La novela de un “cuentista”
Por Luis Borrás
Medardo Fraile. Laberinto de fortuna. 273 páginas. Menoscuarto ediciones. Palencia, 2012. 19 €
Cuando este libro llegó a mis manos Medardo Fraile aún vivía. Entonces todo mi interés consistía en la curiosidad por leer la única novela que un “cuentista” había escrito; en comprobar qué había detrás de esa estúpida pregunta que a todo escritor de relatos se le hace: ¿y para cuándo una novela? Esa especie de mayoría de edad o consideración de escritor de verdad que los “cuentistas” sólo alcanzan cuando cambian de género y superan la prueba del algodón. Y sin embargo en el caso de Medardo era simple curiosidad porque la escribió en 1982, cuando ya no necesitaba ninguna novela para ser reconocido como escritor. Los relatos le habían bastado para alcanzar el reconocimiento y el prestigio. Nada hubiera cambiado si no la hubiera escrito.
Laberinto de fortuna fue publicada por primera vez en Madrid en 1986 con el título de Autobiografía, y posteriormente con idéntico título en Venezuela en el 2008. Ahora Menoscuarto la reedita con su título original, y lo hace por esa razón de curiosidad e interés que tiene al ser la única novela de un excelente escritor (de relatos), una reivindicación en vida y un acierto editorial que ahora se ha convertido en un homenaje póstumo.
Pero el hecho de que Medardo Fraile haya fallecido recientemente no la convierte en una lectura oportunista ni a esta reseña en un típico panegírico. Los que me conocen saben que hubiera dicho lo mismo si Medardo viviera. Y leerla merece la pena con independencia de los merecidos homenajes.
De esta novela cuenta Medardo en la “Nota del autor” que la presentó a dos conocidos concursos. En ninguno de los dos resultó premiada. Y con independencia de esas trampas o tan habituales “premios concedidos de antemano” que él denuncia, presiento que la novela de Medardo lo tuvo difícil desde el inicio. Si en esos concursos los miembros del jurado utilizaban el sistema de “las primeras páginas” para juzgarla entiendo que no ganara. El inicio es lento, complicado, barroco, excesivo. Y hay muchos que presumen de que si una novela no les “engancha” en las dos primeras páginas no siguen leyendo. Pero para los que no juzgan por un vistazo rápido, para los que consideran la literatura un camino y no un atajo si siguen leyendo se encontrarán con y disfrutarán de una novela excelente. Complicada de alguna manera sí, pero no por el estilo de Medardo sino por la gran cantidad de personajes que aparecen en la trama. Y esa sobreabundancia no es más que la realidad de una época en la que las familias eran mucho más numerosas que ahora.
Laberinto de fortuna es –creo– un ejercicio de memoria autobiográfica, una mezcla de ficción y recuerdos del propio Fraile. Y lo creo así porque la novela es la mirada de un niño en el Madrid de la década de los años veinte, en el mismo lugar, la misma época y la misma edad que tenía Medardo entonces. Y es recreación del recuerdo propio mezclado con ficción porque se trata de la mirada ingenua de un niño de cinco años que todavía no va a la escuela y descubre el mundo. De un niño que convive con su madre enferma y pasa con ella momentos inolvidables cuando no está postrada en la cama, y al cuidado y en compañía de sus numerosos tíos, tías y primos cuando su madre sufre una recaída. Y no sé si la madre de Fraile estuvo enferma, pero sí sé que cuando en la ficción evoca los recuerdos de su pueblo: Bedua, está sin duda hablando de Úbeda, ciudad de esa Andalucía manchega de la que era la madre de Medardo.
Y tampoco sé si Fraile tenía una familia tan numerosa como la que aparece y pasa por este “laberinto”, pero esa familia típica de aquella época en la que lo habitual era que se tuvieran cinco, seis o más hijos es el elemento principal de la novela. Cada personaje, y son muchos, es una historia particular y pintoresca. Y uno a uno, solos o con sus novios, maridos e hijos van apareciendo en escena y haciendo sucesivos mutis; acompañando al sobrino, llevándoselo de paseo, o unos días a su casa, aportando un nuevo episodio que parte del mismo tronco pero que es siempre diferente. Y así, con el nexo común del niño, descubriremos el mundo de la calle y la familia, el exterior y el interior de los adultos, de sus éxitos o sus miserias en una sociedad muy diferente a la de hoy en día. Aprendizaje y descubrimiento en el que también participan los vecinos, los compañeros de trabajo y las amistades. Vida de los adultos por la que sabremos de sus anhelos y secretos; el destino subordinado de la mujer de aquel principio de siglo, la contradicción de un padre cariñoso con su hijo y su mujer que no le impide llevar una doble vida, personaje despreciable al que al mismo tiempo no conseguiremos odiar del todo. Sociedad de ricos y pobres, de señoras que veraneaban en San Sebastián y criadas del mismo pueblo; funcionarios, empleados de oficina y hotel: incipiente y exigua clase media. Teatro del mundo que se abre ante los ojos de un niño, familia que sirve de apoyo y distracción y le protege de la tragedia.
Este Laberinto de fortuna es una manera de narrar el recuerdo, de hacer literatura con él; y también es un retrato ecuánime, riguroso, sin odios, rencores ni maniqueísmo de una sociedad y su época. Una amplia “galería de tipos” pueblerinos y de ciudad, con breves, precisas y magníficas descripciones de cada personaje; de los diferentes barrios populares y “pudientes”, sus habitantes y su vida con las puertas abiertas y sillas en el portal o de calles de paso y juegos en el parque. Y en ese sentido es una novela costumbrista que tiene para mí, precisamente en esa parte, un innegable y particular atractivo. Ese Madrid de principios de siglo que Medardo reproduce magistralmente: “Pasaban tranvías y, con arrítmico cascoteo, coches de caballos, y la gente entraba y salía por las callejuelas, cruzaba de una acera a otra; vendedores, busconas, chulos, aristócratas, chiquillos y viejas, damas y bohemios, toreros, sablistas, militares, en un estado de paroxismo y repetición que convertía a todos y cada uno en protagonistas efímeros de alguna escena gesticulante, vacua”. Narración en la que los olores se hacen capitales y líricos: “Olía remotamente a vino, a café frío, a polvos de arroz, a horno repostero, a atalaje sudado, a hambre distraída con ensaimada”; y en la que los que ya somos un poco viejos encontraremos entrañables coincidencias de nuestra infancia: los billetes capicúas del autobús, el practicante que venía a casa, y aquella tortura repleta de aburrimiento a la que nos sometían nuestras madres: “Manuel, cogido de la mano, era un niño a paso de procesión arreglado para hacer visitas”.