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Antología del cuento actual argentino: Gustavo Nielsen

 

Gustavito

 

                                                 El café de los micros

 

 

– Listen and repeat…

En el estéreo del Valiant, camino a Necochea, el caset de inglés pasaba más lentamente que en otras caseteras. Al menos así le parecía al nene. El Valiant era un auto grande y duro, durísimo, su padre siempre lo decía. “Con Walter, si quiero, empujo una montaña”. Walter era el nombre del auto. Su padre le había enseñado que había que ponerle nombre al pito y al auto. El nene se llamaba Marcos, el pito del nene era Beto; Marcos también tenía un caniche que se llamaba Felipe, pero lo había dejado en Buenos Aires. Alargó la mano para tocar la tecla del stop.

– Inglés o las tablas – dijo el padre.

– ¿Todo el viaje?

– Por lo menos hasta Ayacucho.

Iban por una ruta de provincia recién terminada de pavimentar. Sólo pasaba por allí una línea de micros y algunos autos. El padre la prefería porque así viajaba cómodamente. Walter, decía el padre, también parecía preferirla a la ruta dos, porque había menos choques. El único problema era que tenía una sola estación de servicio, en mitad del recorrido, y para llegar a destino Walter necesitaba exactamente dos tanques. Había que tomar la precaución de que cada vez que cargaba el tanque estuviera realmente lleno, al salir de la Capital y después. El padre no confiaba en el marcador de los surtidores y siempre pedía que lo hicieran chorrear. Hacían ese mismo viaje dos veces al mes.

– Dear Mum and Dad: My first day in England was OK.

El padre repitió la frase y miró por la ventanilla. Atardecía; una  niebla roja tiznaba todos los objetos dispersos por el campo.

– Hay que repetir. Si no, no sirve. Vamos…

– Diar mam an dad: Mai ferst dei in… -Marcos dudó.

– Ingland, Inglaterra…

– …Ingland… was okey.

– The train arrived on time and I went to the school.

– Prefiero las tablas.

El padre apagó el estéreo.

– Elegí una – dijo.

– La del dos.

– Una difícil.

– La del cuatro.

– Veamos la del nueve.

Todos los viajes eran iguales. Repetir, repetir, repetir. El padre le llamaba a esa actividad “aprovechar el tiempo”. La ruta como una banda corriendo por debajo de la luz de los faros y ellos dos solos, adentro de la cabina del Valiant, “aprovechando” las horas muertas.

– ¿Nueve por siete?

Marcos desenvolvió un caramelo. Apoyó el papel sobre el asiento. El caramelo era de limón. Se lo metió en la boca.

– ¿Sesenta y tres? – preguntó.

– Tiene que ser con más seguridad –dijo el padre. Agarró el papel y lo hizo un bollo:-  A Walter no le gusta. Para eso está la bolsa de la basura.

Marcos abrió la bolsa para tirar el bollo que el padre le daba.

– ¿Nueve por nueve?

A Marcos, la idea de que a Walter le gustara o no le gustara algo, de más chico hasta le había parecido graciosa. Su padre seguía repitiéndola como si estuviera convencido de que Walter fuera una persona de verdad, color verde brillante. El chiste ya no tenía ninguna gracia.

– Dije “nueve por nueve”.

En la última hora de la tarde, el encerado del capot parecía la brillantina de las figuritas “autos y tractores” que el padre le traía todos los viernes, cuando venía de trabajar.

– ¿Ochenta y uno?

El padre afirmó con la cabeza.

– Te tiene que salir automáticamente – agregó -. Veloz y seguro, como Walter.

Al decirlo, palmeaba el volante con las manos. Marcos pulsó la tecla de eject. El caset asomó del estéreo y la radio empezó a sonar. Marcos intentó buscar un programa de música en el dial, pero el padre volvió a empujar el caset hacia adentro.

– We had a coffee and talked about the course…

Bajó el volumen.

– Quería ver qué había – dijo Marcos.

– ¿Nueve por cinco? – dijo el padre.

Marcos bostezó.

– ¿Tan difícil es nueve por cinco?

– Cuarenta y tres – dijo Marcos.

El padre arrugó el puente de la nariz.

– ¿Cuarenta y cinco? – corrigió Marcos.

– Ah – dijo el padre -. ¡Cuarenta y tres! – se mordió el labio inferior -, ¡hasta Walter sabe que la tabla del cinco termina en cero o cinco! 

– Bueno, cortala.

– No puede ser…

– Ya no quiero repasar más las tablas.

– Como si las supieras…

– No importa.

El padre sacudió la cabeza.

– Mientras sigas cometiendo errores, te las voy a seguir  tomando. Hasta que las aprendas.

Marcos estaba por decir “no quiero aprender”, pero se calló. El padre insistió:

– Hay que aprovechar el tiempo de los viajes…

El caset llegó al final y comenzó a volver con el auto-reverse. Los dos lados, con el volumen a cero, eran iguales de mudos. Como el paisaje a un costado u otro de la ruta.

– ¿Siete por nueve?

– Qué sé yo…

– ¡Siete por nueve!

– Sesenta y… dos.

El caset estaba lleno de palabras raras como el campo lo estaba de alimañas.

– ¡Sesenta y dos! – gritó el padre -. ¿Me estás cargando?

– Ya… – dijo Marcos, desviando la mirada hacia afuera.

– ¿Nueve por siete es sesenta y tres y siete por nueve es sesenta y dos?  ¿No es igual, acaso?

