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Children’s Album op. 39: salvados por (la música de) la campana

Por Eva Llergo

childre's albumChildren’s Album op. 39 de Piotr Ilich Tchaikovsky pretende ser una interpretación dramatizada y pedagógica de las piezas musicales que el compositor ruso dedicó a su sobrino. Ciertamente, la música es pura magia: basta ver la cara de los niños al escucharla o experimentar el indecible silencio en la sala cada vez que suena el primer acorde de una pieza. Y es que, como decimos, la interrupción de los “mamá, quiero agua”, “me hago pis”, “¿cuándo se acaba?” que nunca pueden (ni deben, o no sería realmente un espectáculo familiar) faltar en la sala, es innegablemente meritoria. Pero ese mérito es achacable solamente al difunto Tchaikovsky y a la buena calidad interpretativa de los músicos del trío Capella CaleidosCop.

¿Por qué? El espectáculo se anuncia como una interpretación “para público familiar”, “sutil y mágica”, aderezada con “la dinamización y el juego escénico de una actriz a través de títeres, historias y juegos con el público”. Sin embargo, desde el principio se saborea cierta traición a las expectativas. El presunto “espectáculo familiar” se queda, a nuestro parecer, en una tentativa. La iluminación del escenario, demasiado macilenta (más propia de una película de Tim Burton que de un espectáculo infantil, por muy íntimo que intente venderse), apenas ilumina al trío; de hecho, en cuanto la actriz se separa un metro de ellos, queda en la penumbra. Y esto es un innegable fallo técnico si el espectáculo pretende englobar música y dramatización. Huelga decir que, además, la oscuridad provoca una sensación de incertidumbre y temor en los niños más pequeños, que no empiezan a sentirse medianamente seguros hasta que no suenan los primeros acordes.

Por otro lado, el vestuario de la clown resulta más de lo mismo: su figura está más cerca de cualquiera de lo siniestros personajes que Helena Bonham Carter interpreta en las películas de Burton que de una payasa aniñada y feliz, que es lo que aspira a ser, y de ahí el fracaso en la elección de su vestuario.

La “dinamización y el juego escénico” que se nos venden en el programa se quedan en una serie de recursos mal hilados y, la mayor parte de las veces, meramente descriptivos de la música que escuchamos. Se desaprovechan las posibilidades simbólicas y mágicas que sugiere la música de Tchaikosvky, esas que los niños saben apreciar tan bien. No se percibe ninguna reflexión profunda que intente explotar de veras el juego creativo entre dramatización y música. Es más, en muchos casos casi se mastica cierta improvisación que, claro, hace aumentar el mal sabor de boca. Cuando se interactúa con el público (el ruido del caballito en la pieza El pequeño jinete o la invitación al vals en Vals) se hace casi sin esperar respuesta auténtica; sin ninguna escucha. Y la “pedagogía” y el “didactismo”, anunciados también en el programa, se introducen tan frontalmente, con la misma ausencia de meditación verdadera para cifrarlos a través de un juego o de la creatividad, que resultan violentos en su falta de tacto.

En resumen, Children’s album se salva por el encanto de la música. Por la perfección técnica que siempre suspende la admiración de quien la contempla. Es, pues, un espectáculo bienintencionado, pero no meditado. Fruto, a nuestro parecer, de la aparente inexperiencia con lo que significa realmente el “público familiar”.

 

Children’s Album  op . 39 de Pyotr Ilyich Tchaikovsky

Idea y creación: Trío Capela CaleidosCop

Reparto: Katalin Karácsony (violín y viola), Iria Saavedra (violín) y Manuel Panadero (violonchelo); María Herrero Pagán y Eva Varela Lasheras.

Lugar: Teatro La Puerta Estrecha

Fecha: sábados 4 y 25 de mayo

Precio: 10 euros (8 euros en Atrapalo)

