por Jordi Campeny

 

Uno a veces entra dubitativo y a regañadientes al cine. Se dispone a ver una adaptación de un clásico de las letras americanas, El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald, cuya lectura recuerda con fascinación y embeleso. La anterior propuesta fílmica de tan célebre título (El gran Gatsby, Jack Clayton, 1974) le resultó mediocre, acartonada y absolutamente olvidable. El director de esta nueva adaptación es Baz Luhrmann, cuyos trabajos previos (Romeo y Julieta, Moulin Rouge, Australia) le dejaron a uno con la molesta e irritante sensación de que la exagerada, cargadísima y exhibicionista puesta en escena asfixiaba y diluía sus historias; en otras palabras, que la forma devoraba el fondo. Algunos críticos americanos y otros patrios han aullado como fieras ante esta nueva película, considerándola deleznable e indigna de la prosa precisa, profunda, sutil y desasosegante de Fitzgerald. Y uno, claro, asustado ante tan temibles elementos y oscuras predicciones, entra acongojado a la sala, sólo levemente esperanzado por la confianza que le merece su elenco de actores: Leonardo DiCaprio y los enigmáticos y siempre interesantes Carey Mulligan y Tobey Maguire.

Y, cosas del cine, se produce la sorpresa.

EL GRAN GATSBY FOTO CULTURAMAS

El gran Gatsby (2012) de Buz Luhrmann

El gran Gatsby luhrmanniano es una fiel y satisfactoria adaptación de la estructura de la novela original; fiel en la trama e incluso en detalles sutiles. Lo que cambia es, como era de esperar, su tono. Éste es inflamado y excesivo, aparatoso y estridente, fastuoso y cínico. En definitiva, se encuentra en absoluta harmonía con el mundo interior, personalidad y fiestas desbocadas de Jay Gatsby, un grandioso –una vez más- Leonardo DiCaprio.

O sea que, en este caso, el aparato y lenguaje utilizados por el director no desentonan tanto con la trama como en sus anteriores propuestas. Sí se le pueden hacer algunos reproches puntuales, sobretodo en la primera parte del film, pero luego la pirotecnia y el exceso remiten, la película se calma y la historia coge las riendas, llegándonos a ofrecer algunos momentos deslumbrantes.

A través de la voz en off de Nick Carraway (Maguire) -fragmentos de la novela incrustados en la película; pura literalidad-, revivimos de nuevo la imperecedera historia del millonario hecho a sí mismo Jay Gatsby, personificación de una de las obsesiones de Fitzgerald y de la sociedad de su país: la combinación de dinero, ambición y lujuria como promesa de nuevos comienzos. Una fábula, con su moraleja, sobre el sueño americano.

Intensa, kitsch, romántica, ampulosa, vulgar y refinada a un tiempo, la cinta tiene –además- la desfachatez (o, dicho de otro modo, la absoluta libertad) de amenizar la Jazz Age de los años 20 americanos con temas hip-hop o de las mismísimas Beyoncé o Amy Winehouse.

Ante una propuesta tan personal, descarada y orgiástica uno puede entender que ciertos espectadores no entren en ella y prefieran quedarse sólo con la novela. Lo que cuesta más de asimilar son algunas afirmaciones publicadas en nuestro país como la siguiente: “Si Fitzgerald levantara la cabeza se llevaría un susto notable”. Ante tal aseveración, empíricamente constatable donde las haya, uno arquea la ceja, desciende a este nivel y contesta: “No sé si a Fitzgerald le gustaría, pero a Jay Gatsby segurísimo que sí”.