– Sí.

– ¿Entonces?

– Sesenta y tres – se corrigió Marcos.

Al otro lado de la banquina había una vaca con su ternero. Estaba atada a un poste de alambrado. El ternero se acercaba a olerla y se alejaba un poco. Era todo lo que Marcos podía ver con la última luz de la tarde. “Es feliz porque nadie le toma las tablas”, pensó.

– ¿Y si comemos?

– Bueno.

Marcos buscó en la mochila los táper con la comida. Sacó dos vasos de telgopor y un termo de café.

– Con cuidado – dijo el padre.

– Sí.

Al padre no le gustaba detenerse en los viajes. En esa ruta desértica estaba justificado: no había donde parar, salvo en la única estación, a hacer pis y a cargar combustible. Cuando viajaban por la ruta dos había muchos lugares. En aquellos viajes, la madre siempre quería bajarse a tomar algo en algún lado o, como ella decía, a “estirar las piernas”. Marcos también, a comprar golosinas o alguna revista. Pero el padre era el que manejaba, y le gustaba viajar de un tirón. Por eso la madre había dejado de ir a Necochea.

– Armá los sánguches adentro de los táper, así no se caen las migas al piso.

Detenerse para comer en el medio de la nada no tenía sentido. Marcos podía armar los sandwiches con el auto en movimiento, porque era un buen acompañante. El padre siempre lo decía. Un buen acompañante tenía que darle charla al chofer y servir el café. Aunque lo que Marcos más quería era ser chofer.

– ¿Mayonesa?

– No. Tampoco le pongas al tuyo. Idea de tu madre, la mayonesa. A quién se le ocurre…

– A mí me gusta – dijo Marcos, pero no abrió el sachet. Se puso, eso sí,  doble feta de jamón.

El padre siempre le decía que no le iba a enseñar a manejar hasta que no aprendiera bien las tablas, y por lo menos los dos primeros casets del “Learning English” de los “Work in progress”. “Hasta el Curso Tres”, decía, “como mínimo”. Aprender a manejar había pasado a ser un problema de Marcos: cuanto antes se ocupara del inglés, antes recibiría la instrucción.

– Se ensucia Walter – dijo el padre.

Marcos envolvió el sandwich del padre en una servilleta, como él le había enseñado. Se lo pasó. El padre le dio un mordisco.

– Buen sánguche – dijo, mientras lo masticaba – ¿Siete por seis?

Marcos sirvió cafés hasta la mitad de los vasos.

– No cuando comemos – dijo. La frase era de su madre.

No cuando comemos… – repitió el padre, con sorna, como diciendo “conozco eso”.

Marcos volvió a tapar el termo y lo guardó adentro de la mochila. Bebió un sorbo de su vaso. Se quedó con el táper abierto sobre las rodillas. Había pan y fiambre para dos sandwiches más. El auto dio una patinada sobre un animal muerto, que hizo temblar el café en el vaso de Marcos.

– ¿Se volcó algo?

– No.

La ruta nueva estaba llena de animales muertos, más que la ruta dos, aunque por la dos pasaran más autos. Marcos pensaba que era porque la ruta estaba recién estrenada. Los animales se resistirían a probar otros caminos que los de siempre, entonces cruzaban la cinta de asfalto y muchos quedaban aplastados. Las madejas de tripas aparecían bajo las luces del Valiant como los monstruos de un tren fantasma. Ya no se veía otra cosa que eso.

– Walter odia pisar los animales muertos…

Marcos sabía que Walter era incapaz de odiar. Walter era un auto, por más que su padre lo acariciara y le hablara cuando lo lavaba. Se trataba de una metáfora, se lo había enseñado la maestra en el colegio, porque a Marcos le gustaba mucho leer y había visto algo como lo que su padre hacía con su auto en una novela de Salgari. El de la novela era un caballo, lo que justificaba más el cariño. Marcos también quería mucho a Felipe, su perro caniche. La maestra le había dicho que era algo llamado personificación. Pasaba cuando una persona idolatraba a un objeto o a un animal. Ahí fue cuando la maestra dijo la palabra metáfora. Marcos no la podía entender del todo. Una cerrada cortina de saltamontes vino a frenar su pensamiento y a reducir la velocidad del Valiant.

– Uau – gritó Marcos.

Los saltamontes se estrellaban contra el parabrisas con ruido de tallos quebrados. Duró varios segundos; luego reapareció la ruta. El padre accionó los limpiaparabrisas con agua jabonosa. Sobre el vidrio fue formándose una pasta. Tuvo que detener el Valiant al costado del camino, aunque faltaba muy poco para llegar a la estación de servicio. Sacó un trapo rejilla de la guantera.

– Cuando yo te avise, me echás agua apretando este botón.

– Bueno.

El padre se puso el pulóver y salió a la intemperie. La noche estaba fría como cualquier noche de agosto.

– Ahora.

Marcos apretó. El padre refregó el trapo por todo el parabrisas, limpiándolo meticulosamente.

– De nuevo.

– Va.

Marcos aprovechó para sacar el caset de inglés y cambiarlo por uno de Sui Generis. Lo dejó rodando sin volumen, como si fuera el anterior. El padre regresó a la cabina, le dio el trapo para que lo retornara a la guantera y le preguntó si había terminado de tomar el café.

– Me queda, pero está casi frío.

Marcos le mostró el vaso.

– ¿Y ya no lo vas a tomar?

