Por el país del frío, de Jàchym Topol
Por Layla Martínez.
El país del frío está lleno de búnkeres. De sótanos oscuros en los que contar los botones de los abrigos de aquellos a los que hemos empujado a una fosa común mientras aún suplicaban por su vida. Los casquillos que sirvieron para ejecutarlos. El país del frío es un país repleto de casquillos. Los casquillos abarrotan los sótanos de las comisarías, de los ministerios, de los hospitales que en realidad escondían salas de tortura. Exactamente cuatro millones de casquillos, uno por cada uno de los bielorrusos asesinados durante la ocupación nazi. Casi la mitad de la población, que no llegaba a los diez millones de habitantes. Durante cuatro años, Bielorrusia sufrió la ocupación de Alemania, que usó ese territorio como golpe de apertura para la operación que pretendía conquistar y asegurar el frente oriental. Cuatro años de la peor represión posible. De asesinatos, ejecuciones y matanzas. De salas de tortura salpicadas por la sangre. De fosas comunes repletas de cadáveres. De canibalismo.
Después, cuatro décadas de control por parte de la URSS, que emprendió una política de sovietización. De limpieza de la lengua y la cultura Bielorrusia. El pueblo bielorruso debía ser purgado, y todas las purgas exigen fosas comunes. La que se encontró en las afueras de Minsk contenía doscientos cincuenta mil cadáveres. Doscientas cincuenta mil víctimas ejecutadas por el gobierno soviético. Un millón de botones de abrigo recogidos y reutilizados en la industria textil. Cientos de miles de personas abrochando los botones de los muertos.
El protagonista de Por el país del frío conoce bien esos botones, los que se encuentran tirados en las fosas comunes, mucho tiempo después de que la ropa que los sujetaba haya sido devorada por los insectos y la humedad. A veces, los dientes y las uñas también aparecen entre la tierra. También el pelo. El protagonista de la novela recogió durante años todos esos restos y los guardó en casa del tío Lebo, un superviviente de la guerra nacido en la ciudad de Terezin, en la República Checa, que durante el conflicto había servido como campo de concentración y exterminio de judíos. Las autoridades checas deciden enterrar el horror, derribar la ciudad piedra a piedra para que nada de aquello pueda ser recordado. Pero sus habitantes se resisten a olvidar, y deciden conservar la ciudad tal y como está. Con los barracones y los búnkeres. Con las fosas comunes. Una enorme y laberíntica casa del terror. Un museo del horror. El éxito de la iniciativa hará que el protagonista sea llevado a Bielorrusia, donde un grupo de opositores al Gobierno quiere reproducir el proyecto de Terezin. Inaugurar su propio museo del horror. Para ello es necesario conservarlo todo, incluso a los antiguos testigos de la matanza. Aunque eso requiera embalsamarlos y conectarlos a la corriente eléctrica para que repitan una y otra vez lo que vieron.
Por el país del frío es un paseo por el horror que es capaz de desplegar el ser humano, pero también una profunda reflexión en torno a la memoria. Topol no da respuestas, solo plantea las preguntas. Preguntas sobre si el horror debe ser o no conservado, sobre las consecuencias de hacerlo, sobre la mercantilización de la tragedia, sobre la imposición de una memoria oficial por parte del Estado. Es a nosotros a quienes nos toca responderlas, si es que somos capaces de deshacer los nudos que deja la novela en el estómago. Nudos que contribuye a crear la prosa del autor, dura y cortante y extraña, pero a la vez tremendamente eficaz e inteligente. Topol consigue sumergirnos en los sótanos oscuros, obligarnos a sentir la humedad que se desprende de las paredes, el desasosiego de no poder controlar los acontecimientos, el deslumbramiento del que ha visto el horror y ha vivido para contarlo. Un libro brillante, de esos que te entran en los pulmones y acaban con todas tus certezas. Y eso, al fin y al cabo, es para lo que sirve la literatura.
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Por el país del frío,
Jàchym Topol
Lengua de Trapo, 2013
290 pp, 18,72€