La ecuación de la vida
Por Elia Barceló
La ecuación de la vida,Yasmina Khadra, Destino, 2012, 352 pp., 19,90 €
La ecuación de la vida, de Yasmina Khadra, presenta para mí dos novedades: no es una novela negra como las que han dado a su autor la fama que tiene en España, (aunque la violencia desatada abunda aquí tanto como en sus anteriores trabajos), y no sucede en Argelia, aunque sí en África.
La peripecia es bastante sencilla: un médico alemán de unos cincuenta años, bien situado, sin hijos, acaba de perder a su esposa, el amor de su vida, y acepta acompañar a un buen amigo en un viaje para establecer un hospital. El velero en el que viajan es atacado por unos piratas que los secuestran y, de Somalia a Sudán, los llevan a su campamento africano en mitad de la nada donde reinan la violencia, la tortura y la arbitrariedad.
No puedo contar más allá para no estropearle al lector el placer de seguir el desarrollo de la trama, aunque sí puedo decir –ya que la editorial lo usa en el texto de contraportada– que hay un gran espacio para la esperanza, y que la historia –a medio camino entre la novela de aventuras, la novela de reflexión y la descripción de un mundo– no acaba tan mal como sería de esperar.
Toda la novela está articulada en torno al contraste entre los dos mundos: Europa y África, y las contradicciones internas en cada uno de ellos –la riqueza de Europa contrastando con la falta de alegría y entusiasmo de sus habitantes; la miseria y violencia de África contrastando con su vitalidad, con sus ganas de seguir adelante por encima de todo.
La historia está narrada por el médico, en presente, en primera persona, presumiblemente con la intención de hacerla más directa e inmediata, como estamos acostumbrados a oír de labios de los reporteros de guerra informando desde uno de esos terribles lugares que apenas si podemos ubicar en el mapa. Yo, sin embargo, habría preferido una combinación de narración en primera con narración en tercera porque algunos episodios de enajenación o de extremo dolor o de alucinaciones, por poner un ejemplo, pierden mucha credibilidad cuando son narrados en primera persona mientras que, en tercera, se habrían potenciado.
Aparte de que en ningún momento llegamos a temer por la vida del buen doctor porque, si nos está contando la historia, es que ha sobrevivido.
Con La ecuación africana (el título original, que no acabo de comprender por qué ha sido cambiado) Khadra intenta acercarnos un poco a África, esa África terrible, cruel, incomprensible y espléndida que sólo se puede tratar de entender viviéndola, sufriéndola, gozándola, como es el caso de Bruno, el africano, uno de los personajes más conseguidos del libro, un francés que abandonó Europa hace mucho para convertirse en africano porque ama ese continente a pesar de su dolor, de su miseria y de su loca violencia, en gran parte consecuencia de la actuación de los blancos a lo largo de los siglos.
Cuando en un momento dado, el protagonista llama “salvajes” a sus secuestradores, uno de ellos le contesta:
¿La guerra? Las vuestras son peores que las catástrofes naturales. ¿La miseria? Os la debemos a vosotros. ¿La ignorancia? ¿Qué te hace pensar que eres más culto que yo?
Porque ese mismo hombre que ahora empuña un fusil y mata indiscriminadamente, en otros tiempos leyó a los clásicos e incluso llegó a escribir poesía. Son las circunstancias las que lo han convertido en un asesino.
Y aquí quisiera introducir un punto de crítica porque se trata de algo que me ha molestado mucho: Admito que ese personaje, con ese pasado literario, hable de vez en cuando de un modo más elegante pero no me parece creíble que la mayoría de los parlamentos adjudicados a los cabecillas del grupo de secuestradores sean discursos políticos escritos en registro culto para que los lectores europeos tengamos un resumen en unas cuantas frases de las distintas opiniones de los personajes africanos. Pero, como no he leído el original, podría tratarse de un problema de traducción.
Personalmente, dentro de que la considero una buena novela, tampoco me siento demasiado satisfecha con tantos lugares comunes –absolutamente esperables– como aparecen a lo largo de sus páginas y que no voy a detallar para no pisarle a nadie las sorpresas.
Para una novela tan pretendidamente “realista”, el desenlace es excesivamente “de ficción”. En las últimas veinte o treinta páginas, uno empieza a decirse a sí mismo: “no pensará el autor terminar la novela como yo me estoy temiendo, ¿verdad?”. Pues sí, eso es exactamente lo que hace. Y es una lástima, porque la novela pedía un final más duro, con menos concesiones al corazón del lector.
De todas formas, me alegro de haberla leído y la recomiendo a todo el que se interese por ese continente que casi sólo conocemos por las noticias –malas– que vemos en la tele a la hora de cenar y que olvidamos en cuanto terminan y empieza la película.
No podemos pensar que con una novela vamos a comprender un continente inabarcable, pero es un principio. Y quizá después podamos leer otras que no hayan sido tan evidentemente escritas para un público europeo.