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Aquel Carlo Pedersoli

CarloPor VÍCTOR F. CORREAS. Uno rinde pleitesía a sus mitos, que son unos pocos, siempre que puede. Literatura, cine y música. Lo común.

No oculto que en cuanto a letras se refiere bebo preferentemente en las fuentes del Maestro Pérez-Reverte, en la inigualable prosa de Don Miguel Delibes (habría que levantarse cada vez que se pronuncia su nombre) y en la habilidad narrativa y descriptiva de mi paisano y amigo Jesús Sánchez Adalid. Muy académicos mis gustos en este sentido, para qué nos vamos a engañar. Poco dado a experimentos y rarezas, en definitiva. Sin embargo, con el cine y la música ocurre lo contrario.

En ambos casos, y en ciertos momentos -muy ciertos, tampoco hay que asustarse-, mis preferencias vendrían a encasillarse en la categoría de gustos extraviados. Sin ir más lejos, mi reproductor musical es un cajón de sastre que pondría los pelos de punta a cualquier crítico musical, dada su variada heterogeneidad; y con el cine, pues tres cuartos de lo mismo. Por eso, cuando uno se encuentra ante un mito de su infancia y juventud, puede hacer dos cosas: lanzarse a por él, o contemplarlo desde la distancia, como siempre lo admiró. Con respeto. Hasta que un buen día me crucé con Carlo Pedersoli. Palabras mayores, oigan.

0A Carlo Pedersoli, napolitano de nacimiento, con estudios de Químicas a su espalda, políglota –habla seis idiomas- y dos participaciones en  Juegos Olímpicos –Helsinki y Melbourne– como miembro del equipo italiano de natación, tras unos titubeos en el mundo del cine, papel en Quo Vadis incluido, se le ocurrió cambiar su nombre artístico por el de Bud Spencer. Y en 1967 decidió formar pareja con otro italiano como él –curiosidades de la vida, su padre era químico- llamado Mario Girotti, que pensó que le iría mejor si se hacía llamar Terence Hill. Y los dos se tiraron unas cuantas décadas regalando al mundo de la interpretación desopilantes escenas de guascas, manguzadas y tollinas en películas de renombre como ‘Y si no, nos enfadamos’, ‘Le llamaban Trinidad’ o ‘Quien tiene un amigo, tiene un tesoro’.

Hasta que un buen día, hará más de tres años, más o menos, a Carlo Pedersoli –o Bud Spencer, como prefiráis-, le ofrecieron rodar un anuncio para una entidad bancaria cuyos días de gloria ahora quedan en el recuerdo. El escenario, la madrileña calle de Fuencarral; el guión, nada original: el susodicho interpretando –más bien rayando a la perfección- el papel que más fama le ha dado universalmente, el de repartidor de guascas cual aspas de molino. Y un servidor paseando por la zona, tras comer. Y entonces lo vi. Una planta de impresión; tan alto como el Vesubio de sus primeras correndillas de infancia. O más. Pero ya cansado, visiblemente fatigado. Tanto, que permanecía buena parte del rodaje sentado en una silla, que portaba una atenta mujer allá donde Carlo Pedersoli se digiriera cuando le tocaba rodar. Y el mitómano que es uno no lo pudo resistir. Me acerqué a él, y llamándolo por su nombre –señor Pedersoli, usted verá, hágase cargo…- le pedí una foto, a la que accedió con una educación y bonhomía desbordantes. Después, me tendió la mano, y con un español más que correcto, ligeramente trufado de un acento argentino, me obsequió con un «gracias, un placer» que recuerdo como si aún estuviera viviendo ese momento. Ahí lo tienes, Carlo Pedersoli, frisando las ocho décadas, con una trayectoria impagable en el mundo del cine, y te da a ti las gracias. Todo un señor.

Acabo de ver la foto, que guardo orgulloso dentro de una vitrina de libros en mi casa. Y lo peor es que desde aquel día, cada vez que veo alguna película suya –de cuando en cuando todavía las responen en televisión-, recuerdo a Carlo Pedersoli y me avergüenzo, más allá de la foto, por no haberle pedido que me endiñara una de las suyas, así, a rodabrazo. Por poner el caso. Como recuerdo.

¡Lástima de vergüenza! El súmmum del mitómano, que es así.

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