Roma, ciudad de muerte
Por José A.Cartán.
Creo que no descubro nada si afirmo que a todos nos ha marcado alguna película a lo largo de nuestra vida, por millones de circunstancias. A mí también, cómo no. Sin embargo, nunca me había ocurrido que el visionado de una película no sólo colapsara la visita turística de una ciudad, sino que dicha capital se viera oscurecida, de manera casi apocalíptica, por la magnitud de un film. Uno puede recorrer las calles por donde transcurría una historia de amor de tantas, por donde cierto protagonista erraba sin rumbo, aquel banco donde se sentaba o aquel bar en el que entraba para perderse entre suciedad y tragos de alcohol en cualquiera de las millones de noches que componen una vida. Pero que una película otorgue a una ciudad características como el cataclismo, la hecatombe, el abismo o la muerte no suele ser lo más habitual. Por culpa de El vientre del arquitecto (1987) del director galés Peter Greenaway siempre consideraré la ciudad de Roma un habitáculo donde reside la perdición más ancestral para el hombre.
El cine de Greenaway se caracteriza por llevar la precisión y la exactitud del plano hasta su máxima perfección. Me atrevería a decir que las simetrías de las que hace gala el británico no tienen parangón en toda la historia del cine; creo que lo más cercano en cuanto a “enfermizas disposiciones y equilibrios del encuadre” sería la alineante y portentosa Playtime (1967) de Jacques Tati. Greenaway considera a todos y cada uno de sus planos cuadros, y así se lo hace constatar al espectador con un cuidado estético superlativo. No nos sorprende entonces que por esta hiperbolización de lo simétrico el cineasta británico tenga una buena legión de detractores hoy en día.
Entrando en lo que es la película, Greenaway nos cuenta la historia de un arquitecto norteamericano que viaja con su mujer a Roma para inaugurar una exposición sobre Étienne-Louise Boullée, maestro arquitectónico del siglo XVIII. El protagonista, sufriendo unos acuciantes dolores de estómago durante su estancia, se obsesionará de tal manera con su dolencia que llegará a pensar que su mujer está involucrada y que le está envenenando de manera progresiva. Como “supuestamente” envenenó al emperador Augusto su esposa, Livia.
La obsesión estomacal de Brian Dennehy, actor que da vida al protagonista, junto con sus paseos por las ruinas romanas o la confabulación de los organizadores de la exposición para terminar con la vida del arquitecto, amén de una prodigiosa banda sonora de Wim Mertens, consiguen crear una atmósfera terrorífica y absolutamente insana a lo largo de toda la proyección. El hecho de que el pasado trágico romano se enlace con nuestra presente vida contemporánea agranda en el espectador una sensación pavorosa de Apocalipsis, de fin de ciclo. La historia debe volver a repetirse una y otra vez hasta el fin de los tiempos.
Unos meses después de ver la película de Greenaway tuve la oportunidad de volver a Roma, por segunda vez. Y durante todo el viaje tuve la sensación de andar los pasos de Dennehy en su imposible batalla contra la historia, contra el crimen, contra la muerte que se esconde en cada recoveco de la città aperta de Rossellini. Fue visitar el Coliseo, peregrinar por las innumerables iglesias romanas o andar en la noche por esas laberínticas calles en las que no sabes muy bien hacia dónde te llevarán, y en todos los lugares me perseguía la sombra de ese Augusto del siglo XX. O fuera plantarte delante del Panteón y buscar el restaurante donde el insigne arquitecto cenaba la primera noche con sus compañeros y su esposa, brindando sonriente ante la esplendorosa belleza que se abría ante él. Sin saber que su vida era otra de tantas tragedias y que ésta desdicha había comenzado en el viaje de ida hacia la ciudad italiana, mientras concebía con su “Livia” un hijo justo cuando cruzaban casualmente la frontera italiana. O buscar como un obseso en Piazza Venezia el banco donde terminaba un niño jugando con un giroscopio y no poderlo hallar…porque el banco ya no existe, tras más de un cuarto de siglo después. Pero luego uno pensaba que qué más daba encontrar un asiento o un restaurante, qué importaba. Si la ciudad estará plagada siempre de devastaciones, ruinas, belleza y fantasmas del ayer.