Antología de cuento actual argentino: Juan Martini

  

 

JUAN MARTINI ESCRITOR ARGENTINO

                                                                  © Alejandra López

 

                                                 Materia dispuesta

 

Ella, de pronto, tiene cáncer. Era un Parkinson, pero ahora es cáncer. No sé qué hacer. Me siento a su lado, en el asilo, le veo temblar una mano. Hace muchos años con esa mano se pintaba las uñas de los pies. El manguito blanco del pincel era la tapa de la botella de esmalte. La pintura para las uñas, me dijo una tarde, tiene olor a acetato. Nunca supe si es cierto, eso, lo del olor a acetato. No hace mucho con esa mano sostenía los cigarrillos. Ella fumaba. Ella encendía sus cigarrillos con una deliberada lentitud y luego soplaba el humo en una columnita que no he vuelto a ver. Ella soplaba el humo a su manera, fumaba con algo parecido a un estilo. Su manera de fumar no era ni elegante ni vulgar, era el estilo femenino de una fumadora. Alguna vez me pregunté si lo habría copiado del cine, de aquel cine de los años ’30 lleno de estilos. También pensé -yo ya era casi un hombre joven- que quizás fuese una forma aprendida en los casinos. Ella jugaba en los casinos; amaba el punto y banca; era feliz, sentada a una mesa, marcando en una tarjeta la sucesión de puntos y de bancas, deslizando sus fichas hacia la franja de punto que le correspondía o poniéndolas en el extremo de la pala del pagador para jugar a banca; en seguida, mientras esperaba el pase, yo la veía encender un cigarrillo; era esa noche la mujer más atractiva del casino. A veces ganaba.

Ella con su segundo marido tiene una hija, una mujer de facultades limitadas que también se ha casado dos veces: con el primer marido su hija tuvo dos hijos, con el segundo no tiene hijos. El primero trabajaba, el segundo no, los dos le pegaban. El segundo, y ella, la hija de ella, se han propuesto vivir de las pensiones que ella cobra. Ella recibe su pensión de jubilada y la pensión de su segundo marido, que ha muerto. Ni su primer marido, ni el segundo, le pusieron jamás una mano encima. Es más, casi seguro que los dos, cada uno como pudo, la quisieron. Siempre tuvo suerte, decían sus amigas cuando tenía amigas: los hombres la quieren. Pero no fue feliz. El primero le parece desde el principio un desgraciado. El segundo le resulta más estimulante. Pero él amaba también el poker. Y nunca dejó nada, ni a ella ni al poker. Fue un hombre fiel a sus amores, pero sus amores no le dieron lo que él alguna vez, seguro, esperó de ellos, de ella y del poker. Él nunca tuvo, de verdad, ni una mujer ni dinero. Alcanzó a vislumbrar, es posible, algo parecido a una mujer que pudo haberlo admirado, y más de una noche se levantó de una mesa con los bolsillos llenos de plata. Pero no fue suficiente. Él también fumaba. Murió en un hospital, conectado inútilmente a un tubo de oxígeno.

La hija me llama un día, en 1996, y me dice por teléfono que ella tiene cáncer. Entonces, poco a poco, ella deja de venir a Buenos Aires, pierde peso, no puede o no quiere ya disimular los temblores del Parkinson, no sale más, se queda, o es recluida, en la casa de su hija en Castelar. El marido de la hija hace los trámites necesarios para que su mujer pueda cobrar ahora las pensiones de su madre. Es lo que corresponde, me dice una vez el tipo, vos no sabés lo que son los gastos de una enferma así. Yo pienso qué quiere decir la frase una enferma así; no me importa que la haya dicho ese imbécil; no pienso, ni siquiera, que sea injusto. Es un acto de depredación, de avaricia, de insolvencia moral. Pero yo no pienso en eso, no me interesa; quisiera saber, mejor, qué es o qué quiere decir una enferma así. No creo que lo sepa nunca. Tampoco tiene demasiada importancia.

