Caballero Bonald, discurso de recepción por el Cervantes 2013
En el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, José Manuel Caballero Bonald ha recibido esta mañana, Día Internacional del Libro, el Premio Cervantes 2013. Los Príncipes de Asturias presidieron, en sustitución de los Reyes, la entrega del mayor galardón de las letras hispánicas.
El discurso de recepción de Caballero Bonald con motivo de la ceremonia de entrega del premio es el que sigue:
(Sólo es válida la palabra pronunciada)
«Debo empezar reiterando lo más obvio: que el premio Cervantes me ha deparado la mayor satisfacción recibida en mi ya dilatado trayecto humano y literario. Se trata por supuesto de un motivo de orgullo muy especial y de un honor que va a acompañarme cada día, como un estímulo inagotable, en este ya sobrepasado arrabal de senectud. Tengo que hacerme merecedor de este reconocimiento magnánimo -me he repetido muchas veces-, como convenciéndome de que debía esmerarme para que mi trabajo literario alcanzara una suficiente validez. Sólo así iba a poder equilibrarse lo mucho que recibo con lo poco que ofrezco.
Deseo que mi gratitud se reparta efusivamente entre cada uno de los miembros del jurado y entre quienes han hecho posible que yo esté hoy aquí, conmovido y abrumado, recibiendo el premio mayor de nuestras letras. Pienso en algunos poetas y novelistas que me han precedido en este trance -Antonio Gamoneda, José Emilio Pacheco, Juan Marsé, Ana María Matute, Juan Gelman-, que son también amigos queridos y autores predilectos, y pienso en otros compañeros fraternales -José Ángel Valente, Carlos Barral, Ángel González, Claudio Rodríguez, Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo- a quienes la muerte cercenó la posibilidad de recibir los honores que yo recibo ahora. “Falta la vida, asiste lo vivido”, dijo Quevedo en un soneto eminente. Y eso es lo que me repito mientras recurro a esta evocación justiciera. Y mientras procuro sobrellevar la turbadora experiencia de hablar en una cátedra de la que irradió el magisterio del humanismo español, y desde la que se instruyó a algunos de los grandes ingenios de los siglos de oro.
El premio Cervantes viene a activar un vínculo siempre latente con nuestro primer y universal novelista, a quien me tienta aplicar el mismo encomio que dedicó Rubén Darío a Verlaine: “padre y maestro mágico”. No se me oculta que hablar de la significación de este premio dispone de ciertos desvíos retóricos difícilmente evitables. Pero prefiero, en este caso, la retórica a la mesura. He pensado mucho en las palabras que debía utilizar a este respecto. Y me he preguntado una y otra vez qué es lo que verdaderamente le debo a Cervantes, cuánto he aprendido de él para que, en virtud de este premio, se hayan asociado su ejemplo y mi devoción. Y sólo he encontrado respuestas deficientes.
Si las cuentas no me fallan, hace ahora justamente dos tercios de siglo que empecé a adiestrarme en el oficio de escritor, por lo que quizá merezca -eso sí- un premio a la constancia. Ya apenas si puedo evocar aquellas primeras sensaciones, tan remotas y difusas, de mi noviciado literario. Pero algo permanece imborrable: la certeza de que me hice escritor porque antes había leído a escritores que me abrieron una puerta, enriquecieron mi sensibilidad, me incitaron a usar la misma herramienta que ellos para interpretar la vida, para aprender a descifrarla. Sin esa enseñanza previa, nada habría sido lo mismo, claro. Tampoco yo estaría aquí ahora. Soy consciente de que mi biografía literaria depende tanto de los libros que he escrito como de los que he leído. Todos ellos constituyen como una especie de espejo múltiple donde me veo frecuentemente reflejado, y en todos ellos se alojan no pocos de mis descubrimientos de la vida precisamente porque también en esos libros descubrí otras vidas, experimenté la sensación de que algo había allí que me ofrecía la posibilidad de compartir un mundo ignorado y excitante.