– No.

– Dame.

Tiró lo que quedaba de café por la puerta abierta:

– Así no se te vuelca.

Cerró la puerta y volvió a arrancar. Marcos mordió su sandwich antes de que el padre volviera a la carga con las tablas de multiplicar. Iba a comérselo bien despacio. Adelante, a lo lejos, se veía una sola luz roja, muy pálida, como de una motoneta.

– Te juego a que es un rastrojero – dijo él -. Si gano, te tomo la tabla del siete completa, y la del ocho.

– ¿Y si gano yo?

– Oímos un caset.

– Pero no el de inglés.

– Palabra.

Marcos miró hacia delante. Las luces del Valiant, al acercarse, iluminaron una camioneta chata, con la suspensión vencida por la carga y el paragolpes atado con alambres. Una ruta desierta como ésa -sin indicaciones, servicios, ni policía caminera-, se prestaba a que la recorrieran vehículos destrozados. El Valiant, que en la ciudad era un cascajo, allí parecía un diamante en bruto. El padre no lo pasó, aunque bajó las luces.

– Gané – dijo.

El padre no había pasado al rastrojero porque se acercaba la entrada para la estación de servicio. Marcos guardó el sandwich y cerró el táper con fastidio. Vio cómo el rastrojero doblaba a la derecha por el camino de tierra que llevaba a la YPF. Un lejano cartel blanco y celeste iluminaba las tres letras. Debajo había un tinglado; debajo del tinglado, un par de surtidores y una casa rodante. El padre redujo la velocidad. A los lados del camino de tierra había grandes cunetas que parecían profundas. Dejó puestas solamente las luces de estacionamiento.

– ¿Y estos boludos?

Tocó bocina. El rastrojero se había detenido en mitad de la curva. En la caja llevaba una pila de rollos de alambre que parecía muy pesada. Marcos guardó el táper junto al termo. El padre apretó el centro del volante sostenidamente, para que el bocinazo fuera largo. La luz roja del rastrojero se apagó y se encendió la de la cabina. Había dos hombres: uno mayor con el pelo entrecano y otro como de cuarenta años, gordo. Marcos vio al hombre mayor maniobrar el espejo retrovisor para enfocar al Valiant. El padre hizo un guiño con las luces. Los hombres se bajaron.

– Mirá donde se van a quedar, la puta madre que los parió.

El padre aferró sus manos al volante. Los hombres llegaron hasta la parte trasera del rastrojero y contemplaron la escena con los brazos en jarra. Tenían overoles muy manchados de grasa. Miraban hacia abajo. Parecían decir “no hay más nada que hacer”. El padre insistió con la bocina, lo que provocó en el viejo un gesto desagradable, mezcla de sobresalto e indignación. Batió la mano en el aire helado de la noche como si espantara un moscardón. El rastrojero se había quedado tan en el medio que no había lugar posible para que el Valiant pudiera pasar. El padre bajó la ventanilla. El hombre más joven se acercó a hablar con él.

– Buenas noches.

El padre asintió.

– ¿No nos daría una manito?

– ¿Qué pasa?

– Se nos quedó.

– Fijate si da la altura de paragolpe.

– Cómo no va a dar, claro.

– Fijate, te digo. No quiero tener un problema.

El hombre hizo un chasquido con la boca. Le faltaban dientes y tenía una barba de varios días.

– A ver si lo engancho mal y me tiran el alambre encima.

– Es un tonel y está vacío – dijo el hombre -. Si quiere lo bajamos.

– Mejor – dijo el padre.

El hombre volvió hasta donde estaba el viejo y le dijo algo. El viejo negó rotundamente con la cabeza. Su barba llevaba meses de crecer sin cuidados; la tenía blanca como el pelo. Parecía decir “si nos quiere ayudar, bien; si no, que espere”.

– Viejo choto – dijo el padre.

El hombre joven intentó mover solo el tonel, sin resultado. Después se apartó a rascarse la panza. Marcos pensó que aquel viejo enclenque no hubiera podido ayudarlo mucho. No era algo fácil de hacer. El hombre joven regresó hasta la ventanilla del Valiant.

– Si me da una manito… – repitió, señalando hacia el tonel.

El padre no tenía intención de bajarse. La salida de la estación de servicio quedaba cuatrocientos metros más adelante, a lo sumo medio kilómetro. Podía ir hasta allí y entrar a contramano por el camino, aprovechando que la ruta estaba desierta. Hasta iba a tener que despertar al empleado, como todas las veces. Nadie que quisiera entrar a cargar nafta iba a poder hacerlo mientras ese rastrojero taponara el camino. Razonó todo eso mientras le miraba la cara al hombre joven. Tenía una cicatriz que le salía del pelo y le dividía la mejilla derecha en un vacío de la barba. El padre no iba a ayudar a ese extraño con la cara cortada, era así de simple. No quería hacerlo. Para él, esos dos hombres de mameluco le estaban arruinando el viaje. Eran el obstáculo entre Walter y Necochea.

– No me voy a bajar – dijo.

El hombre parpadeó. Miró hacia el viejo, que no se había movido y seguía con los brazos en jarra. Contemplaba su rastrojero como si se tratara de un familiar muerto.

– Ué – dijo el hombre, separando su cuerpo de la puerta del Valiant. El padre comenzó a subir la ventanilla. Antes de que lograra cerrarla, lo oyó insistir:

– Si nos da un empujoncito, enseguidita llegamos, vea – señaló hacia la estación.