La verdad es que hace más de 15 años que ella ya no me importa. He pagado durante un tiempo el alquiler de un departamento en la calle Libertad, después le di algún dinero por mes. Hubo una época en que José se la llevó a Rosario. Le puso una casita, le pasaba unos pesos, la dejaba malvivir allá, lejos de esta ciudad que ella no olvidaría nunca, pero le daba en cambio algo más concreto, más real, más incomprensible: un poco de cariño. Nadie estaba ya dispuesto, salvo José, a darle una cosa así. Por lo demás, él fue siempre su debilidad. Ella lo quiso más que a nadie. Esto es así. Ella me lo dijo. Por eso miro su mano, ahora, en la casa de su hija en Castelar, en la primavera del año 1996, y veo el temblor, y recuerdo que también se pintaba las uñas de las manos. Esto era para mí la demostración de que cosas muy difíciles pueden conseguirse cuando se pone voluntad, un cierto esmero. Era cuestión de ver el esmalte rojo sobre las uñas perfectas y las medialunas blancas en lo alto de las uñas para saber que eso era una obra de arte. Las piernas de ella, por otro lado, no eran perfectas; pero eran largas, delgadas en los tobillos, con muslos consistentes y uñas, en los pies, tan rojas como las uñas de las manos. Veo primero en la casa de su hija en Castelar y después en el asilo: su mano temblar.

El asilo no es un asilo, no es un hogar, no es una institución, no es ninguna de esas cosas que se dice que son estas residencias para ancianos, para viejos, para enfermos, para los que van a morir. El asilo es un geriátrico, una residencia geriátrica, en el mejor de los casos, pero sobre todo no es un hogar. Ahora bien, aun cuando ella no llega al asilo de la noche a la mañana tampoco hace falta mucho tiempo para que pase de la casa de su hija al asilo. Hay que armar un acuerdo familiar, es el primer paso, y hay que pedir al Pami su internación en una residencia geriátrica para enfermos. Después hay que hablar con una funcionaria del Pami, quien también ordenará estudios y diagnósticos médicos y luego resolverá, o no, la situación. No hay camas, me dice la funcionaria, ni acá ni en Morón, hoy no hay camas, pero vamos a tener fe, vamos a esperar un poco, me dice la mañana que acudo a la cita que me da para imponerme de las condiciones en que el Pami, si se resuelve favorablemente, concederá la internación en un asilo de esta naturaleza. Hay sol, esa mañana, en Castelar, y la calle comercial donde están las oficinas administrativas del Pami es una de esas largas, desarboladas calles que cruzan como arterias las ciudades innumerables que viven adheridas a Buenos Aires, sin vida propia ni satelital, su organización parece la del residuo y la acumulación. En estas ciudades se distribuye de una manera tolerada la pobreza que Buenos Aires no absorbe o expulsa, no la miseria, no el lumpemproletariado, no los que ya no tienen nada que perder. En estas ciudades viven, por ejemplo, los que se han quedado sin su empleo en el Estado y ahora son promotores de una Afjp o de una compañía de telefonía celular o repartidores de volantes, es decir, gente sin salario que vive del azar, de porcentajes, de las migajas que se caen de los festines de la economía modernizada.

Cuando le digo a José que ella tiene cáncer él me dice desde Rosario que no me preocupe, que está todo bien, que cuente con él, que le avise, llegado el momento. Se entiende: son maneras de decir. Hace 7 años que José y yo no nos vemos.

Ella envejece con vértigo, adelgaza, pierde peso, pelo, músculos, y en la boca se le instala un ligerísimo temblor, en este caso una vacilación de la decrepitud antes que otro síntoma de cualquiera de sus males; los ojos verdes están siempre llenos de lágrimas, lágrimas que no se derraman porque ella, como lo ha dicho tantas veces, no puede llorar. La hija y su marido, los desheredados de Castelar, sólo quieren el dinero de las dos pensiones. Cuando ella se muera nada tendrá para ellos sentido. Por eso buscan fijar condiciones antes de la muerte. No entiendo cuáles son sus condiciones. Pero me parece lógico, y necesario para ella -a quien hay que limpiarle las miasmas, bañar de vez en cuando, darle apoyo para que pueda caminar, insistir para que coma, consolar en su soledad y en su angustia-, internarla en una residencia geriátrica. Y pienso que yo, que he terminado con esta historia 15 años atrás, voy quedando al frente de su final, solo, y en la necesidad de tomar las decisiones que hagan falta, sin vocación, sin sentimientos, sin motivo. En rigor, no queda nadie con la necesidad o con la energía suficientes como para hacerse cargo de ella. Ella está más sola que todos nosotros. Esto es una realidad. No me importa, pero es cierto. Lo único que quiero es que José se haga presente. Estas son las palabras con que debo decirlo. El pasado es pura mierda, anécdotas que no le sirven a nadie porque están tejidas con la materia más oscura, más indeseable, más fétida, con la materia con la que se le da forma a esa perversión que consiste en no pensar en los otros, en odiar a los otros, en cagarse en ellos, en cagar en la boca de los otros.

