LA CASA
Por JUAN CARLOS VICENTE. Compró la casa por su sentido trágico.
Escuchaba a su mujer en el piso de arriba, en la habitación ocupándose del bebé. El sonido de sus pasos descendía por la escalera hasta el salón, las ruedas de la cuna girando y presionando la superficie de tarima.
Existía un tercer piso, una habitación abuhardillada a la que aún no había destinado ningún uso concreto.
En su conjunto, la casa le resultaba familiar, de otra vida, u otras vidas que no eran exactamente la suya. Una construcción firme, con más de sesenta años de antigüedad, que emergía única en un barrio aislado junto a varios bloques de viviendas. A ella no le gustó, cedió porque se querían y el embarazo estaba muy avanzado. Porque te quiero, le dijo, y él atisbó, o quizá imaginó, un deje de falsedad en la declaración. Necesitaban un hogar. Paredes, fontanería, agua caliente, un techo bajo el que cobijarse de la lluvia y el frío. Y la casa estaba allí, esperándoles, incluso aunque a ella no le gustase.
Imaginaba un punto de luz en su rostro a oscuras. Un haz de luz que atravesaba la pared por un pequeño orificio y le perforaba. Lo imaginaba con tal claridad que se veía recogiendo zapatos y ropa y limpiando los restos de la prolongación voyeurística. Limpiándose los dedos en el pecho, sobre el jersey. Era una distancia pendiente por traspasar, una fantasía. Las escobas metálicas en la penumbra de la tienda, como manos, o huesos, garras entre las que el diálogo baila y se desliza palabra por palabra.
Lo trágico no era lo que había sucedido, lo trágico eran las parejas sin equipaje, abonar la cuenta por anticipado, un viaje en busca del dolor.
Su mujer bajó las escaleras y cruzaron sus miradas. Intercambiaron unas breves frases previas al ritual de la cena. El estado físico del bebé, futuras compras por realizar, adquisiciones pendientes que confirmarían la seguridad que tanto necesitaban. Ella entró en la cocina y él salió afuera y encendió un cigarrillo. La noche era cerrada, ennegrecida por la polución de la ciudad. Recordó que en la novela le cortaban la cabeza a la mujer. Una acción brutal, obviada posteriormente en su transferencia cinematográfica. Oyó como su mujer le llamaba y pensó en la posibilidad de haber suprimido el epílogo, la explicación innecesaria. Pero estaba la última frase, previa a la imagen final del coche emergiendo del pantano.
Entró con su mujer en la cocina. Mientras cenaban, la casa crujía y se quejaba, soportaba y expandía el resumen de su historia sobre ellos. Se detuvo un momento en el sabor de la comida. Le resultaba irreal, un pedazo de materia inerte con el que alargar su existencia.