Lev Tolstói: "El conocimiento racional y la fe ante el sentido de la vida"
Por Ignacio G. Barbero.
Las últimas décadas de la vida del genial narrador Lev Tolstói (1828-1910) están marcadas por una profunda reflexión sobre la naturaleza de la existencia humana, la fe y la necesidad de ayudar a los más desfavorecidos. Sus conclusiones quedarán plasmadas en numerosos ensayos de corte filosófico y religioso y cambiarán radicalmente la manera en que el autor ruso, de noble familia, se relaciona con los demás seres humanos (hará voto de pobreza y se dedicará a trabajar con los campesinos de su aldea natal). A uno de esos ensayos, titulado «Confesión», pertenece el fragmento que aquí les ofrecemos. Pasen y lean a un alma en lucha consigo misma por comprender(se):
«Afloró una contradicción para la cual sólo había dos salidas: o lo que yo llamaba racional no lo era tanto como había pensado, o lo que me parecía irracional no lo era tanto como había pensado. Y comencé a revisar el desarrollo de los argumentos que derivaban de mi conocimiento racional.
Al hacerlo, encontré aquel argumento completamente correcto. La conclusión de que la vida es nada era inevitable, pero detecté un error. Éste consistía en que mi razonamiento no se correspondía con la cuestión que me había planteado, y que era: “¿Por qué vivo?” O bien: “¿Habrá algo que perdurará y no será aniquilado de mi vida ilusoria y efímera?”. O bien: “¿Qué sentido tiene mi vida finita en este universo infinito?”. Y, para solucionar este problema, me puse a estudiar la vida.
Evidentemente, la solución a todas las cuestiones posibles de la vida no podía satisfacerme porque mi pregunta, por muy sencilla que pareciera a primera vista, implicaba una exigencia de explicar lo finito por medio de lo infinito, y lo infinito por medio de lo finito.
Me preguntaba: “¿Cuál es el sentido de mi vida más allá del tiempo, la causalidad, el espacio?”. Y sin embargo respondía a la pregunta: “¿Cuál es el sentido de mi vida dentro del tiempo, la casualidad, el espacio?”. Después de enfrascarme en un arduo trabajo mental, sólo pude responder: “Ninguno”.
(…) Y en realidad el conocimiento estrictamente racional, como el de Descartes, comienza con la duda absoluta, rechaza todo conocimiento fundado en la fe y reconstruye todo de nuevo de acuerdo con las leyes de la razón y la experiencia, y no puede dar otra respuesta a la cuestión de la vida que la que yo había obtenido: una respuesta indefinida. Sólo al principio me pareció que el conocimiento daba una solución positiva, la de Schopenhauer: la vida no tiene sentido, la vida es un mal. Pero, después de haber examinado el asunto, comprendí que no era una solución positiva y que sólo mis sentidos la habían considerado así. La respuesta rigurosamente expresada, tal como la formularon los brahmanes, Salomón y Schopenhauer, es sólo una solución vaga o una identidad: 0 = 0, la vida que se me presenta a mí como nada, es nada. Así que el conocimiento filosófico no niega nada, sólo responde que no puede resolver esa cuestión y que, desde su punto de vista, cualquier solución seguirá siendo indefinida.
Habiendo comprendido esto, me di cuenta de que no podía buscar una respuesta a mi cuestión en el conocimiento racional, y que la solución dada por el conocimiento racional no era más que una indicación de que la respuesta sólo puede obtenerse formulando el problema de otra manera, es decir, sólo cuando se introduzca la relación entre lo finito y lo infinito en el razonamiento. También me di cuenta de que las respuestas dadas por la fe, por muy irracionales y distorsionadas que fueran, tenían la ventaja de introducir la relación entre lo finito y lo infinito, sin la cual no puede haber solución.
(…)Así, fui conducido de un modo inevitable a reconocer que toda la humanidad posee, además del conocimiento racional, que antes me parecía el único conocimiento posible, otro conocimiento, de tipo irracional: la fe, que nos da la posibilidad de vivir. La fe seguía siendo para mí tan irracional como antes, pero no podía dejar de reconocer que sólo ella proporciona a la humanidad respuestas a la cuestión de la vida y, por consiguiente, nos da la posibilidad de vivir.
El conocimiento racional me llevó a la conclusión de que la vida era absurda; la mía se detuvo y quise quitármela. Considerando a las personas que me rodeaban, a toda la humanidad, vi que vivían y afirmaban que conocían el sentido de la vida. Luego recapacité: puesto que yo vivía, conocía el sentido de la vida. Como a los demás, también a mí la fe me ofrecía el sentido de la vida y la posibilidad de vivir.
Tras examinar a las personas de otros países, a mis contemporáneos y a los que habían vivido antes, observé una misma cosa: donde hay vida, hay fe; desde el origen de la humanidad la fe nos ha dado la posibilidad de vivir, y los rasgos principales de la fe es están en todas partes y son siempre los mismos.
Sean cuales sean las respuestas que una fe u otra ofrecen al hombre, todas coinciden en dar un sentido infinito a la existencia finita del hombre, un sentido que ni los sufrimientos, ni las privaciones, ni la muerte pueden destruir. Por tanto, sólo en la fe podemos hallar el sentido de la vida y la posibilidad de vivir. Y comprendí que el significado más esencial de la fe no era sólo “la manifestación de las cosas invisibles”, etcétera, no era la revelación (ésta no era más que la descripción de uno de los signos de la fe), no era sólo la relación del hombre con Dios (es preciso determinar primero la fe y luego a Dios, y no a la inversa), no era sólo la conformidad con lo que a uno se le ha dicho, aunque eso es lo que se suele entender por fe. La fe es el conocimiento del sentido de la vida, gracias al cual el hombre no se aniquila, sino que vive. La fe es la fuerza de la vida. Si un hombre vive, es porque cree en algo. Si no creyera que debe vivir por algo, no viviría. Si no ve ni comprende el carácter ilusorio de lo finito, cree en lo finito. Si comprende el carácter ilusorio de lo finito, es preciso que crea en lo infinito. Sin fe es imposible vivir”.
(Fuente: «Confesión», Acantilado, 2008 , pp. 83-88)