Bipolar
Por Luis Borrás
Peaje, Julio de la Rosa. Tropo editores, Zaragoza, 2013. 150 págs.
Julio de la Rosa es músico de éxito. Y además ha publicado dos libros de relatos y un poemario. Ritmo, metáforas y lirismo. Y todo ese equipaje se nota desde el primer párrafo: “Todos acuden al mismo panal, la misma ciudad, la misma muerte. Soy una cerradura. Su dinero, una llave”.
Jose Tudela, el protagonista de esta novela, trabaja en la cabina de peaje de una autopista. Un trabajo monótono y tedioso. “Me aburro. Ocho horas en este lugar no es vida. Pero, ¿qué es vida?”. Y para combatir ese tedio utiliza la imaginación. Observa a los que paran un instante ante sus ojos e imagina sus vidas. Y ese planteamiento hace que el lector sienta una empatía automática porque todos hemos pegado la oreja en las conversaciones ajenas; todos (o muchos) hemos mirado a los que viajan en nuestro vagón del metro y nos hemos montado una película. Pero Julio nos gana de largo a todos. Porque en ese juego de observación, en ese pasatiempo viajero lo normal es que no seamos capaces más que de un par de deducciones triviales; que limitados por una imaginación atrofiada y de vuelo corto no lleguemos muy lejos. Y en eso Julio no tiene límites. “Yo quiero ser espectador, joder. Sois todos un espectáculo. Vale, sí, yo también seré un espectáculo a ojos de los demás. Pues ríanse”.
Y a esa imaginación le suma un nuevo recurso. “Estoy perdiendo curiosidad. Sin curiosidad estamos muertos. Léete aunque sea el periódico, imbécil. A ver. Internacional: mentiras. Nacional: espectáculo. Opinión: demagogia. Cultura: demagogia, espectáculo y mentiras. Sociedad: sin interés. Deportes: aburrido. Obituarios”. Y ahí está. “Obituarios”. Porque Julio es capaz de inventar la vida de los que pasan y también la biografía de los muertos. Y así, entre viajeros y recortes de periódico, Jose Tudela va pasando los días y esquivando el aburrimiento.
La trama se mantiene con esas dos materias primas y se presenta con una estructura en la que se alternan el monólogo interior y los diálogos. Estructura que en algunos casos produce cierta confusión al saltar de uno a otro. Algo que en una película se salva con la entrada en escena de una voz o un nuevo personaje pero que en la narrativa sólo puede hacerse con un punto y aparte. Salto que provoca un instante de desconcierto porque el lector –con una sola voz- sigue el hilo de la reflexión que llevaba hasta el momento, sigue en el mismo plano y tarda un poco en entender que ha cambiado. El sonido es más rápido que la vista. Pero esa confusión es mera anécdota. Julio crea unos personajes memorables que pasan por el “Peaje” o que –como “El señor Adiós”– están fuera. La cabina es un observatorio y cada nuevo cliente es un nuevo relato: “Qué carrusel. Qué circo de almas en pena. Todos con sus traumas escondidos en los maleteros. Las frustraciones bajo las alfombrillas de los pies. Los recuerdos borrados a golpe de parabrisas, para poder ver lo que tienen delante”. Y a través del monólogo interior hace hablar con sinceridad y libertad al protagonista. De lo que ve en los demás y de sí mismo: “Aunque seguramente ella me respondería algo tipo: Cómprate un espejo. Como me dijo Ana: debajo de mi casa venden unos espejos chulísimos, pásate a verlos. Y luego si quieres me llamas y me cuentas qué has visto”. La cabina como espacio cerrado, la soledad y la inactividad que propician la autoevaluación, arrancarse las costras de las heridas. Y de esa manera “Peaje” resulta un doble ejercicio: por un lado lo que los demás imaginan de nosotros por lo que les enseñamos y por otro un desolador examen personal. Dualidad que es lo mejor de la novela.
Pero esa sucesión de días repetidos e iguales salvados por la imaginación y la lectura de obituarios no puede prolongarse indefinidamente. Se trata de ficción y no de un diario. La novela necesita llegar a algún sitio, y, para darle un sentido, Julio introduce el amor: “Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida”. Y aunque se pueda aceptar que todo sea posible: enamorarse de una mujer que pasa por el peaje, liarse con una compañera de trabajo y que el protagonista se haga perfectamente humano cayendo en la tentación y cometiendo un error, para mi gusto la situación deriva en un guión nada creíble y excesivo, en personajes que se transforman y convierten en las demenciales caricaturas de un sueño calenturiento.
Hasta ese momento Julio mantenía un tono ligero, descarado, coloquial y sincero con destellos de frases y reflexiones brillantes. Mantenía un equilibrio entre imaginación y realismo. Intimismo trascendente y vertiginosa música pop. Superficialidad y lírica Incluso cuando introduce el amor en la novela nos demuestra lo idiotas que podemos llegar a ser los hombres, la estúpida lógica del deseo que nos hace perseguir la belleza superficial y despreciar lo que tenemos, el precio que pagaremos si sale mal y el sueño resulta un fraude. Pero llegado ese penúltimo momento decisivo creo que Julio hace de la novela algo frívolo, un desvarío, un delirio adolescente. Y no hacía falta que lo dramático hubiera cambiado el tono o el ritmo de tragicomedia que tenía hasta entonces. Hubiera bastado un poco de madurez para no dejarse llevar por el histrionismo.