En el asilo estoy a salvo de la aparición imprevista de la hija de ella. En el asilo los viejos, a ella, le dan bola. “Hola, mamita”, le dicen: “Hola, mamita”. Quien no crea en las paradojas, quien no sepa qué es una paradoja, debería visitar alguna vez un asilo para viejos. Una asistente le trae su pocillo térmico lleno de algo y un paquete de vainillas. Los viejos sin dientes pueden comer vainillas. Cuando los enfermos envejecen con vértigo, y el cuerpo se les hace cada día más chico, las prótesis les quedan grandes, ya no sirven. “Tenés que comerte todas las vainillas, mamita”, le dice un viejo a ella, un viejo sentado a la misma mesa, un viejo mal vestido y con el aliento pútrido. Pero ese viejo le habla a ella como a una persona que forma parte de su vida. Y la llama como la llama. Es así.

Este sábado, a las cuatro de la tarde, en la sala de reunión de los viejos, en el asilo, hay una enferma nueva. Es una enferma que grita. Fea, gorda, negra, como una caricatura de lo extirpado, la enferma nueva se aferra a los brazos de su silloncito, patalea, y grita. Es un grito desolador, un aullido, una lastimadura que no tiene fin, como si alguien violara a la enferma negra cuando tiene seis o siete años y ella soñara todas las noches con su culo destrozado y entonces grita. Una asistente me reconoce, se me acerca para recibir su propina y después va en busca de ella: “Ya se la traigo”, me dice. Y me la trae. Los viejos, cuando la ven llegar al salón, le dicen: “Hola, mamita”. En la televisión pasan películas. Tres o cuatro viejos, dispersos en la sala, no desvían la mirada del televisor. Ella se sienta. No sabe qué decir. Entonces dice algo, y yo no quiero recordar ahora lo que dice.

Ella es medio huérfana. Su madre muere pronto. Su padre se la entrega a una prima para que se la críe. Él es un hombre solo, tiene que trabajar, qué puede hacer con una chica de esa edad. La prima de su padre es quien la cría. No lo hace del todo mal. Pero no nace amor, ni agradecimiento, ni simpatía, ni nada, en ella, dedicado a la prima de su padre. Por eso a los 18 años se fuga de la casa de la prima de su padre, se va de Rosario a Buenos Aires. El marido de la prima de su padre consigue averiguar adónde vive, años después, y la visita. Ella dice que el marido de la prima de su padre se quería acostar con ella: nunca dice que el hombre la acosa, nunca dice que el hombre se la quiere coger, dice: Carlos se quiere acostar conmigo, me da plata, me protege, me toca, yo me hago un poco la boluda: es claro, necesito la plata, pero nada más: qué asco, él, no la plata. Eso dice ella. La prima de su padre dice que ella es una puta. “Se va de mi casa, no sé dónde, y se hace puta, seguro”, dice. Es una ley de la vida. Las minas desagradecidas, las turras, las mosquitas muertas, las que no saben ni cómo se llaman, ésas, ésas son todas putas. Esto es lo que podría considerarse un discurso familiar dominante. Por eso no hay nada que discutir.

Existe una materia sin forma, un pozo sin fondo, un sumidero donde van a parar los desechos del alma, los sentimientos puros, las heridas de guerra, la vergüenza y el honor, lo que no sirve, lo que no tiene función ni estatuto real, lo que no requiere de apariencias ni se articula de una manera razonable con lo que todos los días se es, se sigue siendo, a pesar de lo que se ha perdido. Esta materia es el reverso del atletismo moral, del alma bella, y es la esencia de lo inconfesable. Esta materia actúa por su cuenta, sus actos son vergonzosos, y producen el efecto de ilustrar algo inesperado, equívoco y casi siempre miserable. Si viviésemos en otros tiempos podría decirse que lo que se ve de esa materia es el vómito del diablo. Puesto que vivimos en nuestros días sólo queda enunciarla como un más allá desconcertante regido por bajas pasiones. Esta materia recibe el nombre genérico de olvido y de ninguna manera debe creerse que tiene alguna relación con la voluntad, con la memoria, o que puede ser abordada para su rescate como si a ella fuese posible enviar una cuadrilla de salvataje, un batallón de exorcistas, un ejército de salvación. El olvido nos dibuja encima, siempre, la imagen que más aborrecemos, y en sus momentos de mayor eficacia no nos deja vivir.

