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A propósito de Cataluña

estatuaPor MIGUEL BARRERO. En cierta ocasión, y en otro lugar, escribí que todas las razones que explican la cuestión catalana se encuentran condensadas en una estatua del parque de la Ciudadela. No es nada que no se sepa, pero quizás convenga recordarlo ahora que las veleidades independentistas de una parte importante de quienes habitan en aquellas tierras se han convertido en el leit motiv de ese largo y tedioso argumentario acerca de las esencias hispanas, un agreste caballo de batalla sobre el que unos y otros enarbolan las banderas que adornan ese eterno debate a propósito de nuestra propia identidad. Yo descubrí la estatua en el verano de 2009, durante un viaje a Barcelona. Era mi primera visita a la ciudad y le pedí a Sergio Gaspar, mi editor de entonces, que me lo enseñara todo: también (y principalmente) lo que no sale en las guías. La falta de tiempo nos impidió acercarnos a la Ronda del Guinardó o al Paralelo, pero sí pudimos sondear los vericuetos del Raval, el Gótico y el Born a lo largo de una caminata que duró toda una tarde y concluyó al pie del Parlamento, allí donde una fuente elíptica da cobijo a la bellísima figura de una mujer que, desnuda y derrotada, condensa su sentimiento de pérdida en un llanto mudo cuyos ecos resuenan del castillo de los Tres Dragones al arco de Lluis Companys y explica lo que significa el desazón mejor que todas las palabras del mundo.

«La verdad es que 1714 fue un mal año». Me lo dijo un año después el escritor Milo J. Krmpotic’ mientras tomábamos una cerveza en un bar de Gràcia. Nos habíamos conocido en persona unos minutos antes (llevábamos cerca de un año cotorreando por los patios de vecinos de las redes sociales) y la conversación, que había comenzado por derroteros futbolísticos y fue fluyendo lenta y sosegada por rodeos más o menos literarios, terminó desembocando en la controversia catalano-española, entonces muy en boga por el tema del Estatut de Autonomía. Se refería a la guerra de sucesión desencadenada entre Felipe de Borbón y Carlos de Austria tras la muerte sin descendencia de El Hechizado y al brutal asedio con el que ésta llegó a su fin y que tan bien describe Albert Sánchez Piñol en Victus, una espléndida novela histórica (y lo dice alguien que suele sentir aversión por las novelas históricas, o al menos por lo que las editoriales suelen colocarnos como tal) que debería ser lectura obligada para todos aquellos que, de éste y otro lado, se lanzan a opinar sobre una hipotética independencia de Cataluña sin haberse dotado antes de unos mínimos mimbres teóricos.

No me gustaría que Cataluña se independice porque creo que una España sin Cataluña sería una España mucho más pobre, y no estoy hablando de economía, pero esto es una apreciación que hago como sujeto perteneciente a una determinada colectividad. En el ámbito puramente individual, tengo muy buenos amigos por allí que seguirán siéndolo en el caso de que la senyera destierre definitivamente a la rojigualda de la plaza de Sant Jaume.  Porque también pienso que los catalanes tienen todo el derecho a decidir dónde, cómo y con quién quieren pasar el resto de su vida; y que, más que posicionarse a uno u otro lado de la barrera, lo realmente útil sería indagar en las razones de esa profunda animadversión mutua y preguntarnos si los españoles y los catalanes de hoy somos los mismos que éramos a principios del siglo XVIII. Sólo en función de la respuesta deberíamos empezar a pensar, o a preocuparnos. Mientras tanto, si tienen la suerte de ir por Barcelona un día de estos, aprovechen para darse una vuelta por el parque de la Ciudadela y busquen una estatua solitaria anclada en el centro de una fuente elíptica. Tal vez así empiecen a entender algunas cosas.

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