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LOS NIÑOS

los-ninosPor JUAN CARLOS VICENTE. Descendieron por el talud que precedía al descampado. Lo que antes fue un solar, ahora mostraba construcciones fabricadas con restos de uralita y chapas de metal oxidado. Cartones y maderas, paneles de corcho desdentado con el que se aislaban del frío las noches asesinas del invierno. Con deshechos, habían intentado levantar una mezquita. Recibían la basura como un regalo, una recompensa a la fe que mostraban. Habría sido una ofrenda, pero ya solo quedaban escombros y material quemado, el cordón policial serpenteando al viento señalando la zona inmolada.

Varias mujeres colgaban ropa en tendederos improvisados con cuerdas y postes. Largas túnicas y pantalones, pañuelos con los que llevar a las criaturas que aún no caminaban, camisas desgastadas y roídas impresas de sudor en las costuras de las axilas.

Se ocultaron detrás de un olmo silvestre, camuflados, si es que eso era posible, entre la  basura dispuesta alrededor del tronco abierto como un tajo. Procedían de un lugar muy

distinto, al otro lado de la colina, un espacio fuera de los derrumbes, con altos edificios desde los que, noches antes, se podían avistar las llamas ascender hacia el cielo. Se miraron  entre ellos y en silencio se retaron.

Al azar, escogieron cantos rodados cercanos a la base del olmo y los lanzaron con toda su fuerza hacia los tejados de las chabolas. Uno de los cantos impactó en el rostro de una de las mujeres afanadas en el secado de la ropa, los otros se perdieron en el lodazal del suelo rebotando en desperdicios y cristales.

Cuando echaron a correr talud arriba, la mujer se limpiaba la sangre de la mejilla.

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