Una tarde, cuando las persianas de hierro de la ventana del dormitorio del departamento de la calle Presidente José Evaristo Uriburu están entornadas, y ella, de costado, duerme, la forma de su cuerpo, de costado, es una línea que se dibuja en el satén negro de la enagua, en la piel de los hombros, de la espalda, de las piernas, volúmenes de un cuerpo y ondas imperceptibles que siguen el ritmo de la respiración, una respiración silenciosa, mínima, porque ella está perfectamente dormida. Es mi mano, entonces, tendido junto a ella, una tarde -no se puede saber cuál es mi edad pero digamos: ¿once años?-, es mi mano la que cruza el aire inmóvil, eterno de esa tarde, y con toda la suavidad, con toda la levedad de la que es capaz, con miedo y con delicia, se posa en su cintura, en la curva que su cuerpo dormido de costado dibuja en la cintura, curva que baja desde el pecho y asciende en la cadera: es allí donde se posa, y el corazón del niño que toca el cuerpo que ama es un corazón que no pertenece a nadie, no es mi corazón, no es un recuerdo, no se ahoga en los pantanos del olvido, no se pudre en el ansia con la que el sexo hace de algunos hombres verdugos y mendigos de lo que no tiene nombre, lo que no puede saciarse, lo que no se posee, lo que no se toca nunca: el niño que toca el cuerpo que ama es un hombre que se redime, un amante sin fin, un violador deseado, un criminal que ha roto leyes sagradas, pero inútiles. Sin embargo no hay una sola palabra celebratoria de lo incestuoso, de la turbulencia de lo intolerable, que tenga lugar en la materia de esta memoria desplegada sobre una purulencia pagana.

El día martes 20 de mayo de 1997 me encuentra en la ciudad de Madrid por causas que no vienen al caso, por motivos ahora sin relieves, por razones no dignas de mención en este marco, pero, más precisamente, por cosas de la vida. Es, en Madrid, una primavera luminosa: doy vueltas, antes del mediodía, por la Fnac del Callao, desemboco en Puerta del Sol, como algo por ahí, tomo café en la Plaza Mayor; no soy un turista, eso me tranquiliza, me permite hacer lo mismo que hacen los turistas pero con el indefinido desprecio hacia los turistas que sólo se vuelve comprensible -no se dice razonable– en quienes conocen Madrid como la palma de su mano, como su barrio, los que pueden caminar por Madrid con los ojos cerrados como a través de la oscuridad de las noches más temidas.

Así que en la tarde vagabundeo por la Castellana; cruzo la selva húmeda de Atocha; tomo un refresco en Samarkanda, ese balcón colonial sobre los jardines selváticos de Atocha; vuelvo atrás, entro al azar en el Reina Sofía y veo una retrospectiva de Balthasar Klossowski de Rola, llamado Balthus; me detengo nuevamente en un bar, ahora es en el Embassy, y tomo más café, no pruebo ni una sola de sus celebérrimas exquisiteces deli; bordeando el Retiro vuelvo al hotel en la calle de Velázquez, barrio de Salamanca; me tiro un rato en la cama; suena el teléfono. El martes 20 de mayo de 1997, a las seis y media de la tarde, en una recoleta habitación del quinto piso del hotel Wellington, en la ciudad de Madrid, suena el teléfono y la secretaria técnica del asilo de ancianos me dice, desde Buenos Aires, que ella está en coma profundo, en coma irreversible, y que ha sido internada en una clínica de Castelar. No se puede hacer nada, me dice: hay que esperar.

Dos horas más tarde salgo de la cama, me doy una ducha, paso a buscar en un taxi a María Montaldo, la periodista María Montaldo, ex mujer de mi amigo Santiago Lezama, el psicoanalista Santiago Lezama, lacayo de los escritos de Jacques Lacan, en tiempos, y de los artificios monárquicos del psicoanalista Jacques-Alain Miller, después, y hoy declarado fuera de la ley por el doctor Miller: mi amigo, el Pupi Lezama, ahora lacayo de su muerte. (El psicoanalista Miller pone fuera de la ley a quienes un día aparecen flotando en sus pantanos como si flotaran en las aguas del paraíso, y ya no le obedecen). Por eso vamos a cenar, María Montaldo y yo, a un respetable restaurante argentino en un barrio pijo de Madrid. No le diré nada a María Montaldo, esa noche, ni a nadie. Comemos empanadas, ensaladas verdes, asado de tira, torta de manzanas. Después yo pido whisky. O sea, carnes nacionales, manzanas españolas, alcohol escocés. Uno tiene alma de cajetilla. Pero el único cajetilla de verdad que conozco es un pensador desterrado que se llama Enrique Lynch. Uno es apenas un editor que ha vivido casi 10 años en Barcelona, que se ha ganado en aquel tiempo como un esclavo la ciudadanía europea, y que hoy sólo presume de conocer tres o cuatro ciudades, empezando por Rosario; o a veces, lo que es peor, de haber leído a Giorgio Bassani; o, en el colmo de algún arrebato, de haber visto muchas películas; lo suficiente, todas o cada una de las presunciones, como para irritar, casi, en alguna discusión, a un par de amigos populistas que hoy cultiva en Parque Chas, y que lo acusan, por tanto, a uno, para herirlo de muerte, de intelectual, a veces, y a veces de sofisticado. Lo de intelectual, aunque ideológicamente incorrecto, se puede dejar pasar; pero no hay nada más despreciable en estos tiempos que quien es, o desea ser, sofisticado. Es decir, un snob.

