La nostra vita (2010) de Daniele Luchetti
Por Rubén Romero Sánchez
Claudio parece tenerlo todo: un buen trabajo de albañil, una mujer a la que adora y dos hijos con los que disfruta en sus ratos libres y un tercero que está en camino. Pero de pronto una tragedia le da la vuelta a su vida por completo y deberá empezar de nuevo enfrentándose al dolor más extremo.
Daniele Luchetti retrata con su cámara el acontecer cotidiano de su antihéroe con gran sensibilidad y un hermoso gusto por los detalles pequeños. Dibuja unos personajes secundarios que por sí solos merecerían una película aparte y trata la realidad italiana con el oficio que dan los años en esto del cine.
Lo que ocurre es que busca el final feliz, y eso le pierde. La historia está bien contada y los giros del guión perfectamente dosificados. La ausencia de música extradiegética en las secuencias de mayor contenido emotivo nos hace empatizar aún más con el personaje principal, los toques de humor alientan el realismo de lo que se nos cuenta y desinflan un poco el efecto algo exagerado que provocan el vecino discapacitado traficante con su novia africana ex-prostituta.
Pero todo esto se difumina cuando nos acercamos al último cuarto de la película e intuimos que lo que podría haber sido una tragedia tipo La habitación del hijo de Moretti se está convirtiendo en una hagiografía tipo «todo por mis hijos». Contrarresta esta sensación la magistral interpretación de Elio Germano, ganador por este papel del premio al mejor actor en Cannes en 2010. Germano solo mantiene la película. Poseedor de una mirada limpia y tierna, es capaz de ofrecernos el dolor absoluto, como en la secuencia del funeral, y la determinación más fría, como en la conversación con su jefe en el momento en el que le chantajea. Un portento, el caballero.
Luchetti se pierde porque la historia que cuenta es tan brutal que se prohibe dejar al espectador sin asideros esperanzadores, pero así funciona el teatro clásico griego y bastante bien le ha ido. Aun así, es de elogiar la minuciosidad con la que compone las secuencias corales, a medio camino entre el docudrama, Casavettes y la nouvelle vague, tamizándolo todo de un toque a lo Vittorio de Sica en Milagro en Milán. Buenos mimbres, buenas intenciones, buen trabajo, pero ¡ay! de esa costumbre de algunos directores de querer hundir en la miseria al espectador… Eso era lo que los griegos llamaban «conmover».