Persiguiendo el vudú: Miles Davis y Bitches Brew
Por Carlos Bouza.
Miles Davis no bromeaba cuando, en cierta ocasión, se definió a sí mismo como “el hombre que cambió el rumbo de la música cinco o seis veces”. Alumno díscolo de Dizzy Gillespie y Charlie Parker, Davis abandonó pronto la senda del bebop para liderar no pocos giros estéticos en la historia del jazz. Pero vayamos por partes.
A caballo entre las décadas de los cuarenta y cincuenta, dirigiendo su primer grupo como líder (y junto a arreglistas como Gil Evans y Gerry Mulligan) el trompetista de Illinois dio carpetazo a los sonidos frenéticos del be bop y levantó el acta fundacional del movimiento cool: un nuevo campo de acción dominado por los fraseos concisos y ambiguos, las sonoridades tensas y las formas impresionista. Con su primer gran quinteto (integrado, entre otros, por un John Coltrane que todavía no volaba por su cuenta) Davis dominó musicalmente el ecuador de los años cincuenta, al redondear el trabajo con patrones blues y el gospel en hitos del hard bop como Round About Midnight (1956). Sus trabajos orquestales junto a Gil Evans oxigenaron el terreno de las big bands (Miles Ahead, 1957) y moldearon un gigantesco híbrido de jazz, música clásica y flamenco que cristalizó de forma hermosa en Sketches Of Spain (1960). Y más importante si cabe, las investigaciones modales que culminaron en la edición de Kind Of Blue (1959) ensancharon para siempre los confines de la improvisación, liberada para siempre del agarrotado patrón de los cambios de acorde.
Sin embargo, de entre sus infinitas mutaciones, hoy echamos la vista atrás para regresar al más importante logro de su llamado “período eléctrico”: el febril y drástico Bitches Brew, otro disco empecinado en quemar naves y que ensanchó con valentía el reinado de su autor.
En la mañana del 19 de agosto de 1969, e indiferente ante la incomprensión que habían despertado sus quiebros más radicales, Davis se dirigió a los Studio B de Columbia, en la neoyorquina Calle 52, para iniciar una nueva exploración en terra incógnita. Apenas dos años antes, su nueva pareja, Betty Davis, había iniciado en él una renovación que se tradujo tanto en su apariencia externa como en el descubrimiento de nuevas formas musicales. En definitiva, Davis estaba dejando de ser un músico de traje y corbata para transformarse en una especie de producto de Carnaby Street, al tiempo que se mostraba cada vez más seducido por los discos de James Brown o Sly & TheFamily Stone. Siempre insatisfecho con sus conquistas más inmediatas, ansioso por moverse más rápido que su sombra, Miles vió en el rock un vasto campo de pruebas; un terreno relativamente joven en el que, además, estaban trabajando a destajo algunos de los músicos con más inventiva del momento. Entre sus planes, es evidente, no figuraba el reciclarse en músico de rock, pero tenía ante sus ojos una oportunidad única: vampirizar las ideas más interesantes de ese nuevo espacio, e incorporarlas posteriormente a su propio lenguaje. En el horizonte, Jimi Hendrix se convertiría para Miles en uno de los más luminosos faros de este ciclo.
En 1968, Hendrix acababa de publicar Electric Ladyland, su tercer y último trabajo con el acompañamiento de la Experience. Se trataba de un álbum tan lleno de información y sonidos que apenas podían contenerse en el espacio de un extenso disco doble, y donde el guitarrista de Seattle se sumergía de lleno en las posibilidades del estudio de grabación. Siguiendo la estela de alquimistas contemporáneos como Brian Wilson o The Beatles, Hendrix habia pasado de guitarrista pirómano a productor chiflado, tratando de concretar tras la mesa de mezclas las ideas más disparatadas. Menos interesado en las canciones de escuadra y cartabón que en perseguir una masa sonora de impacto, su público natural reaccionaría del mismo modo que la audiencia natural de Davis frente a trabajos como Kind Of Blue: desconcierto general y aceptación gradual.