Es posible que encontrara en aquellas lecturas algo parecido a una contrapartida, una compensación frente a la falta de asideros o los desconciertos de la edad. ¿Quién duda que leer es reconocernos en los otros, desentrañar lo que somos, recuperar lo que hemos vivido, incluso lo que no hemos vivido, resarciéndonos de nuestras propias carencias? Recuérdese que todos aquellos que se han valido de la opresión (desde los terrores inquisitoriales a los de cualquier censura dictatorial) para programar el mantenimiento de sus poderes, han coartado la libre circulación de las ideas. Los enemigos históricos de la libertad han recurrido desde siempre a una suprema barbarie: la hoguera. O quemaban herejes o quemaban libros. En las ficciones futuristas de un mundo amorfo, despersonalizado, regido por computadoras, la quema de libros representa algo más que un mandamiento atroz: es una metáfora de la esclavitud. Bien sabemos que destruir, prohibir ciertas lecturas ha supuesto siempre prohibir, destruir ciertas libertades. Quien no leía, tampoco almacenaba conocimientos. Y quien no almacenaba conocimientos era apto para la sumisión. De lo que fácilmente se deduce que conocimiento y libertad vienen a ser nutrientes complementarios de toda aspiración a ser más plenamente humanos.
Pienso que tal vez pueda permitirme una modesta jactancia en este sentido. Quiero decir que esa alianza que el escritor mantiene con sus primeras lecturas, con las fuentes literarias de su historia personal, tiene en mi caso -o yo deseo que tenga- un preámbulo inolvidable. Estoy refiriéndome a la inmediata posguerra, cuando se cimentaba el infortunio histórico del franquismo y cundían por el país muy variadas formas de desolación. Siempre me he hecho una pregunta obstinada: ¿empezaba yo a indemnizarme con la lectura de lo que me negaba aquel tiempo desdichado, pretendía remediar con el placer de un libro los sinsabores y privaciones de la historia? No creo que fuera consciente de nada de eso, claro. Pero puedo aventurar algunas pistas. Tengo muy presente, por ejemplo, que en el colegio de los Marianistas de Jerez, cuando yo cursaba el cuarto o quinto curso de Bachillerato, tuve un profesor de literatura, culto y afectuoso, que me facilitó una especie de florilegio hecho por él de las más llamativas aventuras de don Quijote. Quizá tardara en empezar a leerlas, quizá no había superado todavía esa prevención ante lo que se supone árido o dificultoso, pero cuando lo hice libremente algo inesperado se filtró en mi capacidad receptiva. No fue ninguna lección prematura, fue simplemente una conmoción insospechada.
Aún puedo revivir las emociones que me transferían esas precisas andanzas de don Quijote. No conservo el recuerdo sino el sedimento del recuerdo, la constancia placentera de haber descubierto un mundo fascinante, de haber roto un sello, abierto una ventana por la que podía asomarme a una nueva experiencia de lector, es decir, a una nueva enseñanza de la vida. Quiero recordar que medio entendí entonces que un libro te habla, pero también te escucha, que el hecho de elegir un libro y compartir con él una misma aventura también supone un ejercicio de libertad. Tal vez pudo ser ese el punto de partida de mis iniciales tentativas literarias, tal vez se inició en aquel ya distante tramo biográfico una vaga atracción sensible por el cultivo de la poesía. Aunque lo más seguro es que todo eso no sea sino una conjetura que me planteo al cabo del tiempo, cuando admitir su veracidad tiene ya mucho de licencia poética.
Entre las reflexiones que pone Cervantes en boca de don Quijote, destaca con singular notoriedad la defensa que hace de la poesía ante don Diego de Miranda, afirmando que “engloba todas las demás ciencias” (un juicio, por cierto, que vuelve a esgrimir el licenciado Vidriera –lo supe más tarde- con las mismas palabras. Por ahí empezaría yo a vislumbrar, me imagino, el sentido esencial de la poesía, esa germinación secreta que se propaga a lo largo de toda la prosa inmarchitable del Quijote. Como decía otro alcalaíno ilustre, Manuel Azaña, en esa prosa de poeta se estabiliza “la corriente maravillosa que Cervantes introduce en lo real para descomponerlo”. Cierto. Creo que ahí está expresada una de las más palmarias claves poéticas de la novela, ese paradigma creador que hizo las veces de anticipo fundacional de todas las posteriores literaturas. ¿Supe todo eso cuando compartí por primera vez las andanzas de don Quijote o no fue sino una intuición, un sentimiento anticipatorio que permaneció latente en mi conciencia hasta años después? Tampoco me importa mucho aclararlo. Me basta con la presunción de que algo así tuvo que ocurrir. Insisto en que, visto a una distancia ya tan excesiva, no tengo otra elección que creerme a mí mismo.