– El tonel pesa mucho – dijo el padre.

– Es liviano… El viejo no ayuda porque tiene una hernia de disco, pero entre yo y usté lo levantamos enseguidita…

El padre cabeceó. Marcos sabía que no se iba a bajar.

– ¿Y hasta donde los empujo?

– Hasta el surtidor.

El hombre volvió a chasquear la lengua. Tenía los ojos negros como dos carbones. El padre terminó de levantar el vidrio de la ventanilla y arrancó. El hombre se adelantó y le hizo indicaciones con la mano. Mientras le hacía señas de que siguiera acercándose, el viejo hizo un gesto para que fuera más despacio. Era el mismo gesto desagradable de antes, el de apartar al moscón, pero más exagerado.

– No se lo vayamos a rayar – pensó el padre en voz alta.

Marcos reconoció en la voz de su padre algo que le gustaba aún menos que la tortura de las tablas. Era el tono sobrador que anunciaba un acto de violencia. El viejo gritó “basta, es tarado, o qué”, agarrándose la barba con las manos, para que el padre frenara de una vez. Después hizo lo que no había que hacer: pegarle al Valiant. Dos veces, sobre el guardabarros, como para hacerle sentir que, o detenía la marcha, o él se ocuparía de cascar a Walter en persona. El padre y Marcos oyeron clarito el insulto, y vieron y oyeron esos golpes.

– Puta que te parió.

 A Marcos se le erizó la piel. Vio que el hombre joven trataba de sonreír, para disimular. El rastrojero era un pedazo de hierro oxidado con ruedas. “Chatarra”, dijo el padre, apretando los dientes. Como el barril que llevaban en la caja, que a primera vista les había parecido una pila oxidada de rollos de alambre.

Las puertas del rastrojero estaban abiertas. El hombre le había indicado al viejo para que se subiera a maniobrar, cuando el padre encendió las luces largas. Marcos oyó repetir la palabra “chatarra” antes de sentir el temblequeo del Valiant comenzando a hacer fuerza. El viejo y el hombre joven corrieron hasta la cabina, pero el padre no los dejo llegar. Pisó hondo el acelerador; el rastrojero carreteó a la deriva, sin doblar. El fin del traqueteo hizo resbalar a Marcos del asiento. El rastrojero se desprendió de un tirón de la frenada del Valiant, justo al final del recodo. Fue a parar de punta a la cuneta. El tonel se estrelló contra el vidrio de atrás. Dos ruedas quedaron girando en el aire, a la altura de la cintura de los hombres.

Ellos se pararon en seco. El padre arrancó otra vez y les hizo los cuernos. El viejo alcanzó a reaccionar y tiró una trompada sobre el baúl del Valiant, que no alcanzó a dar en el blanco.

Marcos se quitó el cinturón de seguridad, en el que había quedado mal agarrado, y se arrodilló sobre el asiento para mirar hacia atrás. El Valiant aceleró para llegar rápido a la estación. Los hombres tenían los puños en alto; el rastrojero, desde esa distancia, parecía el tronco de un árbol inclinado al que alguien iluminaba desde las raíces. Marcos vio al hombre gordo meterse por la puerta, hasta que la luz se extinguió.

El padre rió nerviosamente. Estacionó el Valiant al lado de un surtidor de nafta especial y tocó dos largas bocinas. En la casa rodante se encendió un foco amarillo. El hombre tardó varios minutos en salir. Tenía lagañas en los ojos y cara de dormido. Enganchado a la casa había un De Soto oscuro y sucio.

– ¿Anda? – preguntó el padre, mientras se bajaba.

– Sí.

– ¿De qué año es?

– Del treinta y seis. Lo tendría que afinar, pero me cumple.

El empleado sacó el surtidor de la máquina. El padre le quitó la tapa al tanque del Valiant. El empleado acomodó el surtidor en el agujero y, mientras llenaba, le preguntó si había cruzado mucha niebla.

– Poca.

– ¿Viene de la Capital?

– Sí.

Los números del surtidor habían empezado a pasar, cuando los tres oyeron el bocinazo. Era como una alarma fija y constante, que venía desde la oscuridad. Marcos volvió a arrodillarse en el asiento. Aquellos hombres habrían trabado la bocina del rastrojero. El empleado se puso una mano sobre la frente para concentrar la vista en la dirección del ruido.

– ¿Qué hay? – preguntó.

El padre no le respondió; apenas si cabeceó y se puso a buscar en los bolsillos de su pantalón. Sacó la billetera. El empleado, que llevaba un overol muy parecido al de los hombres, pero limpio, supo que algo malo estaba sucediendo en la entrada a su estación. El padre miró los números en el surtidor como si intentara calcular una cantidad. Abrió la billetera. Todos sus movimientos no consiguieron distraer al empleado, que se había quedado tieso como un roble, con la cara endurecida y la mano de visera.

Entonces volvió a encenderse la luz. Un extraño plegado de chapa y arbustos quedó repentinamente iluminado por aquel resplandor fantasmal. “Tal vez se esté quemando”, pensó Marcos, con horror. Era muy difícil saber qué estaba pasando, más aún distinguir entre aquellos reflejos y sombras, la silueta de un rastrojero hundido. Él, porque sabía. El empleado apagó el surtidor. El padre sacó un billete de diez. No habían entrado ni doce litros.

– Lo quiero lleno – lo apuró.  – ¿Qué pasa?

