En la niebla (2012) de Sergei Loznitsa
Por Rubén Romero Sánchez
A pesar de venir acompañada del Premio FRIPESCI en el pasado Festival de Cannes, donde también fue nominada a la Palma de Oro, lo que hace que uno, que piensa que en Cannes son unos redichos y que los premios casi nunca son justos, se ponga en alerta ya de entrada, me senté en mi butacón dispuesto a ver la reflexión ambientada en la II Guerra Mundial de Sergei Loznitsa, cineasta más curtido en el mundo del documental que en el de la ficción.
Y qué quieren que les diga, bostecé tres veces. Las conté. Independientemente de que mis hábitos nocturnos desaconsejen acudir a pases de prensa a las 12 de la mañana, el bostezo en mí es sintomático no de que me lo esté pasando pipa, precisamente.
El problema de la película, a mi entender, es que para ese viaje no hacían falta esas alforjas, o lo que es lo mismo, sobra metraje. Medio metraje, para ser más exactos. Esto lo coge el montador de Margaret (2011), de Kenneth Lonergan, y lo deja que ni pintado. Un tipo que es capaz de cortar casi todas las secuencias de Matt Damon y Matthew Broderick y que aun así la peli tenga algún sentido es un tipo muy válido.
Loznitsa nos plantea una anécdota mínima: dos resistentes bielorrusos se llevan de casa a un antiguo compañero al que acusan de delator de los nazis y quieren ajusticiar. Muy interesante, pero al director se le va la mano en dos aspectos: la previsibilidad, que hace que sepas desde el primer momento que al protagonista no lo van a ajusticiar, porque si no se acaba la película, lo que resta tensión a la secuencia en la que le apuntan con la metralleta; y la lentitud a la hora de desarrollarse la acción. A mí me gusta Tarkovski, rezo a Bergman por las noches, pero una cámara quieta durante varios minutos debe tener un significado más allá de mostrar lo que sucede dentro del encuadre.
Tampoco ayudan a entusiasmarse los flashbacks. No son necesarios para entender la historia; son necesarios para darnos mascadita la historia, recurso fácil para que el espectador no se complique demasiado la existencia. Los flashbacks, en los que se narra una anécdota de cada personaje referida a los momentos anteriores a que se desencadene la acción de la película, consiguen que al final de la misma pensemos que hemos asistido a una especie de exempla medieval en el mejor de los casos.
Por otro lado, los actores están soberbios, absolutamente sobrecogedores. La fotografía desprende un hiperrealismo que te mancha de barro eslavo y te hace oler el miedo de esos tres derrotados. Y algunas secuencias, como aquella en la que el oficial nazi trata de que el protagonista delate a sus compañeros, son de una enorme maestría en la dirección de actores, el tempo y la dosificación de la tensión.
La película aparenta una densidad de la que carece. Es cine inteligente, pero estamos en Copa de Europa, no en una liga local, y se le debe exigir más a un cineasta con una mirada propia curtido en mil batallas. El verdadero arte hace preguntas, no da respuestas.
Una crítica valiente y ajustada, como todas las de Rubén Romero, que desgrana y no solo contempla. Y cuenta. Es cierto que a muchas películas – como a muchas novelas – les sobra metraje. Incluso en películas en las que parece no sobrar nada, como la última de Tom Hooper, “Los Miserables”, sobra algo. Y es que muchos realizadores y escritores parece que necesitan no solo la alfombra roja para pisar sus posibles éxitos, sino alfombras continuas para envolver sus pasos. Mulliditas y recreaditas. Yo amo esos cuentos de Borges o Cortázar que, en tres o cinco páginas nos descubren todo un universo. O algunas novelas cortas, como Aura, de Carlos Fuentes que me seducen más que Cien años de soledad.
Pues lo mismo en cine. Es lo que me gusta, por ejemplo, de la mayoría del nuevo ( ya no tan nuevo) cine canadiense o australiano. Es concreto pero cuenta mucho. Más vale una imagen o un diálogo de 10…que diez de siete. O de cinco. Amo la síntesis en la buena narrativa, sea cinematográfica o literaria. Salvo que seas Akira Kurosawa 🙂 O Marcel Proust.