Cervantes fue casi siempre un hombre de mala ventura y un poeta por lo común desdeñado. Ni siquiera hace falta añadir que la rutina o la ligereza postergaron injustamente esa vertiente de la obra cervantina. Más de una vez se ha dicho que quien escribió el Quijote no podía ser sino un gran poeta. Estoy de acuerdo. En el Quijote, en los aparejos de su espléndida prosa, se decantan los alimentos primordiales de la poesía, esa emoción verbal, esas palabras que van más allá de sus propios límites expresivos y abren o entornan los pasadizos que conducen a la iluminación, a esas “profundas cavernas del sentido” a que se refería San Juan de la Cruz. No es ajena a la seducción que emana del Quijote ese concepto de la poesía entendida como una construcción verbal, como un acto de lenguaje que alumbra las “cavernas del sentido”. Abundan además en la obra de Cervantes referencias a su perseverante amor por la poesía. Y, en efecto, así lo atestiguó a lo largo de su incierta vida, sin que esos empeños merecieran otro futuro que el de quedar oscurecidos ante la poderosa luminaria del Quijote.
He pensado con frecuencia en esa parcela de la vida de Cervantes medio emborronada por la incertidumbre, los equívocos, las zonas de penumbra. No se olvide que Cervantes inicia la publicación del corpus fundamental de su obra cuando ya rondaba los 60 años, es decir, que es prácticamente en la última década de su vida cuando aparecen las dos partes del Quijote, las 12 Novelas ejemplares, el Viaje del Parnaso, las Ocho comedias y ocho entremeses y, al año de su muerte, el Persiles. No deja de ser llamativo ese desequilibrio, ese reparto desigual de la obra a lo largo de la vida. ¿Por qué Cervantes escribió o –mejor dicho- por qué publicó tan poco en su juventud, incluso en su edad madura, y dio a conocer, culminó el ejemplo universal de su obra ya a las puertas de la vejez, de regreso de todas sus anteriores alianzas con la adversidad? No se trata ya de trabas editoriales o desarreglos viajeros, sino de evidencias cronológicas. Recuérdese lo que Cervantes confiesa con desgana en el prólogo a Ocho comedias y ocho entremeses: “tuve otras cosas en qué ocuparme, dejé la pluma y las comedias…” Son muchos los años de abandono literario a partir de la Galatea: casi dos décadas difusamente ocupadas en esos quehaceres irregulares que, en cierto modo, aportan a la vida de Cervantes una de sus más literales sugestiones. Ese largo silencio literario no es el silencio de quien ha elegido no hablar, sino de quien ha hecho del soliloquio un método de maduración previa de la palabra. Es el mutismo del que lo observa todo para no olvidar nada.
Ya me corregirá el profesor Francisco Rico si me equivoco, pero esas andanzas medio enigmáticas de Cervantes, esas huidas imprevistas, tantas vaguedades, zozobras, cautiverios, vienen a trazar como la síntesis biográfica de un perdedor, de un hombre de azarosos lances, casi de un aventurero que, como don Quijote, fue acumulando decepciones, fracasos, desdenes. Pero nunca, sin embargo, renunció a ir macerando en la memoria su más universal empeño creador: el que hizo de la libertad un fecundo condimento literario. Basta una simple ojeada al esplendor polifónico de su gran novela para entender que todo lo que tuvo de infortunada la vida de Cervantes, acabó encontrando una justiciera contrapartida en esa manifestación suprema de la propia libertad que es la palabra. “Libre nací y en libertad me fundo”, reza el último endecasílabo de un hermoso soneto de la Galatea. Una libertad que enarbola Cervantes como una lanza desempolvada -la del caballero de la Triste Figura- para protagonizar tantas y tan heroicas hazañas en defensa de los perseguidos, los oprimidos, los sojuzgados. Todos sabemos que abundan en el Quijote los episodios en que el andante caballero medita y actúa como un justiciero guardián de las libertades, como un emisario de la tolerancia, como un hombre decente -en suma- que procuró igualar con la vida el pensamiento. Decía Octavio Paz que “con Cervantes comienza la crítica de los absolutos: comienza la libertad”.
