La novela de tu vida: Isabel Cienfuegos
Por Isabel Cienfuegos
Hubo un tiempo en el que yo viajaba mucho. Quería estar con alguien que se había trasladado a otra ciudad sin que yo le pudiera seguir, porque tenía que terminar mi formación de médico. Así, en fines de semana alternos, tomaba un tren a las cuatro de la tarde que no llegaba hasta las diez, o las once, o más.
Eran tiempos de ineficacia, que solo se soportaban leyendo mucho. Por eso mismo, los libros no me duraban nada. Y si me quedaba desprovista a mitad del trayecto, el duelo al finalizarlo, me hacía caer en mis terribles ansiedades amorosas de entonces.
Mi librero de cabecera, sólido intelectual de extrarradio, que incluso tenía en cuenta el precio para recomendar, me prescribió los siete tomos de Alianza, unidos por un título común. Compré solo el primero. Mi situación económica era límite, pero si disfrutaba adentrándome por el camino de Swan, habría otros y me resolverían muchos trenes.
En el viernes siguiente, y nada más empezar la lectura, la voz de alguien muy cercano se puso a conversar conmigo. Del sueño, de ese momento al despertar en que pueden volver horas y sitios que ya nos han dejado. Era como si adivinase que yo muchas mañanas, volviendo a mi niñez, me angustiaba buscando el uniforme del colegio, abandonado muchos años atrás, antes comprender que ya era tarde para ir al trabajo.
Y cuando lamentó cómo se pierde un beso siempre que se reclama, y escuchamos la campanilla anunciando la marcha del último invitado y él, inmóvil en la escalera, esperó el consuelo de besar a su madre antes de ir a dormir; a pesar de que iba a reñirle, como nos han reñido a tantos por insistencias parecidas, me ganó. Para siempre. Era mi amigo deseado en aquel tiempo duro de progresismo y frialdad
Cada quincena el tren cruzaba por Castilla, mientras que yo, en Combray, iba a espiar vecinos desde la cama de tía Leontine o miraba los campanarios de la zona, guardando sus promesas aún no reveladas. O escuchaba con él, desde un cuarto amueblado por olores, las quejas de Françoise sobre las formidables propinas que no eran para ella. O íbamos a mirar las tiernas cabecitas de los espinos blancos.
Y si, como era frecuente, el convoy se detenía mucho tiempo, y se quedaba sin calefacción, desesperando a los viajeros, a mí me estaba permitida la tibieza del salón de Mme. Verdurín. En él una pequeña frase musical hablaba de la dulce desgracia del amor y me ayudaba a comprender mi desgracia, y también mi dulzura y mi sonata.
Entre el lunes y el jueves la rutina y las guardias no me dejaban tiempo. No podía sentarme a la sombra de las muchachas en flor. Pero los viernes de ida y los domingos de vuelta, se abrían sobre el mar de Balbec, y sobre el comedor acristalado en Rivebelle, donde cenábamos al lado de Saint-Loup, alegres en aquel acuario iluminado por el lujo.
Y tratábamos mucho de los celos, de Swann, de Odette y de la desesperación por conocer lo que se oculta, sin querer que nos digan la verdad. Viendo la cara dulce y la cara tramposa del amado. En la resignación de conseguir lo que no nos conviene, con la esperanza de que poseerlo nos libre de los lazos.
Me llevaba a la búsqueda de un tiempo que yo perdía aún. Al mundo de Guermantes, a la duquesa y sus toilettes, obras de arte con memoria de vitrales antiguos. Visitábamos en la Raspeliere a la patrona, al cogollito de fieles entretenido en torturar a cualquier invitado que no fingiera sufrir con el arte. Allí, Cottard, como muchos que yo bien conocía, pontificaba insensateces médicas a mayor gloria de su propia importancia.
A veces también eran susurros sobre el deseo de escribir lo que quizá nunca se escriba, las dudas de poder hacerlo. O confidencias en Sodoma y Gomorra, oyendo los gemidos de Jupién y de Charlus. Y la pena por no lograr el imposible de seguir viendo a quién se ama cuando nos acercamos lo bastante para darle un beso, como pasó con Albertine.
El tren fue y vino muchas veces hasta que terminaron las páginas y dejamos de hablar. Yo conseguí mi título y me fui a compartir la estación de destino y una casa donde tiré, recordándole, muchas hojas escritas, inicios y relatos.
Pasados unos años se acabaron también la casa y el destino. Ese destino al menos, y esa casa. Y me ofrecieron una habitación pintada de amistad y con lo imprescindible. Me le llevé conmigo. Necesitaba volver a frecuentar su trato. Que me hablase otra vez. Ahora de la prisionera y de la fugitiva. Quería oírle decir que el tiempo se puede recobrar. Aprender sus lecciones de olvido. Que me enseñase a trasformarme en otra y dejar de sufrir.
Luego, parece haber pasado todo un tiempo. Pero ahora tengo mi propia campanilla y mi baldosa y hasta la magdalena que él me dio, para recuperarlo fresco como la primavera encerrada en las flores de espino.
Le sigo frecuentando. Nos encontramos en una habitación muy cálida, abierta en ventanales al mar, al Vivone, a las torres de algunas catedrales, a Venecia. Una pared está pintada de amarillo. Hay retratos, retratos y retratos. Y tapices preciosos en sí mismos como cualquiera de sus frases. Me habla de perseguir los sueños hasta encontrar el propio, nítido como un punto de vista. No me canso de oírle. A veces me distraigo pensando que ahora, le podría tratar en mi consulta. Pero enseguida sigo escuchando su voz tan familiar. En profundo silencio. Como se haría con un santo. Rogándole que por favor, me ayude a encontrar las palabras. Palabras con que seguir esta conversación por encima del espacio y el tiempo que, él me enseñó, es la literatura.
* Isabel Cienfuegos (Madrid, 1954) es escritora, autora del libro de cuentos Mañana los amores serán rocas (Cuadernos del Vigía, 2012).
Conmovedor y sincero. Muchas gracias por tu «pequeño» homenaje a Proust, Isabel.