La orfebrería del verbo
Por Jesús Cano Reyes
La transmigración de los cuerpos. Yuri Herrera. Periférica, Cáceres, 2013. 134 págs.
Después de la premiada narcofábula Trabajos del reino (2004) y del viaje mítico que describe Señales que precederán al fin del mundo (2009), Yuri Herrera (Actopan, 1970) regresa ahora con su tercera obra, La transmigración de los cuerpos, con la que prosigue su peculiar relato de los aspectos más ásperos del México contemporáneo. Acorde con su estética, Herrera prefiere una vez más destilar la novela, breve pero intensa, en un centenar de páginas.
Por una cuestión de lealtad, el Alfaqueque se ve obligado a abandonar el lecho de su vecina la Tres Veces Rubia para encargarse de un turbio asunto relacionado con dos cadáveres y dos familias enfrentadas. Lo que parece un negocio en el que el protagonista ya se ha bregado en otras ocasiones, se complica cuando el Alfaqueque encuentra una ciudad apocalíptica: las calles desiertas, las farmacias clausuradas y la gente atrincherada en casa con su espanto. El motivo es una epidemia indeterminada que no interesa tanto precisar como poner de manifiesto el contagio de un virus que es también el del miedo; mientras tanto, las autoridades lanzan mensajes desafortunados que sólo sirven para aumentar la alarma. A partir de ese momento se inicia una trama detectivesca que despliega a diferentes personajes de un modo u otro quebrados, los cuales, pese a ser tipos duros que se toman la justicia por su mano, demuestran regirse por una ética consistente. En un momento dado, el narrador, apegado a la mirada del Alfaqueque, deja caer la siguiente idea: “se había convencido de que hasta a la gente más retorcida había que darle una oportunidad, porque la gente toda es como estrellas muertas: lo que nos llega de ellas es distinto de la cosa, que ya ha desaparecido o ya ha cambiado, así sea un segundo después de la emisión de luz o de la mala obra” (59).
A través de la historia del Alfaqueque, la Tres Veces Rubia, el Ñándertal, el Menonita, la Ingobernable o el Delfín, comprendemos que nuestra peor cara es un perro negro que nos acecha, que una mala noticia puede envejecer a un hombre ochocientos años en un instante o que hay diferentes especies de muertos, pues algunos no son “la clase de muerto que se lleva a su familia” (107). Resulta significativo que en la historia los vivos parezcan tener menos valor que los muertos, que se convierten en una mercancía preciada, como demuestra la escena en la que unos desconocidos detienen el coche del Alfaqueque para pedirle el cuerpo inerte que lleva en él. “Es que nos falta uno”, dicen, “pero igual ahorita hay muchos por ahí”. La Ingobernable, que lo acompaña, reflexiona entonces: “Lo normal sería que fueran los muertos los que se echan a perder” (101).
Sin embargo, la gran virtud de este libro reside en el trabajo con el lenguaje. Con sus tres novelas Yuri Herrera ha conseguido crear una voz reconocible al refundar la lengua en una labor de orfebrería que articula en el mismo nivel elementos poéticos con la reproducción de un registro coloquial, barajando arcaísmos y neologismos, llevando al idioma a su máxima expresividad: “Él no sobresalía en nada, más que en amansar maldiciones y salvar a la gente de los separos o de sus promesas. […] Su bronca la arreglamos aquí entre nos, el secreto ése lo guardamos aquí entre nos, la multa la rebajamos aquí entre nos, la coartada la inventamos aquí entre nos; la transa es providencia” (99). La prosa construye imágenes que son felices hallazgos, como una espalda nombrada una “cordillera de vértebras” (27) o un perro que se sacude el agua “como un lago hecho pedazos” (33). Al mismo tiempo hay lugar para que el lenguaje se pregunte sobre sí mismo; así, el Alfaqueque medita sobre el poder persuasivo de sus palabras pero también sobre sus limitaciones: “¿Cómo describir lo que no está ahí? ¿Qué nombre se le da a lo que no existe y que precisamente por eso existe?” (125). Durante un encuentro sexual, el protagonista “dejó que su lengua fiesteara como fiestea la lengua cuando no le piden verbo” (29). Y esta es precisamente la prueba de que cuando le piden verbo la lengua de Herrera convoca la fiesta.