"Cómo vivimos y cómo podríamos vivir", de William Morris
Por Ignacio G. Barbero.
“No puede llamarse sociedad a un orden que no sea mantenido en beneficio de cada uno de sus miembros”- W. Morris
William Morris (1834-1896) consideró que se podía crear, dadas las avanzadas condiciones materiales de su tiempo, el mejor -y más bello- de los mundos posibles, donde no hubiera lugar para la explotación del hombre por el hombre ni existiera una clase -la obrera- humillada, esclavizada y “destinada” a beneficiar a otra -la burguesa, dueña del capital-; donde,sencillamente, todo ser humano disfrutara en igualdad y libertad de una vida digna y placentera. Esta aspiración nació en el autor por la observación de la dolorosa -y fea- realidad de la Inglaterra del siglo XIX, en la que una buena parte de la población sobrevivía a duras penas en guetos mientras regalaba su tiempo a un cada vez más adinerado empresario, y por la lectura de El Capital de Karl Marx, cuyo profundo estudio del sistema económico capitalista dotó a Morris de las herramientas teóricas y críticas para legitimar ese “mejor mundo posible”.
El socialismo, en consecuencia, era el camino a transitar y su activismo político buscó demostrarlo. Tres de sus conferencias más importantes dedicadas a este fin han sido recogidas por la editorial Pepitas de Calabaza en este volumen magníficamente editado: “Cómo vivimos y cómo podríamos vivir”, “Trabajo útil o esfuerzo inútil” y “El arte bajo la plutocracia”. El hilo argumental que atraviesa sus palabras se condensa en las respuestas a dos preguntas esenciales: “¿Cómo vivimos?” y “¿cómo podríamos vivir?”
– ¿Cómo vivimos?
Bajo la tiranía del “sálvese quien pueda” y acompañados de la esclavitud de los trabajadores ejercida por el capital. Las manos y el alma del trabajador están sometidas a las necesidades del “sistema de comercio competitivo”, que impele al trabajador necesitado de sustento a pugnar por un puesto de trabajo y coloca al empleador (o “cazador de beneficios”, como lo denomina Morris) en una clara situación de dominio. El beneficio a toda costa, que fomenta una situación de guerra constante de todos contra todos, es un fin en sí mismo para los empresarios. El hombre, afirman éstos, está hecho para el trabajo y el comercio (la competición) y no el trabajo y el comercio para el hombre, a saber: no es prioritario ayudar a obtener un bienestar general, sino obtener beneficio económico particular a través de la competencia. Por ello, nos explica el autor, ha llegado a convertirse en artículo de fe para la moralidad moderna que todo trabajo es, en sí mismo, bueno; creencia muy oportuna, por supuesto, para el que vive del trabajo de los demás, que sólo busca la rentabilidad:
“El objetivo esencial de la industria es “obtener beneficios”; resulta frívolo especular si los artículos que se elaboran tienen mayor o menos utilidad para el mundo, con tal de que se pueda encontrar a alguien que los compre a un precio tal que, cuando el trabajador haya recibido la menor cantidad posible de productos y comodidades de primera necesidades que se le pueda hacer aceptar por su elaboración, quede algo como recompensa para el capitalista que lo ha empleado” (p.120).
Las necesidades reales de las personas no son lo prioritario; sólo las necesidades creadas de las que pueden obtenerse dinero. Además, el trabajo que genera estos productos, marcado por la explotación laboral de numerosas personas, es realizado sin disfrute, sin conciencia de utilidad. Es una labor mecánica y sin sentimiento de trabajadores que ven todo tarea como un castigo (necesario para subsistir). De esta realidad extrae el autor la causa de la situación en la que se encuentran las artes de su tiempo, porque “todo arte, aun el más elevado, está influido por las condiciones laborales de la gran masa de la humanidad” y cualquier explicación no basada en estas condiciones es fútil y vana. La fealdad artística rodea al hombre civilizado por todas partes ya que el arte es “la expresión del gozo del hombre en su trabajo” y este gozo es inexistente.
Morris, como vemos, no sólo impugna el mundo que vive desde un punto de vista socio-económico y moral, sino también desde una perspectiva estética. Habita, a su juicio, en una sociedad que no es justa ni buena ni bella.
– ¿Cómo podríamos vivir?
Para alcanzar el ansiado “mejor mundo posible” es necesario redefinir la noción de riqueza:
“La riqueza es lo que la naturaleza nos proporciona y lo que un hombre razonable puede obtener a partir de los dones de la naturaleza para emplearlo de modo razonable. La luz del sol, el aire fresco, la faz virgen de la tierra, el alimento, el vestido y la vivienda necesaria y decente, el acopio de conocimientos de todo tipo y el poder de diseminarlos, los medios de la libre comunicación entre hombre y hombre, las obras de arte cuya belleza crea el hombre cuando más es, cuanto más lleno de aspiraciones y más juicio tiene: todas las cosas que proporcionan placer a la gente libre, honrada e incorrupta: esto es la riqueza” (pp.152-153).
La razonabilidad del uso de los recursos que la vida nos proporciona, la garantía de casa, abrigo y comida y la libertad e igualdad de todos los hombres para relacionarse, conocer y crear son signos de riqueza real. La importancia del placer (o “fácil vivir”, como lo denomina Morris) a la hora de realizar tareas es también fundamental, pues uno de las consecuencias más graves de la explotación de los trabajadores es que éstos son llevados a una existencia mísera, triste y completamente ocupada en sobrevivir. Esta “clase de las víctimas”, por tanto, ha de ser eliminada; es un atentado contra el bienestar social que haya una grupo de seres humanos degradados y humillados en beneficio de unos pocos. El trabajo sólo será un bien si le acompaña la debida esperanza de descanso y disfrute de lo producido por la sociedad; por ello, ha de constituirse como derecho inalienable el que todo empleo proporcione esas esperanzas de futuro.
El autor va todavía más allá y considera que el capital, que otorga el poder económico (y político) a los explotadores, debe cambiar de manos:
“Poner el capital, comprendidas ahí la tierra, la maquinaria, las fábricas, etc., en las manos de la comunidad, de modo que se utilice para el bien de todos por igual y así todos podamos trabajar para “satisfacer” la demanda “real” de todos y cada uno, es decir, trabajar por nuestro sustento en vez de trabajar para satisfacer el mercado de beneficios” (p.165).
Los trabajadores tendrán, así, todo cuanto producen y nada les serás robado; todos y cada uno tendrán cuanto necesiten. Una sociedad obrera que regulará su trabajo de modo que la oferta y la demanda sean auténticas y no un mero juego de azar; ambas estarán proporcionadas, porque la misma sociedad que pida será la que abastezca: la vida del ser humano se situará al servicio de (sus) necesidades reales y no de demandas del mercado. Se aunarán los esfuerzos de todos; una hermandad cooperando en igualdad de condiciones y libertades. Esto permitirá, además, una renovación de las artes, que dejarán de ser un lugar elevado -para nobles- donde refugiarse del vacío existencial del capitalismo. La creatividad natural y la práctica del arte popular irán de la mano en plena alegría.
William Morris creyó firmemente a lo largo de su vida en la posibilidad de una sociedad realmente buena, justa y bella. El poco alentador presente que habitamos contrasta de manera radical con esa fe en una revolución proletaria. Ahora bien, el descubrimiento de esta diferencia entre el mundo que habitamos y el mundo que podemos llegar a crear es, con toda su fuerza inherente, la principal virtud de esta obra.
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«Cómo vivimos y cómo podríamos vivir»
William Morris
Pepitas de Calabaza, 2013
182 pp., 10 €