ROCK´N´ROLL SUICIDE
Por JUAN CARLOS VICENTE. La palabra era un nombre.
Al principio no se había dado cuenta, luego, cuando se quitó la camiseta, comprobó que la mancha azulada que se veía a través del tejido era el nombre de Bowie. Calculó que debía tener al menos diez años, el tatuaje. Los contornos de las letras estaban difuminados y el relleno había adquirido un tono desgastado y sucio. La palabra estaba escrita en su pecho formando un arco convexo.
Bowie, eso ponía, como si se tratase de una marca de ganado grabada a fuego con un hierro.
No habían hablado de nada durante los primeros días, por lo que se había centrado en las reducidas dimensiones de la celda, la formación de filas para dirigirse al patio o los trabajos para matar el tiempo al que estaban condenados. Todos los recuerdos que tenía respecto a las cárceles se limitaban a imágenes construidas para el cine. Imágenes brutales, aprehendidas, destiladas de anécdotas e informes de los que en algún momento habían sobrevivido a la experiencia de la reclusión.
Pensaba en todo eso, en su escaso conocimiento de la situación en la que se encontraba, mientras su compañero leía una pequeña biblia de bolsillo que sostenía sobre el pecho ocultando parcialmente el nombre de Bowie, cuando sonó una sirena y vio a un montón de funcionarios correr hacia uno de los pabellones situados al fondo. Intentó ver que sucedía a través del escaso ángulo que le proporcionaban los barrotes, pero solo pudo escuchar gritos e insultos y carcajadas.
— Todas las semanas cae alguno— dijo su compañero.
Se quedó mirándole desde la puerta. Uno de sus ojos era distinto, con la pupila absorbiendo por completo el iris. Le miró durante unos segundos. Su compañero le sonreía, mostrándole el agujero negro de su rostro.