El diablo a todas horas
Por Juan Soto Ivars.
El diablo a todas horas, Donald Ray Pollock, Libros del Silencio, 2012. 372 páginas. Traducción de Javier Calvo.
El autor de este libro dejó los estudios a los diecisiete años y después más de tres décadas de trabajo en un matadero y una fábrica apestosa de papel se graduó en la Universidad de Ohio y publicó la colección de cuentos Knockemstiff, sobre la vida aberrante en una hondonada infectada de personas, pura basura blanca retratada con una crudeza muy impactante. Aquel libro con afán de novela coral dejaba claro que Donald Ray Pollock está muy por encima de otros autodidactas de vida sórdida contemporáneos suyos como Edward Bunker, pero sinceramente no esperaba que en su primera novela, El diablo a todas horas, pudiera encontrarse ya algo parecido a una obra redonda.
“Siempre había alguien muriéndose en alguna parte, y en el verano de 1958, el año en que Arvin Eugene Russell tenía diez años, le llegó el turno a su madre.”
Pollock regresa al agujero de Knockemstiff para arrancar con la historia de un huérfano criado en la misma sopa abominable donde malvivían los personajes de su libro de cuentos. Una tierra en que crece podrido cada vegetal que se planta pero donde, en esta ocasión, el autor ha conseguido separar tejidos sanos de los enfermos ofreciendo entre el horror casi continuo el contrapunto de unos bellísimos diamantes de bondad. La novela cruza con la historia de este huérfano la de otras almas degeneradas y en la forma de unir las tramas está el único problema: tiene cierto aire artificioso como de Auster la soldadura final, pero en mi opinión esto no ofrece ninguna resistencia. La novela está suficientemente llena de sorpresas, imágenes, recursos e historias asombrosas como para tolerar una licencia de estructura.
“Pensó que era la primera noche que ella pasaba bajo tierra; debía de estar muy oscuro allí abajo.”
Se trata de una novela de formación, o más bien una novela de resistencia a la deformación. Decía que está llena de pequeñas historias y esto merece una explicación, porque es uno de los puntos fuertes. Al autor no se le escapa nada: hasta los personajes más modestos tienen su pequeña justificación argumental y vienen precedidos de una narración somera sobre sus vidas y motivaciones. En este sentido, Pollock se comporta como un dios concienzudo que no quiere dejar cabos sueltos ni personajes sin volumen tridimensional. En virtud de esta inventiva fecunda, todo cuanto pasa por sus páginas está cargado de verdadera humanidad.
“-Te portas muy bien conmigo, muchacho –le dijo el viejo. Arvin tuvo que tragar saliva varias veces para no llorar. Pensó en el día siguiente. Iba a ser la última vez que compartirían una botella.”
Pollock aturde continuamente con la sordidez y lo macabro, pero no creo que haya un afán de escandalizar, como he oído decir a algunos lectores que respeto. Los símbolos adoptan un peso específico que recuerda a la literatura de Cormac McCarthy: los insectos y la podredumbre, las cruces, las extensiones americanas y sobre todo las aves (el flamenco, el urogallo, como ocurría en el libro de cuentos) cargan simbólicamente lo que de otra manera podría entenderse como arbitrario. Escrito con una pureza narrativa digna del Truman Capote de A sangre fría, consigue contagiar al lector de las sensaciones de sus protagonistas por encima del distanciamiento que podría provocar la anécdota, siempre macabra. La traducción a cargo de Javier Calvo, que también se encargó de Knockemstiff, parece a la altura del contenido y sin nada que objetar más allá de un par de tópicos “soles de justicia” que posiblemente sean desliz de Pollock.
“Le había metido un miedo de muerte hablándole de bandas de palurdos rabiosos y tribus de vagabundos famélicos, y de las cosas que espantosas que les hacían a los pobres y dulces chicos sin hogar a los que cazaban en la carretera.”
Son cuatrocientas páginas de buceo en un sitio donde nadie querría estar, una galería de espejos deformados en la que rara vez hay espacio para tomar aire. Los lectores que consigan traspasar esta novela sin taparse lo ojos habrán asistido a la explosión de un talento narrativo de primer orden. En conclusión, El diablo a todas horas provoca tantas sensaciones que durante la lectura uno apenas repara en la más importante: la poderosa admiración hacia su autor.