El arte de la pesca
Por Luis Borrás
Ángel Olgoso. “Las frutas de la luna”.
Menoscuarto ediciones. 212 páginas. Palencia, 2013.
Podría decirse que esto de la literatura es como un inmenso lago al que acuden a pescar los escritores. Y mientras esperan los hay que se dedican a entablar conversación con los vecinos; compartir con ellos experiencias y anhelos, su termo de café y su tartera de croquetas con la mejor de las sonrisas. Con constancia, afinidad y un poco de suerte lo normal es que acaben compartiendo sombrilla, mesa de camping y devociones. Pero para algunos lo realmente importante de todo esto de la pesca es lo que viene después: las reuniones en el bar del embarcadero-lonja del lago; guateque al que muchos llegan invitados por ese vecino que ahora es su amigo y otros de la mano de su padre o amante y en los que se habla de peces y trofeos, gatos y liebres, recetas de cocina y piscifactorías y en las que se pueden hacer nuevas e interesadas amistades o hacerte novia/o de un funcionario, un pescadero, un crupier o un falsificador.
Pero entre esos pescadores que se acercan al lago y sueñan con fiestas, besamanos, padrinos y plantas trepadoras los hay también que pasan del sushi y la comida precocinada, del garrafón y la mercadotecnia. Unos son furtivos que pescan por hambre, de noche y con explosivos; y otros son nómadas o bohemios que van por libre y no han ido a ninguna academia de corte y confección. Consideran la pesca como una aventura, un arte y un placer y no un club o un coto.
Ángel Olgoso pertenece a los solitarios, a los viejos –por expertos- que conocen todas las especies que pueblan este inmenso y profundo lago, que han probado todos los estilos y manejan todos los aparejos de este arte, de los que viven esto como un romance o un desafío y que devuelven al lago los peces pequeños. Hay días que llega, se sienta en la orilla y entretiene la espera leyendo u observando a los demás. Ensimismado y en silencio lo observa todo y parece más atento al paisaje que al agua, al mundo más allá de este lago y sus límites, pequeña porción de tierra de un mundo inmenso. Otros llegan y, en lugar de quedarse quieto, camina hasta la desembocadura de un río alejándose de la orilla atestada y su aire de verbena y puticlub, se descalza y remonta el curso del agua a contracorriente y entonces parece más un biólogo, un astrónomo o un arqueólogo que un pescador. Al menos así es como yo lo veo los días que, igual que hoy, me acerco a la orilla esperando a que se haga de noche y la pólvora sacie el hambre.
Lo mejor y –para mí- más destacable de la narrativa de Olgoso es que es capaz de hacernos renunciar a nuestros gustos o predilecciones. Quiero decir que en general cada uno tenemos a la hora de leer nuestras preferencias y -bien por miedo o por comodidad- no solemos salirnos de ellas; yo, por ejemplo, reconozco que las mías van más por la prosa lírica y caníbal, por los relatos urbanos, realistas y contemporáneos que por lo enigmático, lo invisible o la cuarta dimensión. Pero la narrativa de Olgoso tiene -y produce- una innegable fascinación. Y esa atracción –la que sólo consigue la buena literatura- es debida en primer lugar a la precisión y belleza de su prosa: “El calor, a esas horas, no tenía aún su grávida consistencia, no era todavía una eclosión de vidrio o un coágulo candente sino algo tibio y límpido”. Riqueza que en otros abruma o resulta pedante y que en él se vuelve placentera y exacta matemática del lenguaje. Algunos –el lenguaje- lo utilizamos como el atracador usa una navaja; Olgoso lo utiliza con el cuidado, exquisitez y destreza que un florista compone un ramo.
Y el segundo motivo por el que admirarle es su capacidad para cambiar de registro. Sí, ya sé que es un lugar común, pero no lo es cuando resulta totalmente cierto. A Olgoso se le incluye dentro de la literatura fantástica, y aunque es verdad que en su obra hay una querencia por ese género, en Las frutas de la luna nos demuestra que él esta más allá de corsés y clasificaciones porque si hay relatos como “La pequeña y arrogante oligarquía de los vivos”, “La torre de Hunan”, “Águila de sangre” o “Las perlas de Indra” que tienen esa característica marca de la casa de fantasía, mitología y exotismo, en otros es capaz de volverse gallego y nueve relatos más tarde recuperar el acento andaluz; de escribir un entremés, un microrrelato, una fábula contemporánea o un bestiario. De viajar a la India o a la China; de escribir un relato con sabor antiguo, otro atemporal y otro que sucedió ayer y se repetirá mañana; capaz del humor, la pesadilla, la locura y la insinuación; de ser pescador inquieto, artista, historiador, hombre de campo y filósofo.
Y sí, claro que tengo mis favoritos: “Contraviaje”, “Designaciones”, “El síndrome de Lugrís”, “Suero”, “Aramundos” y “Dybbuk”, cualquiera de ellos –o todos juntos- puede servir de patrón o ejemplo a seguir para aquellos que quieran aprender a pescar o salir en busca de El Dorado; en todos está la fascinación que produce la maestría de su lenguaje, están sus temas recurrentes, lo que de él esperamos: la Historia, la imaginación, la alucinación, el anverso y reverso de lo visible y real; la denuncia de un mundo imperfecto y sus carencias de las que los humanos somos productores y consumidores; y está además la sorpresa de un Olgoso totalmente inesperado e íntimo. Pero sin lugar a dudas “Las Montañas de los Gigantes a la caída de la tarde” es mi relato preferido; una maravillosa declaración de principios a cerca de lo que significa el Arte y que por si solo vale por cualquier libro de autoayuda.
La narrativa de Olgoso no es de hamburguesería o picnic, está más cercana –por dar alguna referencia- a la de Francisco López Serrano, Gonzalo Hidalgo Bayal o Juan Gómez Bárcena. Precisión y destreza lingüística, reflexión y filosofía temática, y el gusto por ir a pescar a lugares menos frecuentados.
En esto de la literatura hay tramposos y enchufados; hay starlettes –masculinos y femeninos- que transpiran vanidad y mean colonia; hay muy buenos y esforzados artesanos y en un punto y aparte excelentes escritores. Olgoso es de los excelentes.