Un viaje en el metro
Por VÍCTOR F. CORREAS. Un vagón del metro. Lo mismo da Madrid que Barcelona, Bilbao o Valencia. Nueve de la mañana. Hora punta. Murmullos y conversaciones apagadas por el traqueteo del convoy. Y una mano que cuelga de la barandilla.
De pronto, sin querer, otra acaricia la anterior, amortiguando así el tacto con la fría superficie metálica. ¿Descuido, interés? Ninguno de los dueños de sendas manos lo sabe. O al menos aparentan no saberlo. Ella, pelo rizado que asoma por debajo de una coqueta boina, altura mediana y abrigo gris, levanta la vista del libro que absorbe sus pensamientos desde hace días, y lo observa. Él, sudadera con gorro y pelo alborotado con pinta de no conocer un peine en semanas, también ha levantado los suyos al sentir el calor de la mano anónima que ahora atrapa su respectiva. Esos ojos verdes son más interesantes que el libro que sostiene con la que tiene libre, y que se ha empeñado en acabar por decencia. Es de un amigo y no quiere decirle que lo que ha escrito es un pestiño de proporciones bíblicas. O eso cree, al menos.
Sus miradas se cruzan. Un segundo, poco más. Quién sabe las cosas que se pueden decir en ese escaso segundo. Sólo ellos lo saben. Las manos no se separan. Ninguno da el primer paso. Ella regresa al libro. Él la imita, pero, no saben por qué, vuelven a mirarse. El metro se detiene. Los viajeros que salen, los menos, dejan paso a los que entran, los más, y el vagón se llena. Entonces, sus manos se separan. Dos animadas chicas, mochilas al hombro, y cuya conversación tiene como protagonistas a quiénes se tirarán el próximo fin de semana, se interponen entre ellos. Ella baja los ojos y se zambulle de nuevo en esa aventura de la que le gustaría ser protagonista. Lo que daría por serlo, piensa imaginándose en la tesitura. Él, en cambio, es el que más pierde. Harto del tostón de su colega con ínfulas literarias, hace como que lee sin perderla de vista. O lo poco que alcanza a ver de ella. Quizá en la siguiente estación baje más gente y vuelvan a encontrarse de nuevo. O no. Al menos habrá que intentarlo, medita con rapidez sin perder de vista los dos obstáculos que se interponen en su camino, y que debe superar para retomar el contacto en cuanto pueda.
El metro vuelve a parar. Un asiento queda libre. Ella, indecisa al principio, se acerca y lo ocupa. Más gente que entra en el convoy. En el intento por acercarse al objeto de su atención, él pierde su sitio y queda empotrado contra una puerta por culpa de las dos chicas. Vencido y sin poder verla más. Ciscándose en ambas dos y en los dos primos a los que se piensan beneficiar después de sacarles hasta los ojos si es preciso.
Cuando llegue a su destino, de la pareja de chicas a él no quedará recuerdo alguno, ni falta que le hace. Pero sí de la cálida mano que le hizo ver el día del color de unos ojos que le atraparon desde el primer momento.