Me importa insistir fugazmente en ese prolongado alejamiento de las letras a que alude Cervantes como de pasada, pero que constituye un atractivo foco de deducciones. Siempre me ha conmovido, y ahora más, imaginarme al autor del Quijote navegando sin brújula entre los boatos de la Italia renacentista o los intramuros argelinos del cautiverio, por la corte encumbrada de Felipe II o la babilónica Sevilla de finales del XVI y principios del XVII. Asiduo a los garitos y corrales de comedias, al trato de pícaros y cómicos, un Miguel de Cervantes solitario y meditabundo, apenas conocido por nadie, iría trasegando desde la vida a la memoria algunos de los hechos y personajes que pasarían a figurar en muchas de sus historias. La experiencia del escritor que no escribe, que malvive de oficios indeseados, comparece aquí como una contradicción in terminis. Más que la imagen del vencido por la vida, lo que ese Cervantes acaba sugiriendo es la del vencedor literario de todas las batallas por la libertad. Siempre nos ha dado respuestas el autor del Quijote, incluso antes de escribirlo. Y luego, en el mismo momento en que Cervantes saca de su casa a Alonso Quijano, Alonso Quijano otorga a Cervantes una nueva coyuntura para recorrer los caminos irrestrictos de la libertad.
Y no deseo finalizar este recuento de emociones sin hacer una mención fugaz a mis débitos personales con la poesía, ese engranaje de vida y pensamiento que tanto amó Cervantes y que tan exiguas recompensas le proporcionó. La poesía también tiene algo de indemnización supletoria de una pérdida. Lo que se pierde evoca en sentido lato lo que la poesía pretende recuperar, esos innumerables extravíos de la memoria que la poesía reordena y nos devuelve enaltecidos, como para que así podamos defendernos de las averías de la historia. Afirmaba Pavese que la poesía es una forma de defensa contra las ofensas de la vida y ese es para mí un veredicto inapelable. Siempre hay que defenderse con la palabra de quienes pretenden quitárnosla. Siempre hay que esgrimir esa palabra contra los desahucios de la razón.
Más de una vez he comentado que mi palabra escrita reproduce obviamente mis ideas estéticas, pero también mi pensamiento moral, mis litigios personales, mi manera de buscar una salida al laberinto de la historia. El prodigio instrumental del idioma me ha servido para objetivar mi noción del mundo, y he procurado siempre que esa poética noción del mundo se corresponda con mi más irrevocable ideario. Como suele decirse, en mi poesía está implícito todo lo que pienso, y hasta lo que todavía no pienso, que ya es meritorio. Cada vez estoy más seguro que la poesía en la que creo, esa que ocupa más espacio que el texto propiamente dicho, me retrata y me justifica. Incluso podría añadir que me ha enseñado todo lo que sé sobre mí mismo a medida que he ido valiéndome de ella para elegir mis propios diagnósticos sobre la realidad.
Creo honestamente en la capacidad paliativa de la poesía, en su potencia consoladora frente a los trastornos y desánimos que pueda depararnos la historia. En un mundo como el que hoy padecemos, asediado de tribulaciones y menosprecios a los derechos humanos, en un mundo como éste, de tan deficitaria probidad, hay que reivindicar los nobles aparejos de la inteligencia, los métodos humanísticos de la razón, de los que esta Universidad -por cierto- fue foco prominente. Quizá se trate de una utopía, pero la utopía también es una esperanza consecutivamente aplazada, de modo que habrá que confiar en que esa esperanza también se nutra de las generosas fuentes de la inteligencia. Leer un libro, escuchar una sinfonía, contemplar un cuadro, son vehículos simples y fecundos para la salvaguardia de todo lo que impide nuestro acceso a la libertad y la felicidad. Tal vez se logre así que el pensamiento crítico prevalezca sobre todo lo que tiende a neutralizarlo. Tal vez una sociedad decepcionada, perpleja, zaherida por una renuente crisis de valores, tienda así a convertirse en una sociedad ennoblecida por su propio esfuerzo regenerador. Quiero creer -con la debida temeridad- que el arte también dispone de ese poder terapéutico y que los utensilios de la poesía son capaces de contribuir a la rehabilitación de un edificio social menoscabado. Si es cierto, como opinaba Aristóteles, que la “la historia cuenta lo que sucedió y la poesía lo que debía suceder”, habrá que aceptar que la poesía puede efectivamente corregir las erratas de la historia y que esa credulidad nos inmuniza contra la decepción. Que así sea.»