El dominio eléctrico sobre Miles se concretó primero en la grabación que daría carpetazo definitivo a toda su producción anterior: las dos amplias piezas colectivas editadas conjuntamente bajo el nombre de In A Silent Way (1969). En ellas, el trompetista se haría acompañar de un septeto formado por algunos de los mejores instrumentistas del momento, y que en adelante serían automáticamente asociados a este revolucionario período: Wayne Shorter (saxo soprano), John McLaughlin (guitarra eléctrica), Chick Corea y Herbie Hancock (ambos al piano eléctrico), Joe Zawinul (órgano), Dave Holland (contrabajo) y Tony Williams (batería).
Reflejo de la vertiente más introspectiva y lírica de Miles, In A Silent Way no es en modo alguno un disco de rock, pero tampoco un disco de jazz tal y como éste se había escuchado hasta el momento. Volátil, atmosférico y conducido por un brumoso tejido eléctrico, su contenido enfureció a la vieja guardia, al tiempo que sus mimbres soul, folk y pop asentaban el andamiaje de todo el jazz-fusión posterior. Era una propuesta inédita, alimentada por un motor bicéfalo: Miles Davis como director musical, y el productor Teo Macero construyendo milimétricamente el arduo trabajo de post-producción que se convertiría en la principal seña de identidad de Bitches Brew.
Cuando Davis cerró tras de sí las puertas del Studio B, tan sólo siete meses después de la publicación de In A Silent Way, lo hizo dispuesto a ahondar en la brecha interpuesta entre él y su público, su legado y cualquier libro de instrucciones asimilado hasta entonces. En aquel ardiente día de agosto convocó a once músicos, jóvenes e intuitivos, en una sesión que estaba a punto de ponerse en marcha sin ningún tipo de ensayo ni preparación previa. Desde luego, nada iba a desarrollarse según al procedimiento habitual en cualquier grabación de jazz. Es decir, el basado en un puñado de músicos llevando a buen puerto una pieza determinada, sobre un patrón concreto, y fijando ese instante de inspiración colectiva de la forma más espontánea posible. Por el contrario, Miles estaba a punto de adoptar un método de trabajo que, como veremos, estaba más bien inspirado en el concepto de Electric Ladyland.
Davis asignó a Joe Zawinul y John McLaughlin los mandos de la expedición y activó tres jams conjuntas, en tres mañanas consecutivas. Las ejecuciones incluían dos baterías (Lenny White y Jack De Johnette), dos pianos eléctricos (Azwinul y Chick Corea), dos bajistas (Dave Holand y Harvey Brooks), dos percusionistas (Don Alias y Jim Riley), la guitarra de Mc Laughlin, el saxo barítono de Waye Shorter y el clarinete de Bernie Maupin. La misión consistía en perseguir un determinado grooveo trance, capturarlo y sostenerlo. Y, a lo largo de tres jornadas, todos disfrutaron de plena libertad para entrar en faena.
Acaso el primer gran logro de Miles Davis en las citadas sesiones fuese su capacidad de control sobre aquella enorme banda, articulándola y haciéndola fluir como si se tratase de un pequeño conjunto. Lo que escuchamos en Bitches Brew es una obra moviéndose a golpe de contrastes, tan abstracta como perfectamente ensamblada: un puñado de músicos basculando entre el tejido de texturas oscuras, densas, y expresivos pasajes de explosión dinámica, muy funkys. O, como lo definiría el batería Tony Williams, estrecho colaborador de Davis, “música abstracta y cromática, pero con un fuerte pulso de rock”.
Todos los implicados parecían tener claro, en principio, su papel y sentido dentro del complejo engranaje de Bitches Brew. Según el biógrafo Ian Carr, hay varias claves para entender la distribución de roles en la banda. Entre ellas se encuentra el hecho de que uno de los baterías y el bajista mantuviesen el pulso básico de las piezas, cediendo a los otros baterías y al percusionista adicional la libertad de crear el frondoso entramado de polirritmias y texturas; o la importancia crucial del clarinete bajo a la hora de crear las características tramas oscuras del álbum.
