Para un dios no nacido
Hugo von Hofmannsthal
Para un dios no nacido
Madrid-Buenos Aires-Valencia, Pre-Textos, 2005, 160 pp., 15 euros.
Por Mario S. Arsenal
“Epígono” le llamó errónea y despectivamente T.S. Eliot en su obituario de 1929. Hermann Bahr se citó en la década de 1890 con un tal Loris Melikow que firmaba artículos y poemas en los periódicos vieneses, y finalmente se presentó con su nombre real: Hugo von Hofmannsthal. Lo más llamativo de su biografía; si se quiere, lo más sensacionalista, fue crear en 1920 el Festival de Salzsburgo junto a personajes de la talla de Max Reinhardt, Richard Strauss, Franz Schalk y Alfred Roller. Entre poetas trabó ligera amistad con Arthur Schnitzler y trató esporádicamente con Rainer Maria Rilke, pero su universo parece terminar ahí. Nada más lejos de la verdad.
En Para un dios no nacido (Pre-Textos, 2005) podemos descubrir seguramente, no al mejor Hofmannsthal, pero sí al más propio, al más íntimo, al más personal. Su obra entronca con los grandes autores (sabemos que hizo suyas algunas de las obras más aclamadas de Calderón), sus preocupaciones son particulares y a la vez de todos; no confraternizó ni alternó en los lugares donde la intelectualidad apaciguaba sus ansias de poesía, y sin embargo hizo suyo todo el peso de aquella.
Muy acertadamente –esta vez sí, frente al desliz eliotesco– Fruela Fernández Iglesias, editora y traductora de esta edición bilingüe, denomina al poeta el último antiguo. Porque es cierto, ir en busca de Hofmannsthal es hallar esa nostalgia pura y verdadera de quien vive en nombre de uno mismo y todos los demás, es encontrar esa melancolía de filiación primigenia, una ingenuidad propia del que ama la vida y no está dispuesto a elegir entre la verdad o la belleza. Su poesía emparenta a la perfección con el anhelo griego, sondea el tintineante devaneo existencial de lo que está cubierto, es decir, esa especie de principio oculto que se esconde entre la vida de los mortales pero también de los dioses, de ahí el título de este poemario.
Aunque siempre se haya querido ver en Hofmannsthal y en su poesía una obra de medio alcance, sin embargo, corriendo los tiempos que corren, esto es: entre la generalizada verborrea imperante y el abuso del lenguaje, su obra resulta una suerte de narcótico que nos ayuda a alejarnos del aparato para abrazar de lleno lo que no deja de ser objeto de la poesía: el suceso. Hofmannsthal canta y –si esto es decible– descanta la realidad, muestra sus heridas hasta tal grado de implicación que convierte la herida en enseña y faro de su ser, en su coraza y su escudo, en su himno y su bandera.
Pero si, como ha venido siendo habitual en los estudios transversales, su obra puede encontrar afinidades en grandes autores, tanto anteriores como posteriores a él, su palabra –si por algo tiene un valor superlativo, es porque es suya, es genuinamente propia. Personalmente, el Hofmannsthal de Tras una lectura de Dante o incluso el de El secreto del mundo puede recordar al Hölderlin más soberbio, más puro, que los estudiosos no suelen señalar, pues al parecer sigue existiendo cierto remilgo académico –yo lo llamaría falso recato– que se traduce por reserva y no por precaución. Sea como fuere, la obra de Hofmannsthal seguirá presta a apaciguar los corazones de quienes anhelan la cosa y no la palabra. Y a este punto, no es casual, me vienen a la memoria las palabras del poeta y dramaturgo toscano Francesco Berni en pleno siglo XVI cuando acometía su dura crítica contra el petrarquismo y los petrarquistas, multiplicados en una suerte de arte por el arte, ensalzando la poesía de su admirado (y ajado por la tormenta) Miguel Ángel Buonarroti: “Él dice cosas, vosotros decís palabras”.