– Eso mismo me pregunto yo – dijo el empleado.

Regresó el surtidor a la máquina y le puso traba. La bocina se cortó un instante, como esperando que el padre pudiera explicar algo. El silencio duró casi un minuto. El padre abrió la boca y la cerró.

– Unos idiotas… – intentó empezar a explicar, antes de que la bocina volviera a hacerse oír.

El resplandor que salía desde la puerta abierta de la casa rodante se proyectaba en un rectángulo sobre el piso de tierra. El empleado se encaminó en esa dirección. El padre no supo bien qué hacer, hasta que lo vio salir con una escopeta de dos caños y un reflector. Atinó a guardar la billetera y abrir la puerta del Valiant. Miró hacia adentro: los ojos de Marcos estaban llenos de brillos, como los de un animal acorralado.

El empleado apuntó con el reflector buscando el accidente. Marcos fue el primero que vio venir al hombre joven y al viejo de barba, que corrían armados con un matafuegos. El haz del reflector les dio de lleno. El padre arrancó, hizo el cambio y apretó el acelerador. Los caños de la escopeta del empleado continuaron apuntando hacia el piso.

A los pocos minutos estaban otra vez en la ruta. Cuando no vio más que la luna, Marcos se acomodó nuevamente en el asiento para abrocharse el cinturón de seguridad. El padre hizo lo mismo. Viajaron sin hablar durante los siguientes doce kilómetros. El padre intentó poner la radio, que se apagaba sola. La golpeó y se encendió el caset de Sui Generis. Entonces arrancó el estéreo de un tirón y lo arrojó sobre el asiento de atrás, con un enérgico movimiento de la mano. Estaba enojado. Las luces del Valiant cortaban la ruta en pedazos que hubieran parecido siempre el mismo, si no fuera por los animales aplastados.

– Dame café.

Cuises, víboras, gatos, ratas, zorrinos. Tripas y charcos; a veces algunas plumas, pocas. A las plumas enseguida se las llevaba el viento. Marcos sacó el termo de la mochila. El padre todavía tenía el billete en la mano, arrugado contra el volante. Cuando se dio cuenta se lo metió en el bolsillo como si le diera vergüenza. Empezó a decir:

– Antes de comprar a Walter, viajaba en micro…

Marcos le pasó el vaso de telgopor cargado hasta la mitad.

– Era cuando estudiaba; los abuelos vivían. El viaje en los micros es agotador – siguió él -. Son diez horas, a veces más. Te dan dos alfajores; siempre hay café o jugo de naranja.

Marcos tapó el termo. El padre se tomó el café de un tirón y pidió que le sirviera otro.

– Es un remedio para el frío – dijo -. Yo siempre me comía los dos alfajores al salir, nomás, y enseguida iba por café. Me encantaba el café dulce de los micros.

– ¿Le agrego más azúcar? – preguntó Marcos.

– No.

Marcos le pasó el vaso. El padre siguió hablando.

–  Ya me acostumbré así. Nunca logré que tu madre le pusiera suficiente azúcar. Lo único, está un poco frío.

– Mamá lo toma amargo.

– Ella es amarga – dijo él.

Marcos no dijo nada.

– Siempre pensé que ese café tan azucarado de los micros me ayudaba a viajar…

Le devolvió el vaso, que Marcos secó con una servilleta de papel y guardó prolijamente en la mochila. Tiró la servilleta sucia en la bolsa de los residuos.

– Una vez tomé veinte. El único inconveniente era que siempre necesitaba comer algo adicional, para que no me diera acidez. Entonces le pedía otro alfajor al inspector. Algunos inspectores eran de Necochea, a esos los conocía y siempre me daban; el problema era cuando tocaban porteños. ¡Andá a sacarles un alfajor de más con la tonadita de provincia! 

Marcos forzó una mueca que simulaba una sonrisa.

– Pero yo no iba a llegar a Necochea con acidez, porque me retaba mamá, tu abuela. ¿Te acordás de tu abuela?

Marcos negó con la cabeza.

– Eras chico, claro… – Y agregó: – Tampoco me iba a quedar sin esos cafés.

El padre miró hacia atrás por el espejo retrovisor. Marcos volteó la cabeza, pero no vio nada.

– Si el inspector no me daba, yo buscaba entre los que dormían, en el camino hasta mi asiento. Siempre había un descuidado al que robarle el alfajor. Una vieja, o así. Y me comía uno más, o dos. Hasta tres y cuatro, llegué a comer. Tenía el estómago joven; hoy si hago eso, termino vomitando.

Volvió a mirar hacia atrás de reojo, por el espejo, y hacia el tablero. Marcos quedó pendiente de esa última mirada. La aguja del marcador de combustible empezaba a ingresar en el sector rojo.

– Walter no nos va a dejar, no te preocupes – se mordió el labio -. Y sobre aquellos días, bueno, qué más puedo decirte… Te conté eso no para que lo hagas, sino para que sepas que se puede aprender que no hay que robar ni insultar a la gente que te está ayudando, o que te lleva… ¿Entendés?

Marcos no lo había entendido, pero igual asintió.

– En la vida, todo es aprendizaje. Por eso hay que saber las tablas, o inglés. Hoy no robaría alfajores, porque ya lo aprendí, ni insultaría a alguien que me está sacando de un problema, porque la vida ya me lo enseñó… ¿Eh?

Marcos asintió nuevamente. El padre se aclaró la garganta.