El día siguiente es otra cosa. Por eso llamo a Buenos Aires. Le pido a la secretaria técnica del asilo de ancianos que hable con José, en Rosario, y que José me llame y me cuente cuál es el estado de las cosas. Yo espero que él reaparezca y que me diga qué debo hacer. Es así. Yo tengo la suerte, por una vez, de estar en otro lado. Más tarde la llamo a María Montaldo y le cuento lo que pasa, le digo que en Buenos Aires ella se está muriendo. De modo que volvemos a encontrarnos y hablamos de cualquier cosa: yo quiero que hablemos de cualquier cosa, menos de ella; María quiere hablar de cualquier cosa, menos de las drogas, de las deudas, de su ex marido, que ahora ni siquiera atiende el teléfono. Hay una idea que se mueve en las sombras y es la idea de que se hable de lo que se hable siempre se habla de lo que no se habla. No es una idea tomada del señor Lacan.

Un día vamos en auto. Así se decía. Vamos en auto no sé adónde, me parece que a Rosario. Es un viaje relámpago. Es un disparo, de Buenos Aires a Rosario. El auto es un auto negro, impecable, con asientos de cuero, guardabarros y estribos. Un Ford, pongamos, 1949, uno de esos modelos que a partir del capot eran una única línea curva hasta la cola; con un par de lunetas, atrás, manivelas plateadas, una palanca de cambios en el volante, un tablero tallado en madera noble. El auto va a 120 kilómetros por hora. Esto es así porque es inolvidable. En esos años, la velocidad máxima que alcanzaban los mejores autos era 120 kilómetros. No había más. El conductor es un hombre de unos 35 años, vestido con un traje cruzado, una camisa blanca a rayas, una corbata,  y zapatos marrones; tiene el pelo brillante, firme, tenso, peinado con fijador; es simpático, sonriente, conversador, chistoso, educado; un hombre fino, se hubiera podido decir en esa época; un buen bailarín, seguro, de fox-trots y de tangos; un cajetilla.

En la ruta 9 primero vemos un accidente, no me acuerdo bien. Vamos a mucha velocidad y vemos una hilera de coches y un ómnibus que parecen haber chocado entre ellos, todos. Los conductores y sus acompañantes están en la ruta, en las banquinas, discuten, dos o tres mujeres, no lo sé bien, lloran, un tipo tiene sangre en la camisa y la cara sucia. Después vemos otro ómnibus: de las ventanillas salen llamas y humo, es un incendio, el ómnibus ardía, y había pasajeros encerrados: mujeres que se asomaban a las ventanillas y gritaban, pedían auxilio, movían con desesperación los brazos: todas tenían el pelo cortado igual, largo hasta los hombros, ondulado, y el color era un castaño oscuro. Los vestidos de estas mujeres atrapadas en el ómnibus que ardía eran vestidos de verano con mangas cortas y escotes prudentes: las telas eran todas con estampados de flores. La ruta se oscurece por el humo del incendio, huele a caucho quemado, hace calor. El auto en el que vamos pasa por su mano, el accidente es en la otra dirección, o sea, yendo hacia Buenos Aires. El apellido del conductor del auto era Borrás, no podré olvidarlo. No sé, no recuerdo cómo se llamaba, quizás Mario, o Pablo. Pero el apellido era Borrás.

Más adelante al auto se le pincha una goma, así se dice, y nos bajamos: ella, Borrás, José y yo. Borrás se quita el saco, se arremanga la camisa, hace chistes, y cambia la goma por la goma de auxilio. En seguida guarda las herramientas en el baúl y pocos minutos más tarde seguimos el viaje. Borrás ya no maneja a 120 kilómetros por hora.

Ella -dice una noche la prima de su padre- está saliendo ahora con Borrás; está caliente con Borrás, ella; qué coraje, no tiene vergüenza, esa puta. Dice eso, esa mujer, en el transcurso de una cena familiar.

José dice que no se acuerda de aquel viaje, pero se pregunta cuándo fue, cuándo tuvo lugar, y se pregunta, sobre todo: mientras eso sucedía ¿dónde estaba su padre?, es decir, ¿qué había pasado con el primer marido de ella, el padre de José? Nunca pudo contestarse estas preguntas.

