Y de hierro se hizo al hombre (3ª parte)
Por María Fraile Yunta.
Así hablaba de los frutos que el hierro le había procurado Rafael, un “elegido” cuyos sueños despiden un polvo negro al ser forjados al calor del fuego, recordando aquello que en la Toscana le había llevado a interesarse por el comportamiento de los tejidos. Recórranse con la mirada los pliegues de la túnica de La Piedad de Miguel Ángel, o los de aquellos paños mojados que el arte romano tomó del arte griego emparentando al escultor con un refinado sastre.
Y no, nunca ha logrado este escultor fumarse un cigarrillo sobre una piedra del Partenón, y los años pasan…, pero, sin olvidarse de la importancia de la textura de los materiales y de otros aspectos que conoció con Ernesto Monti y con Juan López, jamás ha apartado sus obras de aquellas cuestiones que preocupan al filósofo que es el poeta, el músico o el escultor: adheridas a la vida humana, a esa vía que comunica el cielo con la tierra…
Cuando el hambre lastima y hace mella en la vida del corre mundos, el espíritu creador se nutre al calor de la lealtad sellada por ese tótem que funde para siempre a los amigos en el tiempo.
Huele a gasógeno, la quema de carbón y leña emite un aroma que recuerda a goma vieja, reutilizada para amortiguar los pasos de un niño sin bicicleta. Pues no, el viaje no comenzaría sobre el giro de rueda alguna pese al trasiego de aquel barrio de gente de bien que lo vio nacer. Lo haría siguiendo el curso de un pequeño velero en la acequia de un riego artificial, de una corteza arrancada a un árbol con un formón para convertirse en aquello que cada tarde determinase la imaginación.
Navegaba el velero entre los árboles hacia el estanque atentamente vigilado hasta llegar a su destino: el asiento desde el que contemplar cómo el imaginero daba forma a un tronco de madera haciendo emerger aun sin saberlo la idea contenida en su interior.
Y Monti fue, él fue quien hizo que la observación se volviese acción al enseñar a Rafael a utilizar las herramientas. Y de ahí al manejo del soplete, y de ahí al manejo de la fragua, y de ahí al calor de un metal que, pavonado o sin pavonar, candente o congelado, procuró el sonido del mismo Eco peinándose, propagando sus ondas en el aire al son que le dictaba Eolo hasta emitir el mensaje de ese viejo velero olvidado.
¿Y quién era ese matrimonio? Se llamaban Otto y Zion. ¿Y quién era ese judío extraño? Odiaba a los alemanes. Mario lo sabía… O quizá ese perro que le había robado para siempre su placido sofá. Pues sí, Rafael pasó dificultades para comer en París, no tenía ni idea de hacer galletas. Pero y qué más da, a partir de aquel día el velero llegó a puerto y toda su obra le reveló lo que ya sabía: que el Arpa de Eolo suena para alegrar el mar de los tristes.
He ahí a Dios componiendo música sacra.
Acaso sea tomando la senda más larga como únicamente se llegue indemne a la cumbre. He ahí al esquiador de fondo, atravesando esa órbita donde la fuerza de la gravedad deja de operar y el sol ya no puede derretir los sueños.
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