– Pero no toda la gente aprendió lo suficiente, aunque sean viejos. Por eso a veces hay que darles una lección… – El padre se quedó un instante callado, escuchando cómo sonaban sus palabras -. Nunca lo olvides: en la vida, aprender es igual a crecer… ¿Quedó para un sánguche?

– Sí.

Marcos preparó los dos sandwiches que quedaban, esta vez con mayonesa. No lo hizo de rebelde, sino porque no se dio cuenta. El padre lo miró, aunque no dijo nada.

Tres kilómetros antes del cruce a Ayacucho, el Valiant comenzó a ratear.

– Vamos, vamos…

Marcos mordió su sandwich. El auto se detuvo unos metros después. El padre alcanzó a desviarlo hacia la banquina.

– Carajo – dijo.

Marcos lo miró como preguntándole qué iba a pasar. El padre le pidió más café.

– El último que queda – dijo Marcos.

– Entonces tomalo vos.

– No quiero.

– Bueno, dame.

Terminaron sus bocados sin mirarse. Cada tanto, el padre daba vuelta la cabeza hacia atrás.

– Puede ser que venga un micro – dijo.

– No pasamos ninguno.

– Es cierto. Pero es probable que no hubieran salido. Voy a poner las balizas.

El padre encendió las luces de posición, se frotó las manos una contra otra y salió. Abrió el baúl. Buscó el triángulo fosforescente, lo armó y se alejó unos treinta pasos para colocarlo junto a la línea de asfalto. Regresó al auto con las manos en los bolsillos.

– Ya sé lo que vamos a hacer – dijo, ni bien entró.

Estaba muy contento con su idea. Marcos esperó a que la dijera, sin hablar.

– Papá se va a ir a buscar nafta más adelante.

– Voy con vos.

– No.

El padre carraspeó.

– Papá va y vuelve – dijo -. Faltan tres kilómetros para la rotonda. Papá va a correr hasta allí. Por la otra ruta pasan más coches. Al primer coche o micro que pare le voy a pedir que me lleve hasta la estación de servicio que quede más cerca. Después busco un taxi o un micro para volver con el bidón lleno. No va a ser más de una hora y media. A lo sumo, dos. Ponés tu caset y enseguida se te pasa el tiempo.

– No.

El padre recogió el estéreo del asiento de atrás; conectó los cables y lo deslizó en la bandeja. Puso el volumen alto. Sui Generis. Marcos tocó la tecla del stop.

– Te acompaño.

– No – repitió el padre -. Necesito ir rápido, y con vos no podría.

Marcos miró hacia delante, hacia el frío de la noche.

– Además, te podés resfriar. Acá estás calentito, con la calefacción, la música y los caramelos. O dormí. ¿Eh?

Marcos no contestó.

– No va a pasar nada. Con los seguros puestos, este auto es una caja fuerte – palmeó el volante con las manos -. Walter te va a cuidar.

Sonrió. Salió. Marcos lo vio correr. Para cuando quiso gritar, su padre había desaparecido en la oscuridad.

El cuerpo le temblaba sin parar. Sacó una frazada del asiento de atrás. Volvió a encender el estéreo. Ni las canciones podían distraerlo. De los pastizales, a ambos lados de la ruta, siempre estaba a punto de salir algo. “Un monstruo”, pensó. Walter no iba a defenderlo de un monstruo, ni de nada. Walter era una máquina tonta que él algún día podría dominar, pero todavía no, porque nadie le había enseñado. Porque le faltaba saber algunas tablas, y un par de lecciones de inglés.

Y aunque él supiera manejar, Walter no tenía combustible. Era imposible que diera un solo paso. Marcos pensó en hacer un solo paso y le dieron ganas de hacer pis. No iba a bajarse en una noche tan cerrada. Las víboras que aparecían muertas en la ruta, en algún momento habían estado vivas. Y habían salido de allí, de esos arbustos pasando las banquinas. Lo mismo para las ratas, las comadrejas, los zorrinos. Iba a aguantarse. ¿Cuánto tiempo había pasado? Desenvolvió dos caramelos y se los metió juntos en la boca. Ocho minutos. Menta y chocolate.

Bajó la ventanilla. Un frío cortante le endureció las mejillas. Había olor a yerba mojada. Se bajó la bragueta y se acomodó para orinar desde allí. El chorro de pis no tocó la chapa, pero las últimas gotas se deslizaron sobre el verde metalizado. Marcos buscó el trapo en la guantera. Las gotas siguieron cayendo hacia abajo, hasta mojar la manija y más allá en lugares a los que no pudo llegar asomándose por la ventanilla.

Subió el vidrio otra vez. Hizo dos bollos con los papeles de los caramelos. Pensó en tirarlos a la bolsa de los desperdicios, pero los volvió a desplegar y los alisó sobre el asiento del conductor. Puso al máximo el volumen y cantó encima, a los gritos. “Rasguña las piedras hasta el fin”. Aplaudió para darse coraje, abrió la puerta y salió al exterior.

Por debajo de la manija, el hilo de pis se descomponía en tres ramales que llegaban hasta el borde inferior del marco. Deslizó el trapo varias veces, de abajo hacia arriba. Estaba atento a lo que pudiera pasar. Después vació el final del termo, el fondito que siempre quedaba. La noche estaba repleta de insectos. El croar de las ranas -¿o serían murciélagos?- le daba al ambiente un aire a película de misterio. Marcos se dijo que aquellos animales del campo le tendrían más miedo a él de lo que él les tenía a ellos. Para eso era un hombre. Pequeño, pero hombre al fin.