Ella, cuando Borrás cambia la rueda del auto, se arregla el pelo, que flamea en el viento, en la pampa, en el atardecer, lejos del accidente, del fuego, en la paz del campo vacío, de una ruta pelada, como se dice, y también flamea su pollera floreada en el viento, y sus piernas se alzan sobre las sandalias con plataformas de corcho. Borrás, me parece, se le acercó, antes de cerrar el baúl, y le dijo algo desde atrás, le murmuró, creo, algunas palabras en el oído, y tuve la sensación, la idea, no sé cómo lo hubiese dicho yo mismo en aquel tiempo, que mientras le hablaba al oído Borrás le rozaba la piel con los labios, a ella.

El jueves 22 de mayo de 1997 José me llamó por teléfono a Madrid. Era el mediodía y había un sol real y un aire apenas fresco gracias al cual era reconfortante caminar por Salamanca, pasar por una librería de la calle Juan Bravo, después hacer un alto en el Café de las Artes, y entonces resultaba tan formal como inasible pensar de la manera en que era posible pensarlo que ella, en una clínica de Castelar, en esos días, se estaba muriendo. José me dice que en efecto no hay nada que hacer, que el estado de coma es irreversible, y que se trata exclusivamente ahora de una cuestión de tiempo. Es difícil no pensar de inmediato en esa obviedad que es la idea de una cuenta regresiva. José me pregunta cuándo vuelvo y le digo que todavía no lo sé. Él me dice que no me aflija, que no es necesario que lo haga. Él está allá y se hará cargo de todo. “Olvidate”, me dice. Y yo me pregunto, un poco más tarde, cuando camino por la calle de Lavapiés, qué quiere decir: “Olvidate”. Llego a la conclusión de que cualquier respuesta que me dé no será, del todo, correcta. De modo que me olvido, por un tiempo. Leo El País en un bar, frente a la plaza donde ondean banderas rojas y donde media docena de albaneses vende un boletín escrito en una lengua ilegible. Un poco más adelante veo el Clarín en un kiosco y no puedo dejar de comprarlo. Hay algo tan obsceno, tan incomprensible, tan brumoso y familiar en el acto de hojear, en ese momento, un diario argentino en Madrid que me siento por completo ajeno a toda cuestión sentimental que se pretenda ligada a los hechos en cuestión.

No sé, por tanto, si anticiparé o no mi vuelta a Buenos Aires. Pero esa tarde, por fin, después de mucho intentarlo, consigo hablar por teléfono con mi amigo, el Pupi Lezama. Entonces él me dice que no podremos vernos porque tiene mucho trabajo, el consultorio lleno, ese día y el siguiente; me dice que lo siente en el alma pero que no podrá arreglarlo; y me dice que quiere pedirme dos cosas. Me pide, por teléfono, dos cosas: que no le cuente a nadie, en Buenos Aires, que él está enfermo (esto ya me lo ha pedido en un viaje anterior, seis meses antes, cuando sí nos vimos), y que le prometa que no me acostaré con su ex mujer mientras él viva. Le digo al Pupi Lezama que no le diré a nadie, en Buenos, que él está enfermo, y le prometo que no me acostaré con María mientras él viva. Pero no es que él tiene trabajo: es que él no quiere que lo vea, no quiere que vea su enfermedad, ni el camino que él sigue -pienso- hacia un final irremediable.

Así que resolví tomar un vuelo de regreso a Buenos Aires el viernes 23 a la medianoche. Toqué suelo argentino, de esta manera, el sábado a la mañana. José llegó de Rosario dos o tres horas después. Contraté un remise y fuimos a Castelar. La clínica donde ella estaba internada era una triste barraca: hacinados, los enfermos hedían y se quejaban. Algunos estaban internados por la fractura de algunos huesos, otras a punto de parir en camillas desperdigadas por los pasillos, otros se estaban muriendo.

Ella agonizaba en una vieja cama de hospital: respiraba con un ronquido, tenía tubos en la boca sin dientes, cánulas inyectadas en los brazos, el pelo desteñido, la piel de cera hundida en los pómulos. Le toqué una mano. Salí de la habitación (no recuerdo si el enfermo que la compartía era un hombre o una mujer, no miré, no quería enterarme), quería irme, José pretendía hablar con un médico. Nadie sabía nada de ella. Su hija no estaba. Entré nuevamente en la habitación. Estuve un rato ahí, de pie junto a la cama. Después me incliné hacia ella, le toqué la mano, le hablé al oído. “Acá estoy”, le dije. Creo que su mano, de una manera apenas perceptible, se movió en mi mano.

