La alquimia de una literatura delirante
Por Juan Millonschik.
Es inevitable sentir un efecto después de leer esta novela del paceño Juan Pablo Piñeiro. Para ser preciso, no debería decir eso de Illimani púrpura, porque no es una novela: es un conjuro. El libro está construido en una segunda persona efectiva, amena e invasiva: no pasan dos líneas hasta que el lector se encuentra reemplazado en su mente por la voz del brujo Piñeiro y aprende que no es necesario ser para estar. ¿O serías capaz de responder quién está cuando tú no eres?
Así, poseído, recorrés La Paz: a bordo de un tranvía convocado desde el pasado, con la guía de alguno de tus maestros, siguiendo al genial Simeón Roncal y sus cuecas en los ’30 o a Richard, el niño muerto. La mayoría de las veces, un paseo alcoholizado te deja listo para escuchar la voz del sagrado Illimani, el cerro nevado que domina la ciudad. Una tras otra, formando un entramado con una velocidad que no deja escapatoria, las situaciones van completando el aprendizaje del lector, que ya está advertido: solías ser un mago pero has olvidado todo. No hay escapatoria, ni tal cosa como un simple delirio en Illimani púrpura: Juan Pablo Piñeiro se enfrenta a cada una de sus preguntas más difíciles y no se detiene hasta responderse, sin más atenuantes que un preciso sentido del humor.
Un mago similar se encuentra en Buenos Aires: Alberto Laiseca. De hecho, por edad, Juan Pablo Piñeiro podría ser otro de sus discípulos y es imposible no imaginarse al último de nuestros maestros en Illimani púrpura, el Doctor Desidias Ramelov Ubiyuni (que viaja desde el límite futuro del tiempo y lo primero que pide es “un cigarrito”) como una versión de Laiseca. Pero la potencia de Illimani púrpura lo ubica sin dudas a la altura de un colega, de un mago del mismo rango. El jardín de las máquinas parlantes, esa novela de Laiseca que en realidad es un manual de magia práctica, es a la novela-conjuro de Piñeiro como el realismo delirante del argentino es a la literatura telepática que profesa el paceño: un hermano. La coincidencia suena extraña, porque no parece en absoluto sencillo escribir así. No faltan, de hecho, seguidores de Laiseca que han fracasado intentando imitar a su maestro. Quizás por eso el libro de Piñeiro se vuelve tan liberador para un lector argentino: ayuda a refrescar la mirada sobre una forma de escribir potentísima pero que ha sufrido derivaciones, las más de las veces, estériles. Que sea difícil ser un mago no debería habilitar a nadie a jugar a serlo. Se es o no se es. No en vano Piñeiro recuerda esta anécdota: Una vez un asombrado espectador le dijo al gran mago Houdini: ¡Maestro, daría mi vida por ser como usted! Entonces Houdini lo miró, así con paciencia, y le dijo: Eso es exactamente lo que yo he hecho: he dado mi vida para ser como soy.
Se da la vida en ser un maestro, no es un jueguito: el delirio solo no sirve de nada ni es literatura, y un pajpaku (un chamuyero) no puede convencerte de que seas su aprendiz de brujo. Laiseca define a su delirio como una cuerda floja para ver la realidad (“delirante, pero realismo”, no deja de advertir en decenas de entrevistas) y su literatura así lo confirma. Piñeiro también hace lo propio: solamente en lo absurdo, en lo que no tiene sentido ni estructura, se esconden partículas exquisitas que captan mejor las señales del cosmos. Se reivindica una utilidad, se escribe por y para algo y sin perder de vista la realidad, el cosmos. Porque en todos lados, en Buenos Aires o en La Paz, cualquier encantamiento es una reproducción de lo que está en el mundo. Piñeiro así nos conjura con sus calles paceñas, sus singanis, su cerro nevado y su tradición oral andina telepática. Pero sobre todo, si uno es lo suficientemente alegre para permitirse recibir algo, podría aprender de él que es necesario hacer un camino propio, descubrir el lenguaje de la fuerza que te habita, porque un imitador se asemeja demasiado a un cadáver.
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Ficha
Illimani púrpura
Juan Pablo Piñeiro
Editorial Gente Común, La Paz
274 páginas