Miró la ruta, primero hacia delante y luego hacia atrás. Dos puntos brillantes aparecieron desde la lejana oscuridad del trayecto recorrido. Venían hacia él. Los puntos fueron tomando la forma de dos faroles. Marcos pensó en hacerle señas al conductor para avisarle que más adelante recogiera a su padre, que a esta altura estaría exhausto. Pero un escalofrío parecido a un mal presentimiento le temperó la espalda y lo hizo subir al Valiant. Puso las trabas. No, no era el rastrojero. Era otro auto, más grande. Se dio cuenta cuando casi lo tenía encima. Apagó el estéreo. El auto se parecía levemente a un bull dog. Era el De Soto negro de la estación.

Marcos se agachó y lo oyó pasar con un bramido. Después levantó apenas la cabeza, escondiéndose detrás del volante. Por debajo de la patilla derecha del limpiaparabrisas, el De Soto buscaba estacionarse en la banquina.

Adentro iban dos personas mayores. Marcos las distinguió en cuanto se bajaron. Uno era el hombre gordo, llevaba un matafuegos en la mano. El otro era el encargado de la estación: traía la escopeta con la que había salido de la casa rodante. Dejaron al De Soto con las luces de posición encendidas. Comenzaron a caminar en dirección al Valiant.

Marcos quitó las llaves, se tapó con la frazada y se escurrió hasta el piso. Tenía una de las puntas del género en la boca, para evitar que el castañeteo de los dientes lo delatara. Mordió.

– ¿Es, no? – dijo uno de los dos hombres.

– La patente es – gritó el otro, desde atrás.

– Porteño de mierda.

El impacto del matafuegos sobre el parabrisas lo quebró con una explosión, pero no alcanzó a deshacer el rompecabezas en el que había quedado convertido. Tuvieron que dar dos o tres golpes más. El encargado pegaba con la culata de la escopeta: Marcos la vio entrar a través de la ventanilla del conductor. Los asientos se cubrieron de una capa irregular de vidrio grueso; la frazada temblequeante los había recibido como una lluvia de granizo. Marcos agarró uno que tenía enredado en el pelo y lo apretó en la mano, sin llegar a cortarse. Los bordes del vidrio eran romos.

Los golpes sonaron sobre el techo, el capot, los faros, los espejos. El matafuegos hundiéndose en la cabina fue lo que más miedo provocó en Marcos: cayó la lamparita central y se desprendió parte del cielo raso vinílico, como una cortina sobre el asiento trasero. Marcos dejó de apretar el pedacito de vidrio cuando los hombres dejaron de golpear. Se quedó un instante esperando, con la cabeza tapada.

– Hay cosas – escuchó que decían.

Oyó la puerta y un forcejeo. Corrió unos milímetros la manta, para ver. El hombre de la cicatriz en la cara estaba arrancando el estéreo y sostenía con el otro brazo dos matafuegos, el que había traído y el del Valiant, y la mochila con el termo. Cuando estaba por salir, Marcos lo vio recoger uno de los papeles del caramelo. El empleado de la estación le quitó los objetos pesados de las manos. El hombre de la cicatriz estudió el papel y, por una vez, miró. Marcos se tapó con el pedazo de frazada corrida. Estaba, otra vez, a ciegas.  El miedo le hacía ruido en los huesos. ¿Qué podían hacerle aquellos hombres? Marcos sintió ruido a vidrios sobre su cabeza, y sintió que la frazada se ponía más pesada, se movía. La mano del hombre de la cicatriz había barrido una andanada de cristales hacia el piso, hacia el paquete oculto debajo de la frazada. Hacia Marcos, que cruzó los dedos.

– Vamos, que vienen – dijo el empleado.

A sus palabras se superpuso el sonido de una larga bocina y el portazo que sobresaltó a Marcos. En el movimiento del susto, la frazada se le había corrido. El sudor lo bañaba desde los pelos hasta la punta de los pies. Supo que tenía la oreja afuera por el frío que le mojaba la patilla, el lóbulo. Le habían dado ganas de toser y se aguantó lo más que pudo. Tenía los párpados apretados como las cruces de los dedos.

Para cuando tosió, ya no había nadie. Levantó la cabeza sobre la trinchera irregular del parabrisas despedazado. Un micro se perdía adelante, con sus luces navideñas, en el camino hacia Necochea. Los ojos traseros del De Soto ingresaron tibiamente a la ruta, como absorbidos por la velocidad del micro. Uno de los limpiaparabrisas se doblaba sobre el capot del Valiant; al otro lo habían retorcido. Marcos soltó el aire.

El auto era la imagen misma de la destrucción; con abollones en la chapa del techo y sin vidrios. El viento fabricó una escarcha sobre el sudor en la piel de los cachetes de Marcos, que se tocó la frente porque le pareció que tenía fiebre. Barrió con sus manos los pedazos de vidrio que aún había sobre el asiento. Había planchas enteras, que revoleó por el agujero de adelante. Sacudió la frazada. Los dientes le castañeteaban. Se envolvió. Sólo le habían quedado afuera los ojos, la frente, el pelo y la punta de las orejas. Iba a quedarse vigilando hasta que su padre volviera.