Duración: 1 hora

2 thoughts on “Children’s Album op. 39: salvados por (la música de) la campana

  • El pasado día 4 de mayo acudí al Teatro de La Puerta Estrecha con mi pequeño para darle a conocer el «Children’s Album op. 39», de Tchaikovsky, interpretado por un trío de cuerdas que desconocía por completo. Me llamó la atención que se anunciara como target un “público familiar” y no fuera presentado como un “espectáculo infantil”.
    Y ahora me encuentro en esta página con un texto –porque difícilmente me permitiré llamarlo “crítica” – que, como mínimo, me sorprende. Si por un lado me tranquiliza que (por lo menos) se publique algo sobre un objeto cultural que de primeras pensaríamos que iba a estar condenado al desconocimiento del público, por otro me da mucha pena constatar que al final queda, efectivamente, condenado al desconocimiento, pero por parte de quién sobre él aquí escribe. Al desconocimiento y al prejuicio, volviéndose la cuestión alarmante.
    Vamos por partes: en un primer momento, me pregunté si este texto se refería realmente a lo que hemos visto mi hijo y yo. Porque en general parece denunciar, en tono semi-erudito, una estafa en toda regla. Luego vamos juntando las piezas y, poco a poco, parece que se nos ilumina la capacidad de comprender la línea de pensamiento detrás del ojo “crítico”. No debería de ser tan difícil, puesto que claramente a la Sra. Llergo no le gusta la penumbra y menos si hay críos rondando. Doy por sentado que ella sabe que los gustos no se discuten, pero lo que parece que no sabe en absoluto es que el Gusto (materia prima de una rama de la Filosofía llamada Estética), sí se discute. Y esto es importante, al tratarse del puente que construye para eructar todo tipo de juicios de valor y prejuicios estéticos (y, si me apuran, éticos).
    Me resulta difícil la asociación que establece con el genio visual que es Tim Burton y su no menos genial esposa, con los personajes «excéntricos» (en su sentido etimológico; recordemos que aquí no hay juicios de valor) con los que siempre nos brindan la atención (y cuidado una vez más, no nos confundamos –hablamos aquí de Gusto– si son “siniestros” en detrimento de “aniñados” o “felices”, nos acercaríamos a una tesis estéril resultante de burda articulación de “gustos” y moral de pacotilla, y por eso lo dejamos fuera). Pero muy bien, juguemos: si la inmediatez de asociar unas medias de rayas y unos zapatos de clown victorianos (el modelo es el del bufón inglés Whimsical Walker, el “payaso del misterio”) es disculpable, no por eso lo es –en ningún momento– hablar de “más de lo mismo”. Y esto no sería un problema, en ningún caso, si estamos mencionando a un contador de historias que siempre se dirige a un público INFANTIL en sus películas FAMILIARES (porque si hay un tema recurrente en sus filmes, es precisamente el de la “familia”). Sabemos que al señor Burton poco le importa, aparentemente, el contenido narrativo y no escribe sus guiones. Y ¡qué curioso!, sus películas pueden ser leídas a veces casi como un conjunto de mise-en-scenes más o menos “mal hiladas”. A ver si al final hay algo de razón en la opinión aquí escrita.
    Pero no. No la tiene. Porque del mismo modo que los cuentos de hadas perdieron todo su significado gracias a un saneamiento llevado a cabo por nuestra tan conocida Disney, la misiva de la que opina sobre lo que vio constituye en sí misma un movimiento de condena a las ambigüedades que, de forma arriesgada (¡bravo!), propusieron la clown y los músicos.
    Y aquí llegamos a lo que parece ser la confusión (otra más) de la “analista” sobre la diferencia entre un pensamiento conceptual y una sensación, entre un adulto y un niño. No queda más remedio si no disculpar el acto de proyección freudiana (o, en el peor de los casos, la soberbia) que le permite hablar de “las posibilidades simbólicas y mágicas (…) que los niños saben apreciar tan bien”. Primero, porque esas posibilidades solo existen en su cabeza y segundo, porque bastaba con mirar a los niños para, sin saber, VER como lo disfrutaban. Luego, una verborrea sobre “improvisación masticada”, “ninguna reflexión profunda”, “pedagogía y didactismo violentos”, “falta de tacto”.
    Es absolutamente indispensable no perpetuar este tipo de comportamiento por parte de quien escribe, al tratarse de la utilización de una herramienta de poder para destruir, sin fundamento, un trabajo digno (y mejorable en aspectos técnicos, eso sí es cierto, y aprovecho para decírselo a los creadores con la esperanza de que lo lean). Me temo también, con alguna condescendencia, que la autora de este texto no sea madre y no lidie habitualmente con críos, porque de este modo es más fácil ubicar su tan pueril discurso. No podemos saber, al contrario de lo que afirma, si el espectáculo es “bienintencionado”, porque no conocemos a los que lo han construido. Pero somos capaces de constatar, mediante raciocinio, observación y disponibilidad, que esta gente sí conoce su oficio. A los padres y madres sólo puedo decirles que, si tienen oportunidad, lleven a sus críos a la Puerta Estrecha. A la que aquí opina, le diría que abra la puerta de su mente y permita que algo pase. Luego tendrá que meditar; meditar mucho, antes de escribir sobre lo que le parecen ser espectáculos poco meditados.
    Álvaro Luque

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  • Hola. Yo también he llevado a mis hijos de 2 y 5 años a ver Children’s Album op. 39, junto con unos amigos con hijas de casi 3. La verdad es que la música estaba muy bien interpretada, pero el espectáculo en su conjunto no le gustó a ninguno de los niños. Tengo la sensación de que fuimos los padres los que «salvamos» un poco muchos momentos, sobre todo cuando se pedía la participación de los niños y ninguno se atrevía a hablar o a salir. Tal vez con chavales mayores funcione mejor, pero aquella vez no había muchos.

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