José consiguió hablar con una médica de turno y la médica de turno le dijo que el cuadro de ella era estacionario, no había nada que hacer: que nos podíamos ir, incluso, le dijo, la médica, era inútil quedarse en la clínica: ella no se daba cuenta de que estábamos allí, dijo, y nosotros molestábamos a los otros enfermos y al cuerpo médico. El cuerpo médico, por lo que se veía, era la médica de turno. Pero nos llamaría, o alguien nos llamaría, si se presentaba alguna novedad.

Entonces, esa noche, nos fuimos.

Un sábado a la mañana, en 1956, el ruido que hacemos José y yo la despierta. Jugamos, o peleamos, no lo sé, mientras nos vestimos para salir con él, el que ha sido su primer marido. El ruido la despierta y se levanta. Es imposible olvidar los enojos, la furia, el odio de ella. Salió de su habitación descalza, agarró un cinturón, con la hebilla en la palma se lo enrolló en la mano derecha hasta la mitad; de esta manera el cinturón se convierte no en un látigo sino en un rebenque y sirve para pegar; nos pega, nos pega en la espalda y en las piernas; si tratamos de cubrirnos con los brazos nos pega en los brazos; siempre nos pegaba con esos cinturones; con esos rebenques. Es imposible olvidar las marcas que esos golpes dejaban en la piel, marcas rojas que se hinchaban dibujando en su relieve la forma del cinturón, la forma corta del rebenque, su extremo en V grabado en los muslos, en las pantorrillas; nunca en la cara; a veces en los brazos. Y nos echa de casa. No nos quiere ver más, dice. Le dice a José que se vaya con su padre. Lo repite. Repite que no quiere vernos nunca más. Y vuelve a pegarnos. Hay algo natural en este hecho. Un chico no sabe que nadie tiene derecho a pegarle. Se cree, a esa edad, que con o sin motivos los mayores tienen derecho de pegarle a los chicos. Cuando todo termina, salimos del departamento de la calle Uriburu, José y yo, caminamos cuatro cuadras, pasamos frente a los cines Radio City y Cataluña, llegamos a la esquina de Corrientes y Callao, y él nos está esperando. Le decimos que ella nos echó de casa. Es la única vez que él la insulta. Es la única vez que yo recuerdo que él la insulta, frente a mí, en voz alta. Hija de puta, dice. Y nos lleva a la casa de una hermana de la prima del padre de ella que vive en la calle Blanco Encalada al 5400, en Urquiza. Le cuenta a Elvira  -la hermana de la prima- lo que pasa, le explica que él no puede hacer nada con nosotros, y nos deja ahí, en la casa de Elvira, en Villa Urquiza. De esta manera termina una infancia.

El domingo 25 de mayo de 1997 José llamó a la clínica: nada había cambiado. De modo que también llamó a la hija de ella: la hija de ella le dijo que iría a la clínica a primera hora de la tarde y que nos quedáramos tranquilos. Almorzamos en la Recoleta y José se volvió a Rosario esa tarde. El domingo 25 de mayo de 1997, a las diez de la noche, la hija de ella me llamó para comunicarme que su madre había muerto el día anterior, es decir, el sábado 24, a esa misma hora, más o menos.

Es inútil tratar de entender por qué la clínica no nos llamó ni el sábado ni el domingo; por qué el personal de la clínica dijo el domingo que ella seguía igual, es decir, viva, en coma pero viva; por qué la hija de ella se enteró recién el domingo a la noche que su madre había muerto el día anterior. Llamé a Rosario. José todavía estaba viajando hacia su casa. Le dejé dicho que su madre había muerto. José llegó a su casa, recibió el mensaje, y volvió a Buenos Aires. A las 9 de la mañana del lunes 26 de mayo de 1997 contraté un remise y los dos regresamos a Castelar. El cuerpo de ella ya estaba en una empresa funeraria por cuenta del Pami. Eso lo había dispuesto la hija de ella.

En la sala mortuoria había cinco o seis personas. No sé quiénes eran. Ella tenía una mortaja blanca, algodones en la nariz y un rosario en las manos. Estaba mejor que el sábado. Si había sufrido, ya no sufría. La piel tenía un rubor de maquillaje pero no le quedaba mal. El rictus de la muerte había desaparecido de su boca. Me pregunté si había sido una mujer hermosa: me pregunté, quiero decir, si había sido una mujer considerada por los hombres no sólo atractiva sino hermosa. Me imaginé que sí, que probablemente lo había sido. Junto a ella, junto a su cuerpo ya sin vida, lloré.

