Los viejos libros nunca mueren, se consumen
Por Albert Calls
Con las profecías de San Malaquías cumpliéndose –la previsión de un último Papa y el Final de los Tiempos–, un gran pedrusco marciano paseándose cerca de la Tierra –si impactara, nos dicen, aunque previsiblemente no es el caso, sería el equivalente a 150 bombas como la de Hiroshima–, la crisis devorándolo todo como un maquiavélico comecocos gigante inventado por Stephen King y los políticos esforzándose en demostrarnos que la serie The Wire es, en definitiva, más que ficción un documental de los tiempos que corren… lo mejor que puede hacer uno, en su casa, es desconectar Internet, pegarla una patada a la telebasura diaria y leer un libro en la tranquilidad del sofá, tomándose un coñac –Coca-Cola no vale, que en exceso ya sabemos que manda al otro barrio.
El debate entre papel y soporte electrónico no lleva a nada, aunque miríadas de semióticos, técnicos y gurús 2.0 hayan llenado millones de páginas teorizando y profetizando sobre este tema. La conclusión al final la lleva cada uno con su backround, su fetichismo personal y el histórico arrastrado desde la infancia lectora.
El libro electrónico –en si, un invento malévolo y diabólico– tiene sus ventajas y serán éstas las que se impondrán al final, y más con la permanente evolución de los soportes digitales y unas generaciones educadas en el audiovisual, el móvil o la tablet como elemento de comunicación con el mundo, las redes sociales como Gran-dios-que-todo-lo-ve, todo-lo-oye, todo-lo-sabe.
Pero aún a riesgo de que me llaméis carca (también es cierto que si lo hacéis, me da igual), ¿en el subway electrónico, dónde queda el tacto –cada libro en papel es diferente–, la personalización del objeto –llevarlo con uno, sentirlo–, un cierto ritual y fetiche, verlo desgastarse entre tus manos poco a poco, regalarlo de una manera mucho más humana que apretando un click y percibirlo como un ente físico –cosa que es difícil de hacer con el miserable, siniestro, frío y anorgásmico e-book?
Pero el demonio de la tecnología siempre vence al pobre humano sujeto a las inclemencias del destino y más cuando a los grandes poderes fácticos les interesa para vender, vender, vender –el puto mantra. Además, el discurso ecológico en defensa del libro electrónico es maravilloso si no se indaga en lo que suele haber detrás de la creación tecnológica: destrucción, podredumbre, explotación. (¡¡¡Sí, sí… ya lo sé que tengo un punto de carca!!!).
Pero aún contra este gigante me gusta creer que siempre sobrevivirán quijotes que guardarán con orgullos su ejemplar de Fahrenheit 451 de Bradbury, como hay colectivos de simpáticos y adorables locos que conservan vinilos, los intercambian, los escuchan como un rito sagrado, como islotes en mitad de la masificación impuesta por el Sistema y del imparable paso de Cronos.