Alguien no quiere que disfrutes de tu tiempo
Por Sergio Gallego Isla.
Por todos es conocida la regla de las ocho horas. Ocho horas para dormir, ocho horas para trabajar y ocho horas para dedicarlas al ocio. Todo esto no es más que teoría. En la práctica los números se distorsionan. Le sustraemos horas al sueño para transferírselas al ocio, porque a este se las roba el trabajo. Porque las ocho horas de ocio no son tal. Son también horas pluriempleadas. Tienen que dedicarse a alimentar al cuerpo, a cuidarlo, a lavarlo, a preservarlo para el trabajo y a transportarlo hasta este. Con suerte nos quedarán algo más de la mitad de nuestra, teóricas, ocho horas de ocio. Aunque por desgracia, alguna que otra tendrá que ser empleada en tareas que poco tendrán que ver con el ocio. Al final, nuestro tiempo para el ocio se ha reducido cuantitativamente. Lo que hace que nos preguntemos si el progreso que en el plano tecnológico ha experimentado el trabajo, al menos ha supuesto un aumento cualitativo en nuestro ocio. Y la respuesta parece ser que no.
Más que la calidad, parece haber aumentado, y de qué manera, la complejidad. El tiempo que la producción de la maquinaria parecía habernos ahorrado en numerosos aspectos, nos lo han quitado a su vez los subproductos y los trabajos extra surgidos con la era mecánica. Para el griego clásico (pensemos en los siglos quinto y cuarto antes de nuestra era. Cuando la polis, la democracia y las diversas manifestaciones culturales, como la filosofía, presentaban su máximo apogeo) el tiempo, su tiempo, era lo más apreciado después de la gloria, como comenta H.D.F. Kitto en su libro «Los griegos». Un tiempo que era sustancial para la vida de la polis. No trataré aquí la problemática de la esclavitud en la Grecia clásica, que se postula como un importante factor en el desarrollo de la civilización griega, lo cual daría para muchas páginas, pero es necesario destacar que el ciudadano griego, que poseía esclavos, también sudaba como cualquier otro cultivando sus campos, o participando en la edificación de sus altares. Porque, precisamente, eso es lo que le hacía ser ciudadano. Esa implicación directa con la vida de su polis. Ese tiempo de “ocio” que dedicaba, con placer, al bienestar de su ciudad-estado.
El tiempo, no la comodidad, era lo crucial para el griego. No vivía rodeado de las comodidades que nos ha brindado a nosotros la era mecánica. Probablemente tampoco las necesitara. Y, muy probablemente, eso le liberara de muchos de los quehaceres que a nosotros nos esclavizan. Vivía en una sociedad que poco tenía que ver con nuestra moderna sociedad de consumo. Y disfrutaba de su tiempo.
Hoy vivimos continuamente bombardeados por anuncios que nos prometen una vida más plena y cómoda. Compramos productos que la mayoría de las veces no necesitamos, pero que una impecable campaña de marketing ha convertido en necesarios. Productos diseñados con una fecha de caducidad cada vez más corta. La industria publicitaría, una de las más potentes a nivel global, juega su papel crucial en el entramado comercial como perpetua generadora de deseos en los consumidores. La publicidad es un arte. El arte de enseñar a la gente a necesitar cosas. Antes de que la publicidad hiciera acto de aparición dentro del mercado de consumo, el espectro de productos se reducía, prácticamente, a los bienes de primera necesidad. Pero un mercado basado sólo en esos productos no genera suculentos beneficios. Hay que empezar a vender aquello que la gente ni se había planteado en comprar. Hay que darle la vuelta a lo ya existente, para presentarlo como algo distinto e innovador. Y ahí, la publicidad tiene las llaves que abren las puertas del paraíso. La Industria en general, por su parte, mediante la aplicación de la obsolescencia programada en sus productos, se asegura la continuidad en el ciclo de producción y venta. Lo cual es inherente al sistema actual.
El modelo de consumo en el que nos encontramos inmersos, producto evolutivo del sistema de producción capitalista surgido con la revolución industrial, no tiene otra manera de funcionar. A una producción masiva de bienes y servicios le ha de acompañar un consumo masivo de los mismos. Ya nada puede ser creado bajo criterios de sencillez o durabilidad. Hasta lo último de lo último en, por ejemplo, materia automovilística, tendrá que fallar más temprano que tarde. Aunque la chica del anuncio te hubiera prometido que estaría contigo hasta el fin de los días. Un producto que salga hoy al mercado no podrá ser igual de simple de lo que lo fue la versión que le precedía, tendrá que poseer un plus de complejidad que lo avale como propio de la sociedad tecnológica a la que pertenece. Ningún producto que llegue al consumidor podrá jamás superar en longevidad al producto que reemplaza. Lo contrario sería el fin para su industria. Un suicidio.
Mientras la tendencia apunta hacia la complejidad, el tiempo de ocio se reduce. La calidad de un producto no va en función directa de su complejidad. Lo único que aumenta proporcionalmente a la complejidad de un producto es su precio. Por lo tanto, cuando quieras disfrutar del ocio que la sociedad y la industria del entretenimiento te ofrecen, te verás obligado a trabajar más. Y cuanto más ocio quieras más tendrás que trabajar. Pero, cuanto más tiempo dediques a trabajar menos tiempo para el ocio te quedará. Es como la pescadilla que se muerde la cola. Y si el tiempo para el ocio fuera prescindible, no pasaría nada. Pero, resulta, que el tiempo de ocio es vital para el ser humano. Como dice el adagio: ¿trabajas para vivir, o vives para trabajar?
Parece que alguien no quiere que disfrutes de tu tiempo.
Quizá, lo que H.D. Thoreau escribió durante su retiro en la cabaña a las orillas del lago Walden, hace más de siglo y medio, tenga más vigencia que nunca en nuestros días:“¡Sencillez,sencillez, sencillez! Que tus asuntos sean dos o tres y no cien o mil; en lugar de un millón, cuenta media docena y lleva tus cuentas sobre la uña de tu pulgar. En medio de este mar picado de la vida civilizada, son tales las nubes y tormentas y arenas movedizas y mil otras cosas a las que hay que atender, que un hombre tiene que vivir haciendo cálculos si no quiere naufragar e ir al fondo y no llegar a puerto alguno, y sin duda ha de ser un gran calculador el que triunfe. ¡Simplificar, simplificar! En lugar de tres comidas por día, no comas más que una si es preciso; cinco platos en lugar de cien; y reduce todas las demás cosas en esa proporción.”