A las dos de la tarde llegamos al crematorio del cementerio de Morón. Lejos, en lo alto, contra el cielo, se alza la chimenea, el humo amarillento que se va hacia el oeste. Hay que esperar un poco. El horno está ocupado. Caminamos, estiramos las piernas a lo largo y a lo ancho de una especie de patio de adoquines y paredes de ladrillos. Después alguien nos avisa que es el turno de ella. Quien ve las llamas de un horno crematorio ve las llamas del infierno. Ella desapareció allí. El féretro entra en el fuego. Las puertas del horno se cierran. Por una mirilla se ve, todavía, y todo el tiempo, el fuego. La operación requiere su tiempo. La hija de ella y su marido andan por ahí. José y yo vamos a tomar un café y a esperar en un bar de Morón, en cualquier bar, el primero que encontramos. José fuma. Yo ya no fumo. Hace casi 4 años, en ese entonces, que dejé de fumar. Hace 7 años que José y yo no nos vemos. “Ya está”, me dice José. Y es así. Un par de horas después nos entregan una urna con las cenizas calientes de ella. José y yo sabemos lo que vamos a hacer. Ella pidió ser cremada y que se tiren sus cenizas al mar. No hay mar en Morón, en Castelar, ni siquiera en Buenos Aires. Pero ya está resuelto. Nos despedimos de la hija de ella y del tipo. Subimos al remise. Nos vamos de allá.

En Buenos Aires, a las siete y media de la tarde del lunes 26 de mayo de 1997 no hay sol, no hay luz; es, puede decirse, de noche. No hace frío, pero un viento húmedo sopla del este. El Río de la Plata golpea el murallón de la Costanera Norte con un oleaje lento, constante y pesado. Nos asomamos. En el agua flotan y se mecen en las olas maderas, botellas de plástico, residuos. Con un poco de suerte, con un poco de paciencia, a lo mejor el agua se lleva los residuos. Es así. El agua se lleva los residuos y deja una espuma sucia. Es todo lo que tenemos. José tira las cenizas al río. Después tira la urna. Mira. La urna flota un rato. Por fin, desaparece. “Se terminó”, dice mi hermano. Regresamos al auto.

El chofer no dice una palabra. Nos lleva a mi casa. Yo hago café. Miramos durante unos minutos las noticias en la televisión. Le pregunto a José si quiere comer algo. Lo piensa un poco. Me dice que no. Me dice que la verdad es que le gustaría salir a caminar un rato, solo. Yo me siento aliviado: no hay nada más, y por eso nos entendemos. A mí me gustaría hacer lo mismo, le digo. Le doy un juego de llaves. José dormirá en mi casa esa noche, el martes hará un par de cosas en Buenos Aires, y al mediodía o a primera hora de la tarde volverá a Rosario.

Él sale primero. Yo espero, dejo pasar unos minutos. Quiero que las luces de mi casa, la computadora, el televisor, queden encendidos, como todas las noches. En esta casa se vive. Cuando terminan las noticias me pongo un abrigo y bajo, yo también, y salgo a la calle. Hay gente, desde luego; autos, colectivos, una fila india de taxis vacíos, un camión recolector de basura. No sé qué hacer, no sé adónde ir, pero camino.

 

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JUAN MARTINI nació en Rosario en 1944. Dueño de una obra vasta y contundente, se ha consolidado como uno de los escritores centrales en el campo literario argentino. Ha publicado las novelas El agua en los pulmones (1973), Los asesinos las prefieren rubias (1974), El cerco (1977), La vida entera (1981), Composición de lugar (1984), El fantasma imperfecto (1986), La construcción del héroe (1989), El enigma de la realidad (1991), La máquina de escribir (1996), El autor intelectual (2000), Puerto Apache (2002), Colonia (2004), y los libros de relatos Barrio Chino (1999) y Rosario Express (2007). Cine. III. La inmortalidad es la última entrega de la novela en tres partes, pero a la vez independientes, que se inició con Cine (2009) y continuó con Cine. II. Europa, 1947 (2010). A lo largo de su carrera ha obtenido numerosos premios, como la Beca de la Fundación Guggenheim (Estados Unidos, 1986), el Primer Premio Municipal de Literatura (Buenos Aires, 1989) y el Premio Boris Vian (Buenos Aires, 1991). Actualmente vive en Buenos Aires y dirige talleres de escritura narrativa.

Su relato “Materia dispuesta” está incluido en el libro Rosario Express (Editorial Norma, Colección La Otra Orilla, 2007).

 

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