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El malentendido: un Camus imprescindible

CamusPor FERNANDO J. LÓPEZ. Imprescindible. Así, en un solo adjetivo, es como resumiría mi opinión sobre el montaje de El malentendido que acaba de estrenarse en el Teatro Valle-Inclán de Madrid.

Imprescindible por el talento del equipo implicado. Por las interpretaciones llenas de aciertos -y de entrega- de todo su reparto, en el que destaca, como no podía ser menos, un trío tan inolvidable en el texto de Camus como en la creación que nos regalan Cayetana Guillén Cuervo, Julieta Serrano y Ernesto Arias. Todos ellos -muy bien acompañados por Lara Grube y Juan Reguilón– llenan el escenario con su sola presencia y dotan de alma y profundidad el conflicto eminentemente filosófico que nos plantea esta obra, arrancándonos interrogantes y sombras emocionales en ese paisaje árido de la duda al que nos aboca la obra original.

Imprescindible por la acertada dirección de Eduardo Vasco, fiel siempre a su estilo y capaz de superar la tentación del exceso para presentar una puesta en escena minimalista, conceptual y, en todo momento, precisa. Sin estridencias, con un uso adecuado de la luz, con un excelente espacio acústico, con una escenografía donde la ausencia se convierte en presencia y en la que los espectadores somos a la vez decorado y personajes, forma y fondo del drama.

Imprescindible porque es un texto que supone un homenaje a toda una generación de artistas. Y, a su modo, a la historia cultural de este país. Por lo que supuso su estreno. Por el momento en que tuvo lugar. Por lo mucho que tuvieron que luchar esos grandes actores y directores que jugaban en los límites del posibilismo a culturizar y modernizar un país anclado en el provincianismo y la alpargata de una dictadura infame y sangrienta.

Imprescindible porque la obra de Camus -y no, no es casual que sea una cita suya con la que decidí abrir mi última novela, Las vidas que inventamos– me parece más actual que nunca. Porque sus reflexiones sobre la felicidad, o sobre el egoísmo, o sobre la libertad y la justicia son tan ácidas y amargas como lúcidas, cargadas de nuevos significados en este tiempo en el que la posmodernidad parece hacernos preferir la facilidad pop del eclecticismo antes que la hondura de una necesaria reflexión.

Imprescindible porque es un montaje lleno de verdad teatral, de honestidad artística y, sobre todo, de preguntas. Una obra incómoda y necesaria en la que han dejado que sea Camus el auténtico protagonista, sin intentar imponer visiones particulares ni remiendos escénicos que nos oculten la sordidez verbal de su contenido.

Imprescindible porque todo en ella funciona. Porque es imposible no verse reflejado en la peripecia de Jan, el hijo pródigo, o en la desazón de su hermana Marta, o en el cansancio de su madre -la vida como rutina, la vida y el maldito Sísifo- o en la desesperanza final de esa esposa para la que no hay ni piedad ni, mucho menos, esperanza.

Si están en Madrid, no dejen de ir a verla. Es uno de esos raros ejemplos en los que el teatro recupera su esencia de eterna pregunta, de interpelación necesaria en un mundo donde preferimos las exclamaciones y las obviedades a las dudas y los interrogantes.

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