De la máquina
Por Antoni Mochón.
De la máquina. Alberto Lema. Caballo de Troya, Barcelona, 2012.
Haz un cóctel con V de vendetta, El club de la lucha, La sociedad del espectáculo y algo de Baudrillard, por ejemplo, La sociedad de consumo. Añádele ese conglomerado —ya institucionalizado gracias, en inversión perversa, a su supuesto cuestionamiento— de recientes situaciones “televisivas”: Sánchez Gordillo llevándose carros llenos de comida de un Mercadona, el sinfín de desahucios que dejan de ser titular en la prensa, manos acusadoras apretando gatillos acusadores –e imaginarios- contra la parte más visible de algún banco, la crónica de filtraciones de Wikileaks y su esfinge Assange. Añádele también referencias épicas a Robespierre, a la Reacción de Thermidor, el sustento ideológico que inspira la historia. Por último, un ingrediente de cibernética y virtualidad, Second life, encuentros personales cimentados en salas de chat donde también se conjuran grupúsculos de elegidos por una Máquina para hacer volar el sistema. Y, para terminar, un contexto cercano –sobre todo al autor, gallego-, las calles, centros comerciales, bares y antros de Santiago y Vigo. El resultado es De la máquina, autoproclamado relato de política-ficción (p. 157), novela de lugar y circunstancia que, a través de una verdad inverosímil, propone un discurso encaminado a cuestionar el orden establecido, es decir, nuestra gran mentira verosímil.
Nadie conoce el destino de una metáfora. Esta puede ser la traducción de la cita de Francisco Sampedro con que se inicia el libro. Y una metáfora consiste en una primera desviación, que no un desvío. El inicio parece centrar la trama en las vidas más o menos intrascendentes de personajes anónimos con algo en común: el fracaso. Dificultades de socialización, precariedad laboral y escasas perspectivas de futuro en unos ya-no-tan-jóvenes protagonistas que, además, sufren de lleno la cosa generacional. Hay desencanto expresado desde un narrador flotante que igual se mete en la cabeza del nerd, del torpe policía gallego o del agotado trabajador en unos almacenes.
En uno de los numerosos diálogos y reflexiones sin desperdicio que le dan chispa al libro, alguien habla del amor como parálisis. Tanto las personas como los sentimientos que suscitan están sujetos al devenir y esto equivale decir que están condenados a cansarse, a gastarse. Frente a este cansancio, que afecta a todos los órdenes de la vida, el amor solo puede pervivir en la parálisis, en el mito imposible de un tiempo detenido. Es posible que Alberto Lema, sabedor de que el cambio comporta otros cambios, esté llevando a cabo con este libro una revolución derrotada de antemano: la que se obstina en la búsqueda de un tiempo perdido.
Pero las circunstancias de esta metaficción son muy concretas. Y ese sabor a fracaso, que impregna lo personal, lo laboral y, cómo no, lo ideológico, es producto de una falta de rumbo no sólo generacional, sino también histórica. La historia a la que pertenecemos que nos ha enfrentado a un monstruo capitalista demasiado difuso y demasiado capcioso para hacerle frente. Esto va de dinero. El dinero irrumpe como obsesión, por su ausencia o su presencia, porque es la única vía de acceso al mito capitalista de la felicidad que perseguimos incluso cuando amamos. En uno de los minicapítulos que conforman este libro se presenta la situación de Estevo y Sabela, una joven pareja que asiste al desgaste de su relación por la utopía inaccesible de una vida digna: “casa propia, coche, hijo y hasta ocasionales vacaciones o fines de semana en Portugal” (p 57). Finalmente, la pereza, el cansancio y la ansiedad han llegado a erosionar su vida de pareja. Es una culminación: el capitalismo fiscaliza incluso el deseo.
El narrador, ese ente voluble, se pasea por los personajes de este libro como por una prisión de mentes que ven la ilusión al otro lado de los barrotes. El sentido de la incapacidad es abrumador en esta macabra metáfora de nuestra sociedad: “Recordemos aquel juego de las sillas en el que se dan vueltas alrededor de una serie de bancos dispuestos en círculo, un ensayo temprano de la vida en la selva futura: siempre había una menos, siempre alguien que se quedaba fuera. Este juego podía permitir que hubiera una especie de tullido moral incapaz de interiorizar, por defectos de su educación, la obligación de la competencia” (p. 62).
Y aquí entra en juego la Máquina, ese otro ente voluble, un programa de ajedrez que, tras una significativa toma de conciencia, “huye” –cibernéticamente, se entiende- y comienza a reclutar soldados para una batalla que se libra justo ahí, en la conciencia: “… es necesario actuar. Pero todo entra por los ojos. Exacto: una pedagogía” (p. 67). Esta máquina, moderno programa informático con conciencia, es también esa machina del teatro clásico que introducía una deidad de fuera del escenario para resolver una situación. Aunque no haya pleno convencimiento de nuestras posibilidades: “Pero yo sé que no hay mal con mayúsculas, como tampoco habrá redención que libere a las minorías de la tiranía de la mayoría” (p. 131). A pesar de ello, hacerlo desde las raíces. Así lo entiende una Máquina cuando toma conciencia de sí misma en un gesto parecido a esa apropiación de nuestro tiempo que reclamaba Débord en los sesenta. Ser dueños de nosotros mismos. Una máquina consciente: un hecho tan inexplicable como el nacimiento de la vida en la tierra. La Máquina simboliza al hombre adueñándose de su propia historia. Por eso esta Máquina seduce y, literalmente, enamora a los reclutados para su causa: “La Máquina no pretende seducir, pero es una seductora (…) Sólo recuerdo que una vez escribió no es imprescindible la injusticia, algo por el estilo. Creo que, simplemente, no podía aceptar la injusticia, no entendía su existencia. Supongo que hace falta ser humano para entenderlo” (p. 183). El asunto es este: una máquina no puede entender el concepto de injusticia porque esta, la injusticia, es algo humano. De esta manera, y por paradójico que parezca, la Máquina resulta más humana que el hombre. Por eso enamora.
Este deus ex machina viene a hablarnos sobre un problema de injusticia y otro de incomunicación, que acaso sean el mismo: la falta de humanidad. Necesitamos al otro, a ese otro que mantenemos a distancia, si no lo aniquilamos directamente por ser otro; lo necesitamos para ser nosotros mismos. Así, “de isla a isla”: “Esto era lo que esperábamos: que el otro desvelara lo que desconocemos de nosotros mismos, la herida oculta, y que después de pronunciar su nombre algo se desatase en nosotros, una curación. (…) Disculpa tantas palabras, este amor que solo fue una lucha desesperada por amar”. (p. 187)