CríticasPoesía

El tiempo menos solo

 

El tiempo de Abraham okEl tiempo menos solo

Abraham Gragera

 

Pre-Textos, 2012.

 

Por Jorge Díaz Martínez

 

La primera consecuencia de la reciente publicación de El tiempo menos solo, de Abraham Gragera, es que su anterior entrega, Adiós a la época de los grandes caracteres, ha pasado de pronto a convertirse casi en un poemario de juventud –aunque de una juventud que muchos envidiarían. Pues a pesar de que este nuevo título viene a confirmar las altas expectativas levantadas por su primera publicación, y a pesar de que reconocemos también su tono personal, ahora Gragera parece haber querido llevarse la contraria entregando una obra que recuerda la aspiración a la gran poesía, a la construcción de un discurso de profundas raíces en la historia, en la poiesis. La tradición grecolatina, la judeocristiana, los lugares comunes de la antigua literatura castellana, junto a la literatura moderna y la disposición elocutiva –tan escéptica, tan irónica y fragmentada- de un sujeto posmoderno vienen a fraguar este intento –a mi parecer, logrado- de forjar un discurso equidistante de aquellos puntos eliotianos de referencia, lo temporal y lo intemporal, que constituyen una tradición. Esto solo es posible gracias a que el autor ha decidido escribir su poemario pensando en un lector que se parece mucho a él; un ejercicio de honestidad y riesgo -dado que pocos lectores compartirán sus claves- que no podemos sino agradecer.

 

La lectura se abre con una anónima dedicatoria, seguida de una cita de Tagore que recuerda a aquella otra famosa de Pessoa (“tengo en mí todos los sueños del mundo”) pero con un matiz “cuántico”: el de la simultaneidad de lo no-acaecido (“yo llevo en mi mundo en flor los mundos todos que fracasaron”) para a continuación ofrecer un primer verso que nos sitúa ya ante el tono general de este libreto: una épica irónica, carente de todo epós heroico, una textura de continuos sentidos solapados y contrapuestos donde la focalización hacia el origen se realiza con el ánimo revisionista de quien desde la incredulidad más afilada pone en cuestión incluso el soporte mismo (y mítico) de la creación –en el principio era el Verbo– y de la poesía: “Pero también perdimos la palabra”. Así pues, nada más paradójico que cuestionar el propio género poético desde un poema, y no es otro el ejercicio que Gragera realiza a lo largo de estas páginas, empezando por este “Los años mudos” en el que quizá podríamos leer también una crítica velada a algunas prácticas concretas: “Me pregunto por qué pasó de largo la poesía/ frente a nuestros intentos de adquirir dominio público, y nos dejó de este modo, imaginando/ con tanta imprecisión tragedias generalmente aceptadas, por los que sufren y por los que persiguen/ transformar sus asuntos en ejemplos.”

 

Este mirar de reojo hacia adelante y atrás al mismo tiempo (“Porque en nuestro futuro no hay memoria/ y somos el futuro de todo lo que está a nuestras espaldas.”) se reproduce técnicamente mediante un juego de continuos encabalgamientos semánticos, verdadera disrupción contradictoria del sentido:

 

por qué no basta

el simple amor porque las cosas sean

incapaces de aceptar el yugo

 

Otra forma de solapamiento encontramos también en el nivel métrico. Veamos, por ejemplo, cómo en el poema “Diciembre” los largos versículos se sostienen en el módulo rítmico dolce (es decir, son susceptibles de dividirse, en general, en heptasílabos o endecasílabos) y cómo en su primera estrofa dos potenciales unidades métricas vienen a competir por un mismo acento:

 

De esta última luz, sus lugares comunes, de cómo nos sorprende todavía tomando decisiones para pertenecer, cómo acostumbra a devolver su carga de dolor a cada gesto, sus lugares de origen, hemos hablado tanto

 

Donde el acento en “carga” está doblemente cargado de un posible acento de décima para el sáfico “como acostumbra a devolver su carga”, y de otro posible acento de segunda para el heroico “su carga de dolor a cada gesto”, con lo que efectivamente en este punto la música se ralentiza o satura con el peso de ambos, y podríamos interpretar también que con el peso de ese “dolor de cada gesto” (forma), esos “lugares de origen” (tópicos), y ese “hemos hablado tanto” (tradición).

 

Especialmente lograda me parece la serie dedicada a “La oveja”, motivo inexcusable, pero anecdótico, periférico, del género bucólico clásico, del locus amoenus paradigma del amor platónico, convertida, no sin guasa -en lo que Bajtin llamaría una inversión carnavalesca- aquí en el centro de miras. No he podido evitar recordar aquel episodio woodyalleniano en el que Gene Wilder se enamora de una oveja.

 

Tampoco falta la reflexión sobre la fractura romántica entre representación y subjetividad que tan presente sigue en ciertos debates poéticos actuales: “quizá no sea tan solo una cuestión romántica; después de todo, por qué no habríamos de soñar tal vez/ con todo el mundo, el ancho mundo conocido repleto de desconocidos capaces de sentir la más elemental añoranza,” Si bien el sentido de este texto también puede tomarse en referencia a la cita inicial que comentábamos: “cómo recibirán a los que mueren los que nunca llegaron a nacer, los que no hayan nacido cuando todo muera; quizá no sea tan solo una cuestión romántica;” y lo más probable es que no haya necesidad de elegir entre diferentes interpretaciones, sino plegarse a su simultaneidad.

 

En algunos momentos parece apoyarse en los hombros del último Juan Ramón, como en “Todo en tu dentro,/ detrás del dentro tú/ de cada cosa.” o en “Que todo lo que existe tiene un nombre para cada cosa que existe y existimos, porque las cosas saben cada nombre/ que cada una de ellas nos ha dado.” Y hallamos también algún guiño evidente a T. S. Eliot, pero la mayor parte de las influencias de Gragera aparecen diluidas, incorporadas a la voz de quien ha sabido asimilarlas y hacerlas parte de su propia poesía, si bien -y esto es solo una impresión personal- el tono de pasajes concretos me recuerda al de algunos poetas contemporáneos, como Carlos Pardo o Juan Carlos Reche, cuya vinculación literaria y de amistad con Gragera es de sobra conocida.

 

Y habría mucho más que decir, pero no es este el lugar para un análisis exhaustivo. En conjunto, esta extraña textura, sublime y subliminal, como un juego barroco de claroscuros, donde se cita a Polifemo y a Rembrandt, pero también a Bach, junto a Ulises o a Job, sin abusar del academicismo ni caer en el culturalismo, sino tendiendo más bien a un conceptismo elegante y aliterado -aunque a veces le dé también una vuelta a la tuerca gongorina: “parece que la noche toda es boca”- abundante en paradojas encabalgadas, pero que busca también el equilibrio –un equilibrio impostado, voluntariamente forzado para subrayar su artificiosidad-, mediante la regularidad compositiva de muchos poemas centrales, como el titulado, en grandes caracteres: “La poesía”, o la anacrónica sextina “Los insomnes” que concluye estas páginas con una muestra más de lo que Dubois denomina “el refuerzo de los marcos formales”, ese recurso típicamente manierista donde el juego por el juego lingüístico mismo no consiste en una mera demostración de ingenio, sino en el alejamiento de lo unívoco o absoluto mediante una puesta de relieve de los relieves, es decir, mediante la multiplicación de los sentidos, la repetición, lo ambiguo, lo sensorial, lo difuso. Citaré uno de mis versos favoritos: “la persona se nos fue adhiriendo al rostro.”    

 

 

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