LIMBOTHEQUE
Por JUAN CARLOS VICENTE. Era madrugada. Había vuelto de Tánger esa misma noche. Su trabajo era minimizar fallos en el organigrama laboral del grupo empresarial Luriè. Los hoteles de la zona africana adolecían de carencias típicas del envejecimiento paulatino del personal encargado del servicio. Hombres contratados jóvenes, adiestrados en la servidumbre requerida por los emplazamientos de lujo, ahora se adentraban en la mediana edad cansados y exhaustos de desempeñar una misma función durante miles de noches y días. La renovación era inevitable, la agonía de la rutina y el comienzo de un nuevo adiestramiento del personal adquirido por medio de empresas de servicios integrales.
No le gustaba la zona africana, el olor a especias de los callejones y mercados, la carne enjuta, morena y pegada a la estructura ósea, representaba la escasez de consumo que precisaba el hambre occidental. Los animales expuestos como trofeos, salpicados de excrementos de moscas, las verduras y hortalizas, pequeñas, imposibles de presentar a los clientes de manera exquisita, sin la posibilidad de evitar futuros problemas gástricos. Siempre sentía cierta tranquilidad al volver a casa, relacionada con la seguridad fingida del capitalismo y sus opciones de compra y venta de casi todo instauradas en el sistema vigente.
Utilizó el mando a distancia para recorrer las diferentes opciones de entretenimiento nocturno. Videntes, programas amañados de juego telefónico, partidas de póker semi virtuales y reposiciones de series cuyos derechos permanecían enclaustrados en las cadenas públicas debido a contratos abusivos de larga duración firmados en las décadas anteriores.
Miró hacía la balaustrada de madera de las escaleras esperando una presencia que advirtiese su reciente llegada a la casa, pero solo ésta parecía respirar, existir sobre las cavidades formadas por las paredes.
Se detuvo en un programa de música en directo sin público. Distintos grupos procedían a interpretar una o dos canciones, músicos desterrados de las imposiciones de las cadenas de radio-fórmula, fracasados algunos de ellos intentando repetir, sin éxito, un hit anterior antes de las exigencias de las nuevas tecnologías. Se sirvió una copa y reconoció algunos rostros y sonidos, cantantes y grupos con los que ahora compartía edad y un grado aceptable de nostalgia, retazos de la historia de su juventud y la de ellos. Eran supervivientes del grunge y el nihilismo, reunidos, a la intemperie que ofrecía la madrugada televisiva de un jueves.
El programa terminó y dio paso a otro. Repitió la acción de servirse una copa, adormecido y envuelto en un estado brumoso.
El grupo se hacía llamar Limbotheque e interpretaba un tema titulado Satanasia. Le interesaron los movimientos de la cantante, adelantando y atrasando las piernas, jugando a subir y bajar el vestido de corte vintage, mostrando el liguero y las medias, ofreciendo una breve visión de la ropa interior roja a juego con los labios y el cabello. Observó con detenimiento la forma de modular las palabras, las frases, las diferentes posiciones de los labios, la apertura de la boca en un gesto entre la obscenidad y la inocencia. La voz alcanzaba cotas agudas mantenidas durante varios segundos y luego
bajaba al susurro del precipicio vocal, insinuante, deteniendo el cuerpo y acercándose al micrófono. Detectó cierto miedo escénico que se escondía tras la representación, un terror bajo el maquillaje, incrustado históricamente en la genética alemana del cabaret. Escuchó el resto de la actuación absorbido por la voz y el aspecto de la cantante, el deje pueril de su expresión combinado con el descaro que otorgaba el poder del escenario. Le gustó como cantaba la canción con los ojos, abiertos por completo, excesivos, revelando más información de la que ofrecía la voz y la letra.
Buscó el nombre del grupo en la red y accedió a su página web. Videos, noticias, contratación, todo lo necesario estaba allí.
La cantante se hacía llamar Carol.