Maridos y mujeres: perturbadora y deliciosa
Por FERNANDO J. LÓPEZ. Hay que ser un valiente para atreverse con un cambio de género. Y no porque no sea algo habitual -el paso de la novela al cine y del teatro al cine o viceversa- sino porque resulta difícil encontrar ocasiones en que esa transformación realmente merezca la pena. Pesa demasiado el original y, además, el lenguaje de la obra original parece condicionar el resultado de la adaptación, lastrándola y empobreciéndola o forzando una metamorfosis que la aleja de la esencia original. Si, para colmo, la base es una de las películas más logradas del Woody Allen de los 90 -antes de que se nos perdiera en ese forzado turismo europeo que tan pobres resultados le está dando-, la acrobacia resulta poco menos que mortal.
Sin embargo, Alex Rigola no solo sale airoso de su apuesta, sino que, aún más, consigue que nos sentemos con él y con sus matrimonios en una función donde no hay lugar para la estridencia. Un ejercicio de cotidianidad que, de puro próximo, resulta casi terrorífico, porque no somos voyeurs de estos maridos y mujeres, sino un coprotagonista más. Y no tanto porque nos sienten en esos sillones que conforman el -inteligente- espacio escénico, sino porque el uso de los efectos -de luz, de sonido- y la dirección escénica apuesta por eliminar lo artificial en pro de una naturalidad que consigue esconder, bajo el disfraz de la naturalidad, el pensado ejercicio coreográfico con el que se mantiene el ritmo -endiablado y woodyallenesco- de la función.
Los seis actores resuelven con gran acierto sus personajes y consiguen hacerlos graciosos cuando conviene -no porque lo fuercen, sino porque la vida, incluso cuando no nos gusta, también tiene su gracia- y, sobre todo, nos permiten empatizar con ellos, comprenderlos y, lo más importante, no juzgarlos. Se evitan las esquinas más ariscas de cada uno de ellos -que no sus lados oscuros: esos se dibujan enseguida- y, pese a sus rarezas, se apuesta por un diálogo en el que la dureza del texto se matiza con la intención -a veces tierna, a veces desolada, a veces juguetona- de los intérpretes. Ellas y ellos, ellos y ellas, voces y vidas que consiguen que les hagamos un hueco en nuestro salón (¿o era en el suyo?) y que sostienen la función con una verdad que, de nuevo, asusta.
A mí, que el tema del deseo y de la pareja es uno de los que más me interesan como lector, como espectador y, por supuesto, como autor -ahí están Las vidas que inventamos, Cuando fuimos dos o El sexo que sucede, por ejemplo-, este montaje de Maridos y mujeres me ha resultado tan perturbador como delicioso. Perturbador porque es un juego de espejos -igual que su guión, con la literatura haciéndose vida y la vida haciéndose literatura: qué grande es Woody cuando quiere ser grande– y delicioso porque resulta imposible no enamorarse un poco de cada uno de ellos, reírse de ellos y hasta soñar con ellos.
Un montaje en el que el teatro es tan teatral como la vida misma. O como el mejor cine.