TIEMPO PARA ARROJAR PIEDRAS Y TIEMPO PARA RECOGERLAS (II)
Por OSCAR M. PRIETO. «No hay cosa mejor para el hombre sino que coma y beba y que su alma se alegre en su trabajo»
Y así, inspirado por las enseñanzas de El Eclesiastés, me levanté luego de mañana -antes de que ningún despertador o gallo me llamara la atención y sonrojara- y, no habiéndome hallado en falta en el comer ni el beber, decidido me entregué con alegría al trabajo, a uno en particular, que tenía en mente.
Cuando llegué al río, las piedras todavía dormían y respondían congeladas al tacto, aunque no lo suficiente como para desanimarme casi antes de empezar. Me acostumbré pronto. Además contaba con el reconfortante calorcito que emanaba de mi plan. Ningún calor como el que sale de un plan y el mío era un gran plan, aparentemente sencillo en la ejecución, pero arriesgado en la intención.
Todo pasaba por cumplir con la segunda parte del versículo sagrado, aquel que nos dice que también hay un tiempo para recoger las piedras. Y allí estaba yo, sin guantes en la mano, sin frío, alegre, recogiendo piedras, cantos rodados. Las buscaba planas. Por suerte para mí, esa parte del trabajo -desgastarlas, alisarlas, pulirlas-, la llevaba realizando el agua por mí a lo largo de milenios y millones de años antes de que yo naciera. Y di gracias al agua por ello.
Loada sea el agua y loados los ríos.
Durante días y semanas toda mi ocupación consistió en recoger piedras, llenar cestas de piedras y llevarlas a mi Aleph. Ahora, una vez recogidas y acumuladas en suficiente número, es cuando he comenzado mi auténtico trabajo.
Había leído en un relato de Borges que hablaba de un lejano país en el que existían unos árboles de flores alargadas cuyos frutos eran pájaros. En ese mismo relato, un sabio decía que «pasar de hojas a pájaros es más fácil que de rosas a letras». Quien así hablaba, nos advertía de la enorme dificultad que entraña el ejercicio de escribir, de trasladar la realidad de una rosa, su esencia -lo que hace de ella lo que es-, de transformarla en palabras, sin perder su aroma en ellas, tampoco sus espinas.
He dedicado parte de mi vida a estas mudanzas y, como en toda mudanza, seguro que me he perdido muchas cosas. Es uno de los precios a pagar. Y si algún día, logro el milagro de pasar de rosas a letras (no necesito siquiera que se trate de rosas, me conformaría con cualquier florecilla silvestre), lo daré por bien pagado . Esta ha sido mi elección.
Sin embargo, antes de que sea demasiado tarde, he querido, al menos una vez, pasar de la palabra al mundo de los hechos. Recorrer el camino inverso -del dicho al hecho-. No he elegido para tal empeño una palabra cualquiera –aunque supongo que serviría cualquier otra-, ha sido intencionada mi elección, he elegido una palabra polisémica, simbólica, metáfora en ocasiones de la propia vida, del destino y hasta de la verdad. Sí, la habéis adivinado: camino.
Esta es la palabra. Camino es la palabra y mi trabajo ahora consiste en hacerlo realidad.
Para eso las cestas de piedras, madrugar e ir al río a recogerlas. Porque, ¿de qué nos serviría recoger piedras -o tirarlas- si no sabemos por qué o para qué lo hacemos? Para eso, para trazar un camino, las separo por tamaños, preparo la nueva cama o firme en la que se asentarán, mezclo la masa –con las debidas proporciones de cemento, arena y agua- y voy eligiendo cada una de ellas –a tiempo sabe el peso de una piedra entre las manos– para cada lugar, el suyo, en el que mejor asientan.
Este es mi trabajo, mi plan. Hacer un camino en mi Aleph particular, transformando las palabras en piedras sobre las que caminar. Y Os puedo asegurar que sienta al ánimo como el más preciado de todos los bálsamos.
Caminante no hay camino,…, pongámonos a hacerlo.
“No te apresures en tu espíritu a enojarte, porque el enojo reposa en el seno de los necios». Así dice El Eclesiastés.
Salud
Oscar M. Prieto