Una idea se le cruzó por la cabeza como una flecha envenenada. Esos tipos habían ido a buscar a su padre. No cabía duda, si no hubieran salido conduciendo en dirección a la estación de servicio. ¿Qué le harían si lo cruzaban en mitad de la ruta? El pensamiento lo llenó de pánico. ¿Cuántas horas habían pasado: tres, cuatro? El reloj del tablero estaba partido; las agujas colgaban como hilos. El indicador de combustible también estaba partido.

Lentamente, se puso a llorar. Ya no le daban miedo las cosas de la ruta, la noche, el frío, su propia fiebre; tenía miedo de no poder juntarse con su padre. No le hubiera importado que todo Walter estuviera partido. ¿Nueve por nueve? Ochenta y uno. Listen and repeat. Ochenta y uno. Ochenta y uno, ochenta y uno. Miles de millones de ochenta y unos apilándose sin cesar, en vano, para encajar en un recuerdo mezclado con mosquitos, con pastos y hojas que el viento de la noche iba comenzando a depositar adentro de esa cabina inútil. Puso la llave en el contacto. Ya no importaba que el auto tuviera o no tuviera nafta, que él supiera o no supiera conducir. Una cabina con un acompañante y sin chofer era, definitivamente, algo vacío. Y el campo estaba dispuesto a apropiarse de todos los vacíos, despacio, con el tiempo eterno de los usurpadores. Marcos recogió uno de los papeles de caramelo y se lo metió en el bolsillo. 

A la media hora vio venir un micro desde Necochea. Lo observó detenerse y abrir la puerta con ruido a sifonazo. Vio que el chofer lo saludaba con una mano en alto y cara de contento. Lo vio partir. Sobre la banquina de enfrente había quedado el padre. Traía un bidón pesado, colgándole del brazo derecho.

Lo vio caminar hacia el auto con el paso aturdido, como intentando comprender lo que había pasado en su ausencia. Tenía la cara de cuando Marcos contestaba mal el resultado de una multiplicación matemática, cuando decía ochenta y dos en lugar de ochenta y uno. Pero Marcos ya tenía preparadas, fijadas casi, las próximas operaciones de las tablas para que aquella cara no se repitiera, para conseguir que ésa fuera la última cara de disgusto que su padre pusiera en su vida. Marcos pensó eso, pero no se movió. Practiqué, papá.  Vas a ver.

El padre metió la mano por el hueco de la ventanilla, sacó la llave del contacto y fue a echarle nafta al tanque. Marcos se lo imaginó contemplando los bollones del techo, tocando la baulera estropeada o siguiendo con el dedo el borde roto de la luneta trasera, así como él había estudiado un vidriecito, un solo vidriecito en lo que iba de la noche. Todo el resto del tiempo estudié la tabla del nueve, papá. Intentó mirar hacia atrás por el espejo retrovisor, pero los pedazos partidos habían quedado apuntando hacia cualquier parte y fueron incapaces de reflejar lo que pasaba. Para la nueva forma del espejo era como si atrás no hubiera nadie, como si nadie se hubiera bajado de aquel micro con un bidón de nafta. Marcos no dio vuelta la cabeza. Oyó cómo el bidón vacío caía sobre el asiento trasero; oyó el enroscado de la tapa en la boca del tanque. Después vio a su padre abrir la puerta y ayudarse con la billetera a manera de pala para arrastrar los vidrios de su asiento. Lo vio subir, cerrar, hacer contacto. Decirle:

– ¿Tenés frío?

Marcos afirmó sin hablar. El padre se quitó el pulóver y pasó la cabeza de Marcos por el agujero, como si fuera un poncho. Después le ajustó el cinturón de seguridad y se puso el de él. Aceleró varias veces en el lugar, sin soltar el embrague. Giró el volante hacia la ruta y el Valiant trepó lentamente el cordón que lo separaba de la banquina. Una de las luces, la derecha, había encendido.

– ¿Y vos no vas a tener frío? –preguntó Marcos, con la voz llena de angustia.

– No –dijo el padre-. En el micro tomé muchos cafés.

El viento helado de la velocidad clavaba sus agujas sobre las dos cabezas. Marcos cerró los ojos para que los insectos no se le metieran; el padre se puso los anteojos.

– Diecisiete cafés y ocho alfajores –dijo-. Te traje dos; tomá.

Marcos sintió el paquete y apretó muy fuerte las rodillas, una contra la otra, para que no se le cayera. El leve peso de los alfajores era una caricia sobre sus piernas flacas.

 Páginas de espuma

 

Gustavo Nielsen nació en Buenos Aires, Argentina, en 1962. Es escritor y arquitecto.

Con sus obras literarias ha ganado la Primera Bienal de Arte Joven, el Premio Municipal de Literatura y el XII Premio de Novela Clarín Alfaguara 2010, entre otros galardones. También acaba de ser finalista del prestigioso Premio Ribera del Duero de Narrativa Breve (2013). Ha publicado las novelas «La flor azteca», «El amor enfermo», «Auschwitz», «El corazón de Doli» y «La otra playa». Asimismo, es autor de los libros de cuentos «Playa quemada», «Marvin», «Adiós, Bob» y «La fe ciega.»

Como arquitecto, es socio del colectivo Galoponestudio, con el que colabora en diferentes proyectos de diseño y obra.

Dirige dos blogs personales, www.milanesaconpapas.blogspot.com y www.mandarinasdulces.blogspot.com

El cuento «El café de los micros» pertenece al libro La fe ciega, publicado por la editorial Páginas de Espuma. 

 

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