El cenit de un genio
Michelangelo Buonarroti, Rimas (1507-1555)
Madrid-Buenos Aires-Valencia, Pre-Textos, 2012, 208 pp., 20 euros.
ISBN 9788415297680
Por Mario S. Arsenal
No suele ser frecuente toparse con antologías poéticas del siglo XVI. Claro que si el protagonista se apellida Buonarroti y ha sido una de las mayores cimas de la cultura artística de todos los tiempos, aquí tendríamos una auténtica joya, como es justamente el caso que nos atañe. Sobra atestiguar que, después de tal temperamental inicio, la alegría que supone para nosotros presentarles este pequeño milagro de papel (me gusta llamar así a los libros, perdonen la osadía) es todo un poema, y nunca mejor dicho. Lacónicamente se titula Rimas (1507-1555) y comprende un compendio de la obra poética madura de Miguel Ángel. Y es culpa, muy bella por otra parte, de la editorial Pre-Textos, quien nos tiene mal acostumbrados al respecto.
Sigue siendo sorprendente que la fortuna crítica de diversos autores varíe a medida que el tiempo avanza, pues la del Buonarroti es una fortuna peculiar, pero no única ni mucho menos. Desde 1564, año de la muerte del genio, hasta prácticamente mediados del siglo XIX su obra quedó oscurecida por la ignorancia y la inapetencia de los tiempos. Fueron Rainer Maria Rilke, Thomas Mann, Eugenio Montale o Glauco Cambon los que se encargaron de dar luz a la obra, esplendorosa per se, buonarrotiana. Tanto fue así, que Giacomo Leopardi no la incluyó en su Crestomatía italiana poética de 1828, ni tampoco Francesco de Sanctis en su celebrada Historia de la literatura italiana de finales de siglo XIX. Ugo Fóscolo fue uno de los que habló del Miguel Ángel poeta, pero lo hizo con ciertas reservas estéticas, las cuales, algo más tarde, Benedetto Croce se encargaría de exagerar para que autores como Mario Praz o Walter Binni, si bien con mayor suavidad, reprodujeran sin cuestionamiento alguno.
Cesare Guasti fue quien en 1863, a partir de los originales en posesión de la familia Buonarroti y los conservados en el Códice Vaticano, descubriría definitivamente al poeta para la contemporaneidad. Y en 1878 Walter Pater y su breve texto reivindicativo sobre la poesía miguelangelesca contribuirían a acercarnos la obra poética del escultor. Finalmente es Karl Frey, filólogo alemán, quien en 1897 publica una edición crítica, tan formidable y atendible, que hoy supone la matriz de todas las versiones modernas que se precien, como es el caso evidentemente de la nuestra.
En esta edición de Manuel J. Santayana, la –a veces deficiente– traducción de los poemas es suplida solventemente gracias a la versión bilingüe, lo que permite al lector advertir ciertos términos problemáticos. Se echa en falta –por qué no decirlo llegados a este punto– una mínima anotación crítica, puesto que algunas palabras no tienen sentido pleno sin una mera explicación semántica.
Con todo, para advertir que Miguel Ángel ha superado ya los influjos de Petrarca y que ha abandonado los tanteos de juventud es necesario conocer básicamente la poética del XVI para reconocerlo. Pero aún así, no resulta ser condición sine qua non para captar la cualidad de tan poderosa palabra. En efecto, el Buonarroti aísla los tópicos clasicistas y rechaza entre otras la máxima horaciana del locus amoenus, pero tampoco debemos olvidar su aprendizaje al lado nada menos que de Angelo Poliziano o el mismísimo Lorenzo el Magnífico. En contrapartida sin embargo, fue Dante el que siempre representó su influencia más precoz, su devoción más firme. Si hablamos de estilo, podemos afirmar sin mucha equivocación que su letra se acerca a una dureza y una expresividad inauditas, fruto de su fervor erótico, perplejo ante los grandes misterios de Dios, el amor, la muerte y la belleza, sus cuatro grandes monolitos temáticos.
Decía Cambon que su “eros proteico” no albergaba esperanza en la correspondencia, cosa muy discutible que nunca podremos desvelar. No obstante, Miguel Ángel siempre osciló entre antinomias: frente al Amor, la soledad; frente a la Belleza, el pecado que le atenaza; frente a la muerte física y del alma (el pecado en sí), el sacrificio de Cristo y la misericordia divina, también la humana (cosa que no se menciona ni de pasada en las publicaciones). Digamos que la lectura del comentario al Banquete platónico que hizo Marsilio Ficino influyó sobremanera en el joven capