Durruti y la distorsión satanista de las protestas
Por Layla Martínez.
Tenemos el material humano
capaz de levantar el mundo.
Buenaventura Durruti
Imaginemos por un momento que la gente deja de creer en la existencia del capitalismo. No que comienzan a considerarlo injusto, sino que simplemente se niegan a creer que los flujos económicos transnacionales o las acciones que se intercambian en todos los mercados bursátiles del mundo sean reales. Imaginemos que alguien se despierta una mañana y deja de creer que las cifras que aparecen en la pantalla del cajero automático sean reales. Seguramente esa persona trataría por todos los medios de conseguir el dinero físico, de volver a convertir esas cifras en algo que pudiese tocar. Además, lo más probable es que nunca volviese a ingresar su dinero en un banco, ya que consideraría que ese intercambio de dinero por unas ridículas cifras en una pantalla es un robo. Si eso mismo le sucediese a miles de personas, el sistema bancario simplemente se desplomaría en cuestión de minutos. Algo similar sucede con las acciones: cuando alguien deja de creer que las acciones que posee valen lo que pagó por ellas, intenta venderlas, convertirlas en dinero. Si eso mismo le sucede a muchos accionistas a la vez, las acciones se hunden y pierden todo su valor. Es decir, las acciones, como el sistema bancario y el conjunto del sistema capitalista, dependen de nuestra fe.
Como todos los sistemas de creencias, el capitalismo es real en sus efectos. Las cifras de los cajeros automáticos o las acciones bursátiles son reales porque producen efectos reales, porque tienen consecuencias para nosotros, pero dejan de serlo cuando dejan de producir esos efectos. Y esos efectos dependen de que nosotros creamos en ellos. Es algo similar a lo que sucede con las religiones. En realidad no importa si existe físicamente algo así como una deidad o una energía creadora: lo que importa es que la gente cree en ello, y en la medida en que cree, es real. Dios es real cuando la gente modifica su comportamiento en función de una idea del cielo o el infierno, cuando se prohíbe el aborto en su nombre, cuando se provocan atentados o se inician guerras para defenderlo. Si esos fieles no creyesen en él, si pensasen que es una idea ridícula, simplemente no existiría porque no tendría ningún efecto sobre las vidas de nadie. Las religiones necesitan creyentes y el capitalismo no es más que otra religión más, otro sistema de creencias más. Y nosotros somos sus fieles.
No importa si esos fieles son detractores o partidarios, si piensan que debe ser derribado o no, si creen que es el mejor sistema económico posible o una fuente de opresión y violencia. Unos y otros creen que existe, que es real. Unos y otros creen que tiene efectos sobre sus vidas, positivos o negativos, pero efectos al fin y al cabo. De ahí que haya un cierto tipo de protesta que también forma parte del sistema, que lo refuerza en vez de contribuir a cambiarlo o derribarlo. Un tipo de protesta que se mantiene dentro de sus límites, que acata sus reglas, que participa de sus presupuestos. Lejos de contribuir a hacerlo más justo o a sustituirlo por otro, en realidad están contribuyendo a que su maquinaria funcione a la perfección, a que esté perfectamente engrasada. De alguna forma, sería lo mismo que sucede con una secta satánica: por mucho que crea que es distinta a la religión oficial, en realidad está participando de sus mismos presupuestos, está repitiendo sus mismos esquemas y copiando sus ritos, solo que ligeramente adulterados.
La protesta social no puede caer en esa especie de “distorsión satanista”, en esa ilusión de estar haciendo algo radicalmente diferente cuando en realidad solo se están repitiendo esquemas del sistema que produce la violencia y las injusticias. Si se quieren cambiar las cosas, si queremos crear otro modelo de organización social, no podemos hacerlo dentro de los límites de éste: es necesario desbordarlos. La protesta social no se puede basar en hacerle peticiones al sistema, en intentar introducir pequeñas modificaciones en sus normas, en cambiar alguna que otra regla de juego. El tablero es suyo y las cartas están marcadas, no podemos ganar. Lo único que podemos hacer es levantarnos de la mesa y abandonar el juego. Dejar de creer en él.
Puede parecer algo muy complicado, pero en realidad es más sencillo de lo que parece. En estos últimos meses he tenido la oportunidad de conocer a mucha gente que ha decidido abandonar la mesa y ponerse a jugar a su propio juego. Gente corriente que en muchos casos ni siquiera había pertenecido hasta entonces a ningún colectivo ni tenía práctica en la militancia política, pero que se ha dado cuenta que nadie nos va a sacar de ésta si no salimos por nosotros mismos. Que debemos empezar a construir la nueva sociedad si no queremos que los escombros de la vieja nos caigan encima. Esa gente son amas de casa que han empezado a trabajar huertas abandonadas, familias que han ocupado edificios de viviendas, profesores y padres que han creado guarderías de pedagogía libre, trabajadores que están sacando adelante cooperativas. Aunque la mayoría de nosotros no seamos conscientes todavía, los cimientos de la nueva sociedad ya se están poniendo. Son cimientos hechos del centro de salud autogestionado creado por la Cooperativa Integral Catalana, de los grupos de consumo, de las ocupaciones de las corralas de Sevilla y Málaga, de las guarderías libres de colectivos como Wayra o Tartaruga, de las pequeñas cooperativas de trabajo, de los centros sociales combativos en los barrios. Como dijo Durruti, tenemos el material humano capaz de levantar el mundo. Sólo tenemos que hacerlo.