DE LA NATURALEZA DE LAS COSAS (III Y FIN)
Por OSCAR M. PRIETO. Regresemos a buscar a Epicuro. Seguro que nos está esperando en su jardín. El Jardín era el nombre que Epicuro eligió para su escuela, el lugar en el que se reunía con sus amigos y discípulos, donde, a la sombra apacible de los árboles compartía con ellos su visión del hombre, del mundo y de los dioses. Así como la escuela de Platón se llamó la Academia y la de Aristóteles el Liceo, Epicuro eligió un Jardín para la suya. Toda una declaración de intenciones. Como también lo fue su decisión de recibir entre sus compañeros y amigos a esclavos y a mujeres. Algo que muchos contemporáneos suyos calificaron de revolucionario.
Hace ya muchos años –nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos-, cinco o seis amigos, decidimos darle a los domingos una oportunidad más allá de las resecas. Nos reuníamos en tertulia, en el Salón del Rey. Como humilde homenaje al Maestro, la llamamos El Huerto. Creíamos que un jardín nos quedaría demasiado grande. Un huerto estaba más cerca de nuestras capacidades e intenciones. Pasamos tardes cordiales e incluso conseguimos llevar a El huerto a alguna mujer.
Hace un tiempo decidí pasar de las palabras a los hechos. Y aunque es lugar común que del dicho al hecho hay un gran trecho, recorrerlo, casi siempre, merece la pena. Así que me dispuse a cultivar mi propio huerto y así transformar las palabras en tomates, lechugas, cebollas, calabazas y pimientos. Sin duda mucho más verdaderos que la mayoría de aquellas que, para nuestra desgracia, en muchas ocasiones son falsas, mercenarias o hueras. O más bien somos nosotros quienes las falseamos, las prostituimos y las vaciamos de verdad y de sentido.
Volvamos a Epicuro. Para él, ataraxia y autarquía, eran las condiciones básicas para que los hombres pudiéramos ser felices. Un huerto, cultivar un huerto, cumple sobradamente con ambas condiciones. Pues aleja las perturbaciones del ánimo –ataraxia– y nos permite, en cierto grado, ser autosuficientes, es decir, satisfacer nuestras necesidades –autarquía-.
Personalmente, nada me perturba más el ánimo que la vivencia del tiempo, a destiempo. Cuando se cultiva un huerto, junto a las verduras y hortalizas, se cultiva la virtud de la paciencia. Las zanahorias no conocen las prisas y no sólo eso, ignoran por completo las prisas que uno tenga. Ellas tienen su tiempo para germinar y crecer. Y, o acabas comprendiendo esta lección o nunca serás un buen hortelano. Ya lo dijo Salinas: no por correr a principios de octubre, se llega antes a la primavera.
Por lo que se refiere a la autarquía, qué añadir, cuando es algo que resulta evidente. Sin llevarlo al extremo, poder alimentarse de los frutos que la unión armoniosa del trabajo de nuestras propias manos y la generosidad de la tierra fértil pone en nuestra mesa, es una de las más gratificantes satisfacciones que conozco.
Y al contrario de lo que alguno pudiera pensar de que esta autarquía de la que estoy hablando entrañara el riesgo de conducirnos hacia el egoísmo, nada más alejado de la realidad, pues un huerto propicia los regalos, una de las expresiones más perfectas de la bonhomía. Lo compruebo en el brillar feliz de los ojos de mis amigos cada vez que me presento con una pequeña cesta llena de berzas, berenjenas y alcachofas (un brillo de igual intensidad al que me regalan cuando les traigo una docena de huevos de mis gallinas).
Quedan por contar muchas más alegrías que un huerto puede darnos. Pero os dejo que las descubráis por vosotros mismos.
Tal y como vamos, no me parece tan descabellado proponer a los gobiernos de este mundo nuestro que, en lugar de tanto proyecto urbanístico, de tanta ciudad fantasma e inhumana, consideren las ventajas de proporcionar a cada uno un pequeño terreno para cultivar huertos. No se necesita mucho.
Otro huerto es posible.
Salud