El Gatsby que habría gustado a Gatsby
Por Jordi Campeny
Uno a veces entra dubitativo y a regañadientes al cine. Se dispone a ver una adaptación de un clásico de las letras americanas, El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald, cuya lectura recuerda con fascinación y embeleso. La anterior propuesta fílmica de tan célebre título (El gran Gatsby, Jack Clayton, 1974) le resultó mediocre, acartonada y absolutamente olvidable. El director de esta nueva adaptación es Baz Luhrmann, cuyos trabajos previos (Romeo y Julieta, Moulin Rouge, Australia) le dejaron a uno con la molesta e irritante sensación de que la exagerada, cargadísima y exhibicionista puesta en escena asfixiaba y diluía sus historias; en otras palabras, que la forma devoraba el fondo. Algunos críticos americanos y otros patrios han aullado como fieras ante esta nueva película, considerándola deleznable e indigna de la prosa precisa, profunda, sutil y desasosegante de Fitzgerald. Y uno, claro, asustado ante tan temibles elementos y oscuras predicciones, entra acongojado a la sala, sólo levemente esperanzado por la confianza que le merece su elenco de actores: Leonardo DiCaprio y los enigmáticos y siempre interesantes Carey Mulligan y Tobey Maguire.
Y, cosas del cine, se produce la sorpresa.
El gran Gatsby luhrmanniano es una fiel y satisfactoria adaptación de la estructura de la novela original; fiel en la trama e incluso en detalles sutiles. Lo que cambia es, como era de esperar, su tono. Éste es inflamado y excesivo, aparatoso y estridente, fastuoso y cínico. En definitiva, se encuentra en absoluta harmonía con el mundo interior, personalidad y fiestas desbocadas de Jay Gatsby, un grandioso –una vez más- Leonardo DiCaprio.
O sea que, en este caso, el aparato y lenguaje utilizados por el director no desentonan tanto con la trama como en sus anteriores propuestas. Sí se le pueden hacer algunos reproches puntuales, sobretodo en la primera parte del film, pero luego la pirotecnia y el exceso remiten, la película se calma y la historia coge las riendas, llegándonos a ofrecer algunos momentos deslumbrantes.
A través de la voz en off de Nick Carraway (Maguire) -fragmentos de la novela incrustados en la película; pura literalidad-, revivimos de nuevo la imperecedera historia del millonario hecho a sí mismo Jay Gatsby, personificación de una de las obsesiones de Fitzgerald y de la sociedad de su país: la combinación de dinero, ambición y lujuria como promesa de nuevos comienzos. Una fábula, con su moraleja, sobre el sueño americano.
Intensa, kitsch, romántica, ampulosa, vulgar y refinada a un tiempo, la cinta tiene –además- la desfachatez (o, dicho de otro modo, la absoluta libertad) de amenizar la Jazz Age de los años 20 americanos con temas hip-hop o de las mismísimas Beyoncé o Amy Winehouse.
Ante una propuesta tan personal, descarada y orgiástica uno puede entender que ciertos espectadores no entren en ella y prefieran quedarse sólo con la novela. Lo que cuesta más de asimilar son algunas afirmaciones publicadas en nuestro país como la siguiente: “Si Fitzgerald levantara la cabeza se llevaría un susto notable”. Ante tal aseveración, empíricamente constatable donde las haya, uno arquea la ceja, desciende a este nivel y contesta: “No sé si a Fitzgerald le gustaría, pero a Jay Gatsby segurísimo que sí”.
“Sí se le pueden hacer algunos reproches puntuales, sobretodo en la primera parte del film, pero luego la pirotecnia y el exceso remiten, la película se calma y la historia coge las riendas, llegándonos a ofrecer algunos momentos deslumbrantes”
Sí, coincide bastante con mi opinión y el comentario que puse el otro día en otra entrada sobre este…acontecimiento cinematográfico. Porque lo es, lo ha sido, lo está siendo. Las películas de Lurhman tienen eso: son un espectáculo aunque también tengan momentos de gran cine. Es un autor, no cabe duda, en toda la extensión de la palabra. Y tiene la suerte de no tener problemas económicos para sus producciones. Él siempre busca en el pasado…y, curiosamente, le gustan los remakes. Yo creo que admira los temas de los que otros dieron ya su versión. Quizás porque los considera universales. Y quiere proyectar nuevas miradas. En este caso la suya, siempre tan “overwhelmed” ( excesiva diría Rubén Romero ) pero, al mismo tiempo, ofreciendo tantos ángulos. Aunque a veces se pase de… ángulos y de número de planos por minuto. Qué mareo el principio, que floja presentación y, sin embargo, qué buen film a partir de la mitad. Y qué buena reseña, Campeny, aunque sobre la película de Clayton tengamos ligeras discrepancias. Y sobre la interpretación de Di Caprio ( un actor como la copa de un pino ) también en la primera parte, también. Pero es que no se encontraba en el papel…o no le supo meter en él el director. Luego cambia, todo en la película cambia: la interpretación, el montaje ( la edición ) los movimientos de cámara, la película, en definitiva, la película. Cómo se puede llegar a hacer casi una obra maestra de lo que empezó – y continuó en algún momento – siendo un pastiche mal estructurado y de cartón piedra. Afortunadamente los sentimientos encontrados tienen una espléndida marea final que hace olvidar las francamente flojas olas del principio. Aún así, yo me sigo quedando, en su conjunto, con su espléndido Moulin Rouge. Ese sí que es, hasta ahora, el testamento de Lurhman. Afortunadamente para los que le valoramos le queda aún mucho cine por ofrecernos.