Relato propio: LA RATA
Por NATALIA CÁRDENAS. Este es otro de los relatos que publiqué junto a mis compañeros de Escritura Creativa en un libro colectivo editado por Carmen Posadas y su hermano Gervasio:
¡Os invito a leerlo y a opinar!
LA RATA
Otra noche más está sentada frente a mí, mirándome por encima de la montura de las gafas mientras sorbe la insípida sopa que siempre prepara. Sus dedos finos sostienen la cuchara de plata que lleva hacia sus tirantes y pálidos labios. Otro día más sin vida, sin esperanzas, sin amor. ¡Dios no la soporto! Llevamos así seis años, los mismos que hace que mi padre y mis dos hermanos nos dejaran. Su sola presencia me irrita, me asfixia. Me agobia con sus discursos moralistas sobre la vida y la fe. Mirarla me produce repugnancia y si alguna vez sentí algo por ella, esos sentimientos están tan enterrados como el resto de la familia en el cementerio de la calle Esperanza.
La noche después del velatorio, ella siguió sin derramar una lágrima, nunca la he visto llorar. Es fría cómo un témpano de hielo, estricta como un dictador que agita el dedo índice, desplomándose de arriba hacia abajo, acompañado de una de sus eternas reprimendas.
Al día siguiente del funeral, al que asistieron todos mis compañeros de clase, me obligó a dejar el colegio alegando que estaba deprimido. Los profesores no se opusieron a que me educara en casa, decían que no me convenía el estrés. Pero en realidad, ella lo hacía porque creía que me corrompían. –Te llenarán la cabeza de pájaros igual que a tus hermanos, que en paz descansen—, contestó ante mis reproches. Quemó todos los libros de la biblioteca de mi padre. Muchas noches nos sentábamos a su alrededor y nos leía pasajes sueltos, hasta que empezó a llegar tarde del trabajo y oliendo a alcohol.
¡Ella se ponía hecha una furia y pagaba su frustración con nosotros!
Sólo se salvaron la Biblia, Milagros de Nuestra Señora de Gonzalo de Berceo, los cuales ella leía una y otra vez, y La importancia de llamarse Ernesto de Oscar Wilde, uno de los favoritos de papá. Lo aparté disimuladamente con el pie mientras cargábamos el resto en una carretilla y lo escondí en mi agujero. Lo releo siempre que me encierra utilizando una pequeña linterna que sisé en una de mis escapadas a la obra de al lado de casa, me gusta ir allí los domingos por la mañana aprovechando que ella está en misa. Los obreros empiezan a echar de menos algunas cosas que tomé prestadas, como un saco de cemento que guardo bajo mi cama. Tampoco puedo recibir visitas porque considera que todos están envenenados por la sociedad. Si algún amigo me visitaba, ella se apresuraba a echarle de mala manera, hasta que un día dejaron de insistir y siguieron con sus vidas. Vendió la única tele que teníamos, me aisló del mundo y me arrastró a su oscura depresión. Siento que voy a reventar. Este odio que me consume por dentro me empuja a saltar de la silla y abalanzarme sobre sus puntiagudos huesos para acabar con esta insoportable opresión.
Observar sus movimientos me indigna, su espantoso olor a rancio me provoca un nauseabundo malestar, la he temido más que a la mismísima muerte. Pero llevo tanto tiempo acumulando esta rabia en mi interior que lo que ahora siento por ella es lástima… Lástima por ignorar que el encapuchado vestido de negro la acecha con su guadaña.
Ayer volvió a encerrarme en el frío y diminuto sótano, apenas quepo ya en aquel agujero sin luz por el que corre la humedad, cucarachas y Aurora, una rata a la que he terminado adoptando como mascota, y a la que puedo me guardo un pedazo de queso o pan para llevárselo. Recuerdo que la primera vez que me castigó en su zulo maldito fue porque salí a dar una vuelta por el barrio. Al regresar del mercado, me pilló hablando con unos vecinos que jugaban a la pelota, delante de todos, me agarró de la oreja y me metió arrastras en casa. Me quitó el cinturón del pantalón y me azotó sin piedad, desquebrajando mi piel y mi corazón. Esperó veinticuatro horas hasta dejarme salir, encerrado sin agua, sin comida y sin un cubo en el que hacer mis necesidades, con las posaderas encendidas como las brasas de la chimenea. Cada día que paso allí dentro noto como la locura arde en mí, avivada por las corrientes que calan mis corvados huesos.
La podría matar ahora mismo, podría poner fin a esta maldita pesadilla con mis propias manos y hacer de este mundo un lugar más ameno. Acabar con este sufrimiento y mandarla al infierno. Planeaba enviarme al Seminario el próximo curso, decía que era la única manera que tenía de compensarle todo el dolor que le causaba, ¿yo un cura? ¡Ja!
–Deja de mirarme y cómete la carne, ¡se te va a enfriar!
–No tengo hambre.
–No sirves para nada, ni siquiera sabes comer.
Al tragar un pedazo de esa rancia carne con tomate y llevármela a la boca, siento cómo sube la bilis en un amargo reflujo. Miro por la enrejada ventana para dejar de contemplar su rígida cara y me imagino a mi mismo en el exterior, disfrutando de mi añorada libertad. Desde la mesa, sólo logro divisar la luna, apuntándome con su halo de luz, llena y resplandeciente como un diamante, señalándome desde el cielo. A veces huelo el perfume de alguna mujer pasando por la acera, acompañada de unos ligeros golpecitos de tacón, uno tras otro, como una embaucadora danza y me deleito imaginando sus formas. Una vez se me ocurrió asomarme a la ventana y me tiró al suelo de un solo golpe. Me asombra la fuerza que tiene para lo poca cosa que es. A medida que crezco, y he pegado un buen estirón, ella me parece más pequeña, a pesar de que yo camino encogido de hombros. Sueño que me estiro hasta convertirme en un gigante y la vieja se hace diminuta como un insecto al que aplasto de un único y potente pisotón.
—Si has terminado te puedes ir a tu cuarto a rezar tus oraciones. Pronto vendrá el padre Anselmo y empezaréis a preparar juntos tu ingreso en la institución.
Me levanto con la misma resignación de siempre, dejo el plato en el fregadero y mientras los enjuago, un chispeante destello llama mi atención. Es la luna jugando con la afilada hoja del cuchillo, indicándome que había llegado la hora. Deslizo mi mano suavemente por la encimera, vigilando por el rabillo del ojo. Está ensimismada tejiendo una colcha. Me doy la vuelta, escondiendo el cuchillo en mi espalda, camino hacia ella, paso por detrás de su silla, ¡el corazón me va a mil! Rodeo inmediatamente su cuello con mi brazo izquierdo empleando todas mis fuerzas y la apuñalo en el pecho sin vacilar, una y otra vez, hasta verla desplomarse sobre la mesa. Me encuentro bien, respiro aceleradamente y siento una extraña euforia corriendo por mis venas. Aprovecho esa energía que me invade para arrojar su cuerpo dentro de la pequeña mazmorra en la que me tenía prisionero. Ya más calmado, compruebo que sigue guardando el dinero bajo el colchón, eso me reconforta. Lleno una maleta con sus vestidos negros y la acomodo junto al cadáver. Preparo una pasta densa y gris con agua y el saco de cemento que tenía escondido bajo la cama. Con esto será suficiente, la alfombra de su dormitorio servirá para tapar la entrada. La mandaré de viaje a cuidar de alguna tía enferma, nadie la echará de menos y yo, en unos pocos meses, me convertiré en un hombre… ¡En todo un hombre!