Una nulidad de hombre
Una nulidad de hombre, Fatos Kongoli, Siruela, Madrid, 2013, 17,95 €
Por Ricardo Martínez
A pesar de que este magnífico texto tiene mucho de tragedia al sentido griego, esto es, un mal que acosa (“el tigre que acecha”) y el hombre como referente de la debilidad ante la fuerza de ese poder (a la sazón el estado totalitario), no es habitual que ocurra el que resulte casi frustrante para el lector el tener que abandonar la lectura, el que no se alargue la historia que se nos cuenta.
Y es que resalta una vez más (y en este caso especialmente) la capacidad de vida que es capaz de introducir Fatos Kongoli en sus historias, tal el realismo convincente de sus tramas novelísticas. ¿Tal vez porque siempre hay en ellas un trasfondo de dolor –sobre todo un hombre o una mujer perdedores, alguien aparentemente sin atributos– a sabiendas de que el dolor seduce en una narración? Pero he aquí que, a la vez, el autor posee el don de la redención. Conoce el valor de la dignidad humana y así lo deja patente, sin duda.
Creo, como lector, que el secreto radica en que, a pesar de que se refiere al hombre (de trazo culto) y a la mujer (de una gran fuerza, de una acusada femineidad) como unos seres casi vacíos (y ello por causa de un régimen socio-político que les merma y condiciona) el lector atento deduce que el autor utiliza ese recurso, el realismo del perdedor, como una denuncia implícita, como referente didáctico, pues, en el fondo, algo le indica que lo que se pretende, en el contraste entre el bien y el mal, es reflejar la caducidad del mal en favor del triunfo de la ética del bien. Hay un pasaje en que, si bien el protagonista (“un tal Thesar Lumi, que soy yo”) puede hacer uso de la navaja para matar a su enemigo, no lo hace pues, piensa, sería también como darse muerte a sí mismo”
Sí, el perdedor, al final, será el opresor. Y el orgullo y la voluntad, el sentido arraigado de un concepto más o menos expreso de libertad, vendrán a poner en valor a quien se lo merece: al que ha soportado la vejación del poderoso, al que ha resistido en su dura soledad.
No falta la presencia reiterada del sexo y el alcohol que son como un vínculo y a la vez paliativos para contrarrestar una vida amarga; sin embargo no falta tampoco la ocasión para la ironía, para la sonrisa (“mientras siga conservando el humor todo irá bien”). Es así que el lector llega a deducir que este autor cuya desgracia, ha dicho, es el haber nacido al tiempo que el régimen totalitario de su Albania natal, al fin posee arraigado (y lo cultiva) el don de una cierta esperanza, de una idea de justicia; posee la convicción de que no sería lógico abandonar del todo a un hombre (a sí propio y a sus personajes; a un ser, en genérico) que aspira a ser desde sí mismo, a honrar con su vida esa idea de libertad.
El protagonista, un día, estando ya a bordo del barco que le alejará de su país, de la opresión y la injusticia y la violencia gratuita que genera el poder irracional en su entorno, decide desembarcar en el último momento (“Hiciste bien en no marcharte. Hiciste bien… bien” le dice su madre, que es consciente de lo que han sido todos sus sufrimientos) Sin embargo él se dice: “Se fueron todos. Solo yo me he quedado, solo yo. Pero ¿por qué?”
Pues bien, al final, Xhoda el Loco, que le tiene a su merced, no le atacará. Y es así como, a modo de conclusión, esa hipotética representación del Mal le dará la espalda mientras se encamina hacia la salida del cementerio. Y él piensa, o quiere pensar: “No sabría decir si eran lágrimas lo que bien su ojos o gotas de rocío”
¿Huir? ¿De qué vale huir? Todo hace presumir que lo que hará en adelante será procurar construir, sobre los ‘restos’, una vida coherente y digna. Y el lector alcanza en ello un raro y bello y preciso canto: el de la valoración del ser propio, de la libertad y el futuro.
Una narración densa, trágicamente hermosa. Un autor digno de ser leído, de ser ‘escuchado’.