Sin embargo, jornada tras jornada, los músicos salian del estudio desconcertados ante lo que acababan de grabar: gran parte del material registrado parecía excesivamente fragmentado y sin rumbo aparente, dando la impresión de haber trazado recorridos incompletos. Y ahí es donde entraba en escena Teo Macero, veterano precursor de la estereofonía y experto en modernas técnicas de grabación, además de nuevo lugarteniente de Davis.
Durante largas jornadas, y a puerta cerrada, Miles y Macero estaban llevando a cabo una milimétrica tarea de postproducción basada en el corta-y-pega, siendo las múltiples pistas obtenidas su principal material de trabajo. En este sentido, Bitches Brew no es ni más ni menos que un gigantesco collage, intensamente sometido a reelaboraciones basadas en los overdubs. Las distintas tomas se aislaban y recolocaban, ensambladas en uno u otro tramo de la pieza elegida. Algunas se desechaban directamente, mientras que otras podían duplicarse para armar un determinado riff. Se trataba de un procedimiento que ya había obtenido su puesta de largo en la música rock, pero que raramente había alcanzado los resultados y expresividad que encontramos en este raro y radical disco de jazz.
Cuando uno se acerca a Bitches Brew, en los primeros tanteos, lo primero que llama la atención es su aparente falta de dinámica y desarrollo: es un álbum en permanente suspensión, flotante, y que no cesa de burbujear. La trompeta amplificada de Davis parece abrirse paso con agudas y vacilantes cuchilladas, sobre un fondo acuoso e impreciso que discurre entre sacudidas. Todo en él parece a punto de derretirse, arrastrando cualquier forma musical precedente. Ahora bien, ¿qué es lo hay debajo?
Lo que esconde “Spanish Key”, por ejemplo, es algo así como la peculiar versión de Miles Davis de la música de James Brown: una reescritura líquida e impresionista de “Papa’s Got A Brand New Bag”, con los punteos de John McLaughlin como protagonistas y la sección rítmica atravesando la pieza a golpe de boogaloo. Es la composición más accesible del disco, y la que abre la puerta a las hechuras más expansivas y menos ensimismadas de toda la obra. De todo este segmento, acaso la composición más representativa sea “Miles Runs The Vodoo Down”, que además de recoger todas las formas de la tradición blues en un impresionante tratado de un cuarto de hora, muestra las líneas maestras de buena parte del proyecto: el latido gomoso del bajo, la improvisación del conjunto moviéndose en oleadas y Miles abarcando registros que, como apuntaría Ian Carr, se debaten entre “gruñidos, ceceos, espacios, gritos, líneas prolongadas, frases cortas y tensas”, con un “sentimiento incendiario que parece apenas poder controlar”.
La fama de este brebaje de perras como un caldero de música (falsamente) estática y reiterativa deriva más bien de su impresionante primera parte, la que se abre con el extenso “Pharaoh’s Dance” y se cierra con la propia “Bitches Brew”. Es decir, casi tres cuartos de hora que se desarrollan en un aparente e hipnótico estado de suspensión. La primera de las dos piezas se sostiene parcialmente sobre una cita literal y posiblemente irónica hacia el “Spinning Wheel” de Blood, Sweet & Tears, un grupo de jazz rock abiertamente despreciado por Davis, y pone sobre la mesa todo el mecanismo interno del álbum. Se trata de un extraño monstruo de Frankenstein construído a base de loops y manipulaciones, pero rebosante de nervio, donde todo el conjunto serpentea para encontrar su hueco. Miles introduce su característico efecto delay en la trompeta, en parte edificado sobre un echoplex que, a través del eco y la reverberación artificial, extrae las famosas resonancias electrónicas de su instrumento acústico. Junto a él, la guitarra de Mc Laughlin y el saxo de Wayne Shorter, así como la red de pianos y baterías, parecen hervir. Y acaso esa sea la palabra que mejor captura a Bitches Brew: un disco en permanente estado de ebullición.
