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De Madrid al cielo

 

Por Luis Borrás

 

Montero

 

Montero Glez. Polvo en los labios

160 páginas. Lengua de Trapo. Madrid, 2012.

Seguramente nunca nos pase. La vida no es como la literatura. Pero es una buena historia. Una noche de insomnio deambulando por el centro acabo entrando en un bar que está abierto desobedeciendo el toque de queda. Mala fama, pero fuera hace un frío del carajo. Dentro solo hay un tipo sentado en un taburete frente a la barra. Sin saber por qué me siento a su lado. No le conozco de nada. Nunca antes le había visto. Me mira y levanta su vaso. Tiene pinta de expresidiario, de viejo quinqui; de payo agitanado. Delgado y febril, parece consumido por algún vicio que prefiero ignorar. Tal vez porque yo tengo pinta de niño pera y le divierte provocar me cuenta una breve historia de un prostíbulo. El chiste sombrío de un poeta. Un hijo sin madre. Mi sonrisa, lejos del escándalo, le agrada, y entonces me cuenta una a cerca de Greta Garbo y una de sus amantes “la Garbo no pasaba inadvertida. Era como un trozo de hielo al fondo de una copa vacía. Siempre a la espera del licor que la derritiese”. Una historia de lesbianismo, sexo, celos y zoofilia.

Sonrío de nuevo. No sé a qué se dedicará los lunes por la mañana, pero no creo que trabaje en el ministerio de agricultura. Le invito a una segunda copa. Yo tomaré lo mismo. Y después del primer trago me pregunta si soy de Madrid; si sé dónde estuvo el barrio de las Injurias. Niego con la cabeza. Y me cuenta la historia de Joselito “chispero de los de bigote y mosca, andares aflamencados y pelo brillante de aceite”; y de Maruja “mujer de tronío, pellejo tostado, pongamos que moreno verdoso, como de campana antigua, y que llevaba la sexualidad cosida al trasero”. Una soleá, una gata negra y una navaja. Una zarzuela canalla y fantasmagórica.

Me ofrece de su cajetilla. Güinston con la advertencia en inglés. Tabaco de contrabando. Le cojo uno y le doy las gracias. Le da la primera calada y me cuenta otras dos historias de cuando en Madrid había tranvías; de la Chata y Alfonso XIII; y río a carcajadas con su tono gamberro y su lenguaje castizo: chachipén, pericón de aúpa, gachí. Versiones libres, verídicas y macarras de Benito Pérez Galdós. Me cuenta otra –esta de antes de ayer- del pasadizo de la estación de metro de Banco de España, “domicilio obligado de la gallofa madrileña y cuadro de soperones, lampas y tuberos que conviven dejados de la mano de Dios o del Diablo”. Pero recuerdo que de esas de ambiente castizo la que más me gustó fue la del “Cuarto oscuro”; el portento que se escondía en la penumbra de la habitación de una casa que “quedaba por la cabecera del Rastro” y que ganó fama después de que el señor Perico (Pedro de Répide) se lo contase por lo bajinis a sus amigos del café  Colonial, que era lugar de reunión “de maricas, efebos y troteras”. Y no le dije nada. Para qué quedar ante él como un pedante de tres al cuarto, un dominguero que olfatea papel viejo detrás de Cascorro. Me acordé de antiguas lecturas y pasiones sin enterrar. De pie en mis destartaladas estanterías: Enrique Chicote y sus “Señoritas de pan-pringao”; Pérez de Ayala y sus “Troteras y danzaderas”; Retana y aquellas novelitas sicalípticas; Carrere, Pedro Luis de Gálvez y toda la santa bohemia, biblioteca inacabada de “Los proletarios del arte”. Lo suyo será una resurrección, una versión moderna, pero en sus palabras sonaba vivo y alegre, trágico y sucio; auténtico y pendenciero. Y levanté, admirado y agradecido, mi copa por él por primera vez. Aunque de sus historias de Madrid la que más recuerdo es la de una prostituta de lujo: “Lulú”. Una de “esas mujeres que saben combinar con gusto la lluvia y el cristal de las medias, así como los tacones con el champán frío”. Un relato negro y contemporáneo en un hotel cerca de Colón, en “una suite en piso alto, achicharrada por los anuncios luminosos de los tejados”. La historia de un empleado de noche enamorado de Lulú que por ella se convierte en cómplice de un asesinato.

Y como la noche se alargaba y la botella desataba la lengua me llevó para mi sorpresa fuera de Madrid. Primero a callejear el Londres de principios del siglo XX con dos anarquistas: el italiano Malatesta y el español Pedro Vallina. Huyendo de la policía y sus perros salchicha. Y aunque el viaje resultó oscuro y trepidante su relato lo olvidé frente a otras dos historias de las que recuerdo perfectamente el nombre: “La mascota” y “El último sacramento”, las dos en Cádiz; una oída en el patio de una prisión y que cuenta el secuestro de un perrito faldero de una “fulana de Sotogrande de esas que van alicatadas hasta el merengue”; y la otra de dos traficantes de hachís de Conil de la Frontera: “el Roque” marinero en tierra que se hace a la mar para descargas los fardos en una zódiac como un viejo pirata, y el “coronel Peralta” jefe, contratista y tramposo. En las dos me mostró su ironía y su sonrisa, sus amistades peligrosas, lo que sale en los sucesos de los periódicos y nos cuentan sin gracia y sin acento, desde fuera, al otro lado del muro y en la otra orilla. Sexo sin cristales ahumados, placer y vicio, adulterio y despecho, pistolas y chivatazos, tipos al los que llevan a alta mar y los “despachan calzándoles unos zapatitos de cemento”, y el último deseo de un reo que es cuestión de honor y obligado cumplimiento.    

Cuatro historias con las que aquel payo agitanado, madrileño fetén, noctámbulo y flaco me había embaucado como un trilero sin hacer trampas. Puse en la barra todo lo que llevaba encima, pagando ronda tras ronda con tal de que me siguiera contando. 

Pero la que más recuerdo es la última. En el bar se oyó una música y él hizo un gesto con los dedos. Me preguntó si me gustaba el jazz y sin esperar mi respuesta me contó la historia de un trompetista que apareció muerto en una calle de Ámsterdam. Unos decían que se suicidó y otros que lo asesinó un traficante al que debía dinero. Pero no era verdad. Él lo conocía. “No hacía ni dos meses que habíamos estado juntos en un taxi que atravesaba la Gran Vía, directo a la orilla del desastre” Otra vez Madrid. Le acompañó a pillar. Sí, era un yonqui, pero también era un genio. Y en el trayecto el taxista les contó una anécdota que yo ya conocía por Raúl Guerra Garrido. No le dije nada. Para qué. Lo que él contaba era su propia versión, más allá de la historia antigua, de nuevo algo vivo, triste, personal y negro; absolutamente brillante.

Antes de irse me enseñó una fotografía de García-Alix que llevaba en la cartera. Y aquella última historia suya se titula “Polvo en los labios”. Y él Montero Glez. 

 

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