Revisionismo: de la Transición a los escraches, una perpetua democracia "zombi"
Por Miguel Ángel Albújar Escuredo
En los tiempos que corren es buena noticia la llegada a los quioscos de una revista. El periódico digital eldiario.es publicó a mediados de marzo el primer número de «Cuadernos», titulado «El fin de la España de la transición». La publicación está dedicada al análisis y reflexión del momento actual de España desde la reinterpretación del fenómeno de la transición. Sin duda, la situación de extrema crisis padecida por el país intensifica la necesidad de revisar el presente a partir del pasado reciente. En este número inaugural se pone en cuestión la idealidad de la transición como mitología fundacional de la democracia española moderna. A medida que uno avanza en la lectura de la revista, se alcanza a distinguir el laberinto de intereses y complejidades que dieron lugar a la mutación del régimen orgánico en lo que algunos llaman democracia zombie. Esto es, un sistema político que superficialmente puede parecer vivo, conectado a sus diferentes extremidades, pero que donde realmente se toman las decisiones, en el cerebro, en nuestro caso el parlamento, no existe actividad inteligente. En España la retroalimentación que es la base a partir de la cual funciona la vida de cualquier organismo o estructura se encuentra suspendida.
Un claro ejemplo de esta hipótesis de disfunción democrática lo encontramos en el conflicto suscitado por los escraches practicados por miembros de la Plataforma de Afectados por las Hipotecas. Más allá de si es una actividad comprensible o delictiva, no parece que se haya hecho ningún esfuerzo institucional por concentrar el debate sobre las causas, más allá de enquistarse en el fenómeno en sí mismo. Determinados políticos consideran esta práctica amenazante y vejatoria, aquellos que la sufren; otros guardan silencio o la respaldan públicamente, aquellos que no la padecen. Dice el admirable Fernando Ónega en la tertulia del entrañable programa de interés público “La mañana de la uno” que si se considera el escrache como coacción o intimidación con el objetivo de cambiar el voto de los diputados del Congreso, entonces la disciplina de voto impuesta por los partidos políticos a sus miembros también debería serlo. Admirable ejercicio de justa lógica.
Lo cierto es que la separación entre protesta y coacción sufre de un velo muy etéreo. Para comprender la divergencia de sensibilidad, más allá de una interpretación utilitarista de si esta favorece o perjudica intereses particulares, es necesario entrar a juzgar el concepto de libertad: cuáles son los límites de esta y cuándo esos límites la extinguen y la imposibilitan. Es decir, entramos en el choque de legitimidades entre diferentes fuerzas sociales. Decía Hannah Arendt en su introducción a «Sobre la revolución», que el término libertad está adherido forzosamente al concepto de revolución; mientras la libertad poco ha tenido que ver jamás con la guerra, no se puede comprender la primera sin el marco revolucionario. Comprensiblemente alguien podría justificar la necesidad de reivindicar la libertad, entendida como dignidad de vida, cercenada por una violencia latente del estado, entendida como recortes sociales criminales. Por lo tanto ante la violencia ofensiva queda la violencia defensiva, instaurando un estado de guerra. ¡Cuidado! Porque cualquiera que sea el resultado adoptará el mismo nombre: revolución. Esto es, una máscara de eufemismo declarándose libertad pero que solo esconderá violencia (se recuerda la afición del totalitarismo a prostituir el lenguaje). Las palabras son la solución al choque del mismo modo que el mito dio lugar al pacto, la fábula a la narración y el espectáculo a la convivencia.
Mientras salta la pasada relación de amistad entre el Presidente de una Comunidad Autónoma, y figura política emergente de uno de los grandes partidos, y un mafioso narcotraficante, se conoce que, cuando había afecto mutuo el delfín trabajaba en la Consejería de Sanidad Gallega (SERGAS) y figuraba como número dos en importancia, el capo suministraba material a dicha consejería. El tipo, o más bien prototipo político por lo que de común y vulgar tiene, no solo no se avergüenza de su antigua amistad sino que se presenta públicamente como víctima de una injusticia, debido, supuestamente, a su espíritu independiente y rectitud de principios. Por lo visto la legitimidad moral sigue perdida en el laberinto político de la transición.