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Abril negro

 

Por José Luis Muñoz

 

Abril de 2013 pasará a los anales como mes horribilis para nuestro cine. Y no hablo por la crisis endémica que nuestra raquítica industria, agravada por la nefasta política cultural del gobierno de turno, que también, o la desaparición de distribuidoras que nos traían el mejor cine europeo, que sí, o el cierre de los cines  Renoir y el peligro de que los Verdi sigan idéntico camino por la subida abusiva del IVA que repercute en el descenso de las entradas, y sin salas de exhibición independientes nos vamos a quedar huérfanos de buen cine, sino por las defecciones de gente que tuvo y tenía un peso importante en nuestra cinematografía. A la muerte de Jess, Jesús, Franco o Frank, con quien tuve la fortuna de disfrutar de una divertida conversación en una de las ediciones del festival de cine de terror de Molins de Rei, un estajanovista del cine, indiscutible mago de la serie B, ayudante de director de Orson Welles en Campanadas a medianoche e inventor de la doble versión, le siguió la de Sara Montiel, una de las escasas divas de nuestro cine ─ y escasos recursos interpretativos, todo hay que decirlo─ y la del cineasta Bigas Luna. Así como Jesús Franco o Sarita Montiel ya habían dado todo lo que tenían que dar y no se esperaba más de ellos cinematográficamente hablando, la muerte de Bigas Luna a los 68 años, que cogió por sorpresa a todos por la discreción y elegancia con que supo llevar su enfermedad, dejó proyectos por empezar, Mecanoscrit del segon origen sobre la novela de Pedrolo, y truncó una carrera que podía habernos dado alguna que otra obra importante.

Conocía a Bigas Luna desde hacía muchos años, veinte, y lo que empezó siendo una relación profesional ─le hice entrevistas para Playboy, El Periódico, DT…─ dio origen a una buena amistad personal a lo largo de todos esos años.

bigas luna
Bigas Luna

 

Bigas Luna era mucho más que un director cinematográfico, era un esteta multidisciplinar que debió haber nacido en otra época más propicia a sus inquietudes, en el Renacimiento. Proceder del campo del diseño hizo de él un director muy peculiar y lleno de talento visual cuando nuestro cine se sacudía la caspa del franquismo. De su primera etapa son dos obras maestras del cine negro, Bilbao y Caniche, duras, sin concesiones al espectador y absolutamente turbadoras por el fondo y la forma y que no pierden con el paso de los años su tono provocativo.

Del negro de sus primeras películas pasó al rojo de la pasión amorosa y sexual, primero con Lola, un regalo para una Ángela Molina en pleno esplendor, y después con Las edades de Lulú, la adaptación de la novela de Almudena Grandes que sería su película más taquillera y daría la alternativa a un jovencísimo Bardem como actor porno. 

De su admiración por la cultura ibérica, lo goyesco y el surrealismo de Buñuel y Dalí, con el que tienen mucho que ver a nivel estético y conceptual las tres películas, surgió la trilogía ibérica ─ Jamón, Jamón, un homenaje a Goya y a Buñuel; Huevos de oro, sobre la burbuja inmobiliaria décadas antes de que estallara; y La teta y la luna, en la que visualizó sus obsesiones infantiles por la ubre femenina─ que lo encumbraron y fue el trampolín para Javier Bardem, Penélope Cruz y Jordi Mollá, algunos de los talentos interpretativos que el ojo de Bigas Luna descubrió.

Un país cainita como el nuestro no podía consentir tener un director brillante y algo soberbio al que el éxito cinematográfico le sonreía, así es que preparó su lapidación rigurosa en su siguiente película, Volaverunt, una adaptación de la novela de Antonio Larreta, film de época realizado con primor exquisito y en donde lo único que chirriaba era la interpretación de Jorge Perugorría haciendo de Goya por su acento cubano; la película fue masacrada injustamente por la crítica cinematográfica, especialmente la de El País que llegó al ensañamiento personal. De esa puñalada trapera Bigas Luna, como cualquier creador, quedó tocado y seguramente dejó aparcados proyectos más ambiciosos. Nadie en España entendió la excelente Bambola ─ aquí Perugorría estaba en su salsa como macho obsesivo ─que rodó a continuación, un homenaje al neorrealismo italiano que fue un éxito tan rotundo en Italia como las curvas de su protagonista y fetiche sexual del berlusconismo Valeria Marini con quien tuve un rifirrafe a cuenta de un primer plano de su trasero que el realizador se negó a cortar. Aún tuvo redaños para filmar otro film de época, La camarera del Titánic, film exquisito que se resentía por unas pobres interpretaciones de Aitana Sánchez Gijón y Olivier Martínez, y de adaptar, entre paellas en Denia, la novela Son de mar de Manuel Vicent con la ayuda de la pluma brillante de Rafael Azcona, en la que el ojo siempre atento del director descubrió a Leonor Watling entre naranjos y la hizo vibrar en un film romántico y apasionado.

Sus últimas películas, Yo soy la Juani y Didí Hollywood, descaradamente comerciales y alimenticias pero en absoluto malas, porque el talento de Bigas Luna estaba siempre presente fuese el que fuese el producto que tuviera entre manos, denotaban el cansancio de un realizador aburrido ya de luchar contra molinos de viento y de indagar, investigar y aventurarse ante una crítica papanatista que no veía más allá de sus anteojeras.

─La mitad de la vida nos la pasamos construyendo el ego ─me dijo en una ocasión─ y la otra mitad destruyéndolo.

Destruyéndolo le ha sorprendido una muerte injusta y prematura. El director que nunca ganó un Goya con sus películas (el de La camarera del Titanic fue por el guion), pero sí el León de Venecia por Jamón, Jamón, uno de los primeros directores españoles, junto a José Luis Borau, en rodar en Estados Unidos ─la inquietante Reborn que le sirvió para mantener una amistad con Dennis Hopper que duró hasta la muerte de éste─, un realizador de un talento visual inmenso cuyo arte no se circunscribía solo al cine ─ pintó, hizo fotografías, organizó performances muy dalinianas ─ recuerdo con collar de moscas de una de las exposiciones que montó ─dirigió espectaculares montajes teatrales sobre Las comedias bárbaras de Valle Inclán, filmó originales spots publicitarios─, y que ejerció como catalán universal, murió rodeado de mujeres ─su esposa y sus tres hijas─ en la masía de Tarragona que había convertido en laboratorio ecológico de hortalizas (una de sus últimas pasiones) y no quiso ningún estúpido homenaje después de su muerte, algo a lo que son muy dados los cainitas.

Bigas Luna fue, sin lugar a dudas, uno de los mejores directores que ha tenido nuestro cine, sino el mejor, aunque a muchos eso les reventara o no quisieran enterarse. Yo siempre recordaré su trato afable, su aire risueño, su cabeza bien amueblada y el caso que me hacía cuando le recomendaba alguna película: sacaba un bloc de notas y pluma y apuntaba su título.

            ─Siempre hay un momento, cuando veo una película en una sala, en el que me duermo. Esa pequeña siesta, de la que me despierto en cinco o diez minutos, supone un placer indescriptible.

            Ese era Bigas Luna: un hedonista que suspiraba por todos los placeres de la vida.

 

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