Rigor Mortis (La edad del hambre)
Por Carmen Garrido
La casa atestada, inconveniencias, más trabajo, un marido cada día más indiferente: habían destruido su refugio. La nube de disgusto ante tanta decepción encontró un lugar en el que flotar: sobre las cabezas del niño y la niña. Fueron ellos los que pagaron.
Extracto de Volver, de Toni Morrison
La muerte tiene un doble efecto tranquilizador, que aparece a las pocas horas del fallecimiento: el cadáver, aún poseído por el rigor mortis, se siente transportado a otra dimensión, alejada de las banalidades, las luchas y los tropiezos de la existencia o tramo modo-Sísifo. Esa pequeña incomodidad llamada “vida” acaba con el responso, las paletadas de tierra y la colocación de calas o crisantemos, último acto obligado de la familia, último acto vital que escucha el ya polvo eres, antes de suspirar, alegrarse de su estado y volver el cuerpo y la mirada hacia una realidad mucho más placentera.
Mientras tanto, algunas extrañas familias comienzan el periodo de duelo, esa especie de broma macabra del difunto, que se ha apresurado a dejar sus cartuchos de TNT en la casa familiar para que cada uno de los que le rodeaban los explote a su manera. Es una jugada limpia: todo al rojo, mi vida a cambio de un trozo de la vuestra. Ecuánime pacto, partida en tablas. Desde el nicho, el Padre, en el caso de la espléndida obra El Pelícano de August Strindberg se quita el Requiescat in pace y sonríe por vez primera, seguro de que la casualidad (o causalidad) de su muerte no va a tornarse en melancolía profunda para sus familiares. La bala que sale desde la tumba del Skogskyrkogarden (el Cementerio del Bosque de Estocolmo) tiene un destino fijo: convulsionar la vida de su viuda, la de sus dos hijos y la de su yerno.
Aunque Strindberg sitúa la acción en una ciudad sueca media, versiones libres como ésta del dramaturgo Paco Bezerra, aunque respetuosas con el texto original, disparan la imaginación del espectador, avivada por ese lugar entre gongorino y almodovariano que es La Casa de la Portera. Las escenas podrían transcurrir en Uppsala, en Gotemburgo, en Malmö, pero es el mismo barrio donde vivía Strindberg, el holmiense Norrmelm, donde a esta periodista se le aparecían los intérpretes; quizá viejos recuerdos nórdicos azuzados por la madera de los muebles, el calor de la estufa de butano, el olor a memoria que habita Abades 24.
Bezerra, Premio Nacional de Literatura Dramática 2009 por Dentro de la tierra, remodela El Pelícano original dotándolo de una fluidez perfectamente hilada, suprimiendo florituras; personajes innecesarios como es el caso de Margaret, la criada; o borrando los mismos nombres de los protagonistas, Gerda y Frederik, ahora, simplemente, el Hijo y la Hija. Nombrándolos así los presenta “concentrados” en su única esencia: no son ni hombre ni mujer, no son seres humanos, poliédricos, con aristas. Su única condición vital es la de ser hijos de esta Madre saturnina.
Siempre se ha analizado El Pelícano desde el punto de vista de la madre, el epicentro bernardiano que maneja en secreto las vidas ajenas, haciendo y deshaciendo a su capricho. Y es cierto que, cuando se entra en el salón de La Casa de la Portera, la figura elegante y aristocrática de Mariana Cordero (Las cuñadas, Luces de Bohemia) centra la atención del espectador. También en esa cara –si tienen la oportunidad, observen sus ojos, su sonrisa– está instalado el rigor mortis. Decía el poeta árabe Ibn Hazm que el ojo revela las intimidades del alma y delata sus secretos. Y es cierto que en los ojos de esta gran intérprete no aparece nada relacionado con la bondad, la dulzura, la piedad. No creo que haya que entrar en un terreno psiquiátrico o psicológico para analizar a la Madre: es mala por Naturaleza. Nada nos dice Strindberg o Bezerra sobre la infancia, la adolescencia o los traumas derivados de esos períodos que pudieron llevar a esta mujer a comportarse como una psicópata que se rige por su propio código (a)moral. Ella es el tótem alrededor del cual gira la obra. Es la Titiritera.
Mientras uno mira los gestos de la Cordero, se le antoja que detrás de la desvencijada puerta de madera que da entrada a esta casa matriarcal, los ojos del ya fantasma marido avizoran por la cerradura qué pasa en el salón, cómo explotará (y en qué dirección) la bomba que ha dejado en el secreter de su despacho y que conducirá a la tragedia. ¿Cuenta el muerto con que ese descubrimiento puede arrastrar a sus hijos hacia la peor de las salidas? Quizá. Pero nunca se sabe cuál es la mejor solución para una vida con carencias; tal vez la muerte sea el más alto beneficio. Sobre todo, si en el pack de alta mortalidad se incluye la desaparición de una esposa que te maltrató y te sojuzgó. No sólo parece muerto el Padre, también los hijos vagan por la casa cual ánimas en pena. Durante años, ese trasunto de Casa Usher, también llena de relaciones familiares poco comunes como en el cuento de Poe, les ha arrebatado toda posibilidad de rebeldía siendo su pasatiempo más común el saciar el hambre que les acucia constantemente.
Brillante la interpretación de Juan Codina (recién nominado como Mejor Actor de Reparto a los Max 2013 por En la luna), como ese Hijo enlutado, blanquecino, comido por el desprecio que sintió su Madre hacia él desde el útero, desesperanzado por la falta de perspectivas de salir de esas paredes donde se doctoró, al igual que su hermana, en mentiras y silencios. Codina parece masticar el aire en cada parlamento, nos traslada la necesidad de comer como algo más que físico, como algo moral, un paternal deber primario. Lo que es impensable para el espectador, un Hijo no amamantado por una Madre, un Hijo al que la Madre roba la comida, se hace carne en la figura de Codina. Fluidamente, él va transformando a ese Hijo, que pasa de un comatoso estado inicial de perplejidad a un estado de rebeldía. Tal vez el Padre vuelva a sonreír al ver que su muerte ha propiciado un pequeño cambio en su primogénito: cuando las pruebas son irrefutables y se descubre la comida que la Madre guardaba en un taquillón para saciar sus caprichos, una pequeña bomba de relojería estalla dentro del apocado estudiante.
Esa suavísima evolución del Hijo (algo más abrupta en el caso de la hermana), la dureza de escenas inolvidables, como aquélla en la que los hijos se encaran con su progenitora, la pesada atmósfera, la violencia contraída que destilan las relaciones entre los protagonistas nacen también de una impecable dirección escénica, obra de Luis Luque, que ya brilló la temporada pasada (también formando tándem con Bezerra) en el Bellas Artes con su Escuela de la Desobediencia (ver crítica en esta misma revista).
La actriz Helena Castañeda (Woyzeck, Hamelin) interpreta a la Hija, una mujer sumisa y manipulada, por las manos de la Madre primero, después por las de su marido, Axel. Su silencio, su aparente connivencia con la progenitora es fruto, otra vez, de los años del hambre. Unos años en los que llegó a comer papel higiénico por la noche para calmar al estómago. Unos años en los que ha dejado su rabia o su rebeldía en barbecho para que luzca tras la muerte del Padre, tras el descubrimiento de la relación amorosa entre su propia Madre y su marido.
El único destello vital de la casa habita en Axel, el reciente marido de la Hija, un atractivo oficial y contable, obsesionado con el dinero y que utiliza su físico para obtener réditos entre negociantes y mujeres. Excelente, una vez más, la interpretación de Raúl Tejón (Iván-Off, Bandolera, La curva de la felicidad), que lleva la obra a su clímax en el violentísimo enfrentamiento que tiene con la Madre. Axel es tan amoral como ella, pero con una diferencia: hace gala de su falta de ética, de su desprecio por los que considera seres inferiores. No lo esconde, incluso se siente orgulloso de ello. Aspira a ser el nuevo patriarca de la casa y no duda en hacerlo patente en cuanto vuelve de su viaje nupcial. Es un lobo, se considera el elegido para gobernar a esa manada-familia desorientada y para ello trabaja previamente su relación con la Madre, que ve en él un espejo, una especie de viril resurrección que le susurra que la antigua belleza todavía no está ajada. Axel es la última carta que la vida le brinda a la Madre para salir de la atadura de la casa y de los hijos.
Son muchas las referencias emocionales que Ahora empiezan las vacaciones despertarán en aquél que acuda a La Casa de la Portera. No existen las infancias felices, todos hemos despertado a la cruda realidad vital de la mano, quizá, de uno de nuestros padres. Para remarcarlo, el ‘The Impossible Dream’ de Elvis Presley que suena al comienzo y al final de la obra revive aquella contestación indeseada, aquella bofetada a destiempo, aquella falta de cariño cuando era necesario. Pero, sobre todo, los silencios. La Cordero revive a esas madres que guardaban dentro de sí los afectos, las palabras, bien porque no conocían el modo de exteriorizarlas, bien porque su propia vida había sido demasiado dura como para ceder a las minucias de los sentimientos. Todos, en algún momento de la infancia o de la adolescencia, hemos sentido la orfandad, la esclavitud a las decisiones incomprensibles de los padres. Por ello hablaba, más arriba, de la atemporalidad de esta obra del dramaturgo sueco que se mantiene en la cuidada versión de Bezerra, una atemporalidad que hace referencia a las invisibles cadenas que unen a las familias. Psicoánalisis eterno de las relaciones padres-hijos. Relaciones que, en algunos casos, se siguen manteniendo hasta después de la muerte. Como en El Pelícano, cuando, quizá es el Padre el que, desde su tumba, se esté rajando el pecho para “salvar” a sus dos hijos.
Ahora empiezan las vacaciones
Autor: Paco Bezerra sobre El Pelícano, de August Strindberg
Dirección: Luis Luque
Reparto: Mariana Cordero, Juan Codina, Helena Castañeda, Raúl Tejón
Lugar: La casa de la portera (Abades, 24. Madrid)
Producción: Teatro Portátil
Fecha: todos los martes de Febrero y Marzo
Horario: 20h y 22h.
Duración: 1h y 20 minutos
Fotografías: Mista Louis