Cristo con un fusil al hombro, de Ryszard Kapucinski
Por Iago Fernández Ferrán
Los reportajes que aúna este libro tienen como trasfondo distintos conflictos armados: la contienda secular palestino-israelí, las revueltas contra las oligarquías que asolaron América Latina en las décadas sesenta y setenta, o la voluntad del pueblo mozambiqueño por independizarse del gobierno portugués. Lejos de reducir las efemérides bélicas a la descripción de sus condiciones materiales, lo más característico de Kapucinski es su pretensión por revelar el factor humano que encierran y tanto solemos obviar una vez acostumbrados a las masificadas tasas de información, estímulos audiovisuales y lógicas cientificistas de la sociedad contemporánea. Esta voluntad por sensibilizar al lector, procurarle una reacción empática y la ulterior toma de conciencia, diríamos que dota al periodismo de Kapucinski de una efectividad casi literaria aún sin romper los moldes del género que le es propio. Logra tal cometido con una prosa musical, puntuada con rigor y de una agilidad viperina, que tienta muchas veces los golpes de efecto o la frase sentenciosa, casi apodíctica; agregando a veces citas de literatos que recalcan justamente la inapelable dimensión humana del conflicto, como los versos del poeta polaco Mickiewicz del tercer capítulo (“Cuando ya ni en el cielo ven la esperanza / ¿es extraño que vean al mundo con repugnancia, / que, habiendo perdido el juicio con mucho sufrimiento,/ se escupan unos a otros y se salten al cuello?”); o tomando la vida privada de los damnificados como factor preponderante a la hora de recrear la circunstancia histórica con que lidia el reportero de guerras (en el quinto capítulo, recuerdo ahora, se detalla el testimonio que un combatiente confió a su grabadora antes de morir en la selva). Pero además de estos tres recursos, destaca sobre todo la precisión ocular de Kapucinski al seleccionar estampas especialmente sugerentes para ilustrar su singladura: cuando narra la entrada en la ciudad de Rashidiya, cuya frontera está defendida por un grupo de fedayin, combatientes palestinos que reclaman su terruño en Israel, describe con pormenores a un árabe atónito que guarda asiento frente a su casa derruida y los restos sepultados de su familia, junto a otro compatriota que permanece tras el mostrador de una tienda dispuesto todavía a comerciar, pues por gracia divina la metralla no ha barrido todas sus legumbres. O, cuando pisa las tierras bolivianas, dedica varias páginas a informarnos del tragicómico estado en que se hallaba la universidad de San Andrés durante la barahúnda política contra el gobierno de Alfredo Ovando: mientras los estudiantes, en su mayoría insurrectos, pero agregados a facciones izquierdistas divergentes, se ametrallaban entre sí, el rector pasaba horas cobijado entre las patas de un macizo escritorio de teca.
Todos estos rasgos presentes en cada uno de los reportajes que integran Cristo con un fusil al hombro, ponen sobre alerta al lector respecto al componente humano que cifran las etapas violentas de la historia y tan sencillo nos resulta hoy día abstraer en un anónimo balance de muertos. O, lo que es lo mismo, subrayando dicha humanidad, azuzan al lector a guardar memoria de una conflagración y evitan que la tragedia sea edulcorada, es decir, objetivada, hasta el punto de volverse insignificantemente intercambiable; el propio Kapucinski ya protesta contra ello en el libro: “Como todo esto ocurre tan lejos y los nombres propios resultan tan difíciles de recordar, la gente lo olvida todo enseguida tanto más cuanto que al salir a la calle y echar un vistazo a los escaparates, al cabo de un rato se ve impelida a pensar en algo muy diferente”. Al igual que, se me ocurre ahora, Bergonoux en su obra B-17, pero desde el polo del periodismo, la pretensión final de Kapucinski bien podría pasar por contrarrestar el archiconocido axioma con que Iósif Stalin amedrentó a medio mundo durante la 2WW: “Una muerte es una tragedia; un millón de muertes, una estadística”, ya que “de la imagen de la guerra ha desaparecido el rostro humano”. Pero este principio sensibilizador, tampoco es gratuito, como si dijéramos, un grito de alarma sin objeto, pues en segunda instancia estos reportajes ilustran las circunstancias geopolíticas y los trasfondos históricos que posibilitan el advenimiento de las contiendas, concluyendo cada vez que si se tienen en cuenta los intereses de los países capitalistas, éstas no habrán de comprenderse como fenómenos aislados desligados de las competencias políticas extranjeras: “la ONU decretó la división de Palestina en dos Estados: el árabe y el judío”, y “tres fueron las personas que llevaron a cabo la división de Palestina: Golda Meir, Abdullah y el ministro de Asuntos Exteriores británico, Ernest Bevin”, sin olvidar que: “La inquisición y los progromos fueron inventados en Europa. La historia de Oriente Medio desconoce la mera noción de progromo”. Es este último aspecto interactivo, conectivo, virtual de la mirada de Kapucinski lo que configura unos textos de corte periodístico que, sin embargo, por sus altas dotes literarias, funcionan como azote revulsivo que a nadie sensible dejará indiferente y presumen de una envidiable actualidad. En los tiempos que corren, donde nos vemos expuestos a las indignantes componendas y enmascaramientos de los gobiernos, huelga decir que este libro resulta conveniente para conocer las implicaciones últimas de un país en crisis, una revuelta o, en síntesis, un estado de miseria gestionado con una veleidad rayana en la indecencia. Es decir, nos otorga el don de la sospecha para que, al tener noticia de cualquier descalabro social sea donde sea, supongamos que nos interpela en cuanto humanos y, sobre todo, que no se trata de un daño aislado, sino de los efectos nocivos de un sistema, a esta alturas más económico que político, donde nos pronunciarnos día a día también cuando guardamos silencio.