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DE MITOS Y ARTEFACTOS (II): EL ARTEFACTO

Por OSCAR M. PRIETO. Hagamos por un momento un ejercicio de imaginación (venga, no es tan difícil). Desmontemos los complejos decorados y sus oropeles, los doraros y truenos que actúan como heraldos, la luz cegadora y reveladora y las voces como de otro mundo.

Imaginemos ahora que estamos en un concesionario de automóviles. Imaginemos que en lugar de estar tratando sobre astronomía, geometría y letras, estamos negociando la transacción de un vehículo, un utilitario incluso. Todo muy cotidiano. Cambiemos por último, para completar el tropo, a los personajes. Que en lugar de Theuth, dios, sea un vendedor de coches, por ejemplo Jean Paul. Qué Thamus, se llame Sabine y no sea faraón.

-Fuera, tras los inmensos ventanales, un cielo plomizo y gris, como corresponde a las tierras flamencas, quizás llueva, o no-

Este es el diálogo:

Jean Paul: Además, lleva navegador incorporado.

Sabine: ¿Navegador? ¿Qué es eso? No quiero el coche para navegar.

Jean Paul: Jajaja, qué simpática es usted. Con este instrumento, el navegador, nunca se volverá a perder.

Sabine: ¿De verdad?

Semanas después de haber cerrado este negocio, tal vez meses o años -aunque más bien me decantaría por días-, el hijo de Sabine le encarga a ésta que vaya a recoger a su novia a la Estación del Norte, en Bruselas (la misma estación a la que llegó Paul Valery en el verano de 1873, huyendo de su amante Rimbaud, por el que había abandonado a su mujer y a sus hijos).

Desde Erquelinnes -localidad donde vive Sabine- a Bruselas, sólo hay una distancia de 32 Kilómetros y en completarla no se emplean más de 40 minutos. Confiada en la palabra de Jean Paul -nunca se volverá a perder- y en el «navegador», Sabine recorrió 1450 kilómetros, los que separan Erquelinnes de Zagreb, pues fue allí donde terminó, después de más de doce horas de viaje y tras haber repostado varias veces.

«Vi señales de tráfico en francés y en alemán. Pasé por Colonia, Aquisgrán, Francfort… pero no me hice ninguna pregunta. Pise el acelerador y continué conduciendo».

Sabine, Sabine, Sabine, ¿qué habías desayunado esa mañana?

«No me hice ninguna pregunta», declaró. Este, precisamente este, es el antídoto que nos preserva contra cualquier forma de inteligencia.

Salud

Oscar M. Prieto

Ps: ¿Cuántos números de teléfonos sabíais de memoria antes de llevar la agenda pegada a vuestro móvil, que aquel hombre de Quevedo iba pegado a su nariz?

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