En propiedad, podemos hablar de Bitches Brew como un álbum de música psicodélica. En él, la trompeta de Miles se abre paso hacia otros mundos, en una exploración doble. Por un lado, su búsqueda se dirige a las posibilidades expresivas de los sonidos electrónicos. Por otro, lo hace través de los límites de la conciencia humana, y con destino hacia lo que entenderíamos como una liberación espiritual. Además, su trabajo con los músicos no sólo presentaba equivalencias con los procesos creativos de cualquier gran conjunto de rock psicodélico (incluyendo la plena libertad de improvisación individual dentro del sonido colectivo), sino que Davis encontraría un excelente receptor en la cultura hippie. Sin ir más lejos, durante su período eléctrico, el trompetista participó en grandes festivales de rock, incluyendo el de la Isla De Wight (1970), convirtiéndose en fuente de inspiración para músicos que iban desde songwritters como Tim Buckley a jambands del calibre de Grateful Dead. Así lo reconocería Phil Lesh, el bajista de la banda de Jerry García: “Miles influía en todos, hasta en los que no eran músicos. Bitches Brew fue extraordinario porque incluyó todo lo que hacíamos y habíamos tratado de hacer, y lo llevó mucho más allá: una influencia definitiva en la forma de tocar de todos”.
La sugerente portada del artista alemán Abdul Mati Klarwein, con sus formas sensuales y su fondo paisajístico en proceso de licuado (donde no es difícil detectar reminiscencias dalinianas), ayudó igualmente a deslizar Bitches Brew hasta el centro de la cultura psicodélica del momento, pese a que ésta estaba iniciando ya su declive.
No es casual que el trabajo de Klarwein estuviera presente, en 1970, en el artwork tanto de Bitches Brew como del Abraxas de Carlos Santana, uno de los más reconocidos admiradores del trabajo de Davis en el terreno del rock. Los dos discos, cada uno a su modo, eran trabajos expansivos y poseídos por el mismo espíritu rupturista, lo que convirtió a Santana en uno de los principales defensores de la línea abierta por Miles. En el documental retrospectivo Electric Miles: A Different Kind Of Blue (Murray Lerner, 2004), el guitarrista refrendaría su opinión al considerar que, en efecto, el Davis de este período estaba “abrazando el futuro”. Su postura encontraba su contrapunto en el feroz recibimiento brindado por la vieja guardia de la crítica jazz, representada por el historiador cultural Stanley Crouch. Las intervenciones de Crouch en la filmación son demoledoras. Empeñado en evaluar Bitches Brew como “el mayor ejemplo de auto-violación en la historia del arte”, en base a sus “largas piezas informes que parecían ir a ningún sitio”, su enjuiciamento parece esconder una defensa involuntaria. Al fin y al cabo, estamos realmente ante una obra que tiene en la violación de cualquier tipo de reglas, ya sean impuestas o autoimpuestas, su principal leitmotiv.
En cualquier caso, Bitches Brew se convertiría con el tiempo en el disco más vendido de la historia del jazz. Tras su publicación, Davis continuó estudiando música, e incorporando en sus próximos movimientos influjos tan dispares como las formas electrónicas y abiertas del alemán Karlheinz Stockhausen o el pulso urbano del hip-hop. Una sorprendente concreción del primer ejemplo lo encontramos en el chocante funk marciano, (abstracto) y callejero de On The Corner (1972), que supondría su último gran registro en estudio antes de un período de aguda sequía. Durante los años siguientes, el trompetista iniciaría un particular calvario, empedrado de adicciones, quirófanos, accidentes de tráfico y reclusiones. Un paréntesis roto en los albores de la década de los 80, donde retomaría parcialmente sus investigaciones en álbumes de marcada conciencia social y política. A este período corresponden obras abiertas a los aires pop, r&b y hip-hop, como es el caso de “You’re Under Arrest” (1985), “Tutu” (1986) o el póstumo “Doo-Bop” (1992), publicado tras su muerte en 1991. Entre medias, quedaba un reguero de discos más o menos exitosos o fallidos, siempre estimulantes, pero ninguno con la capacidad de dinamitar fronteras que tuvo aquella abrasiva pócima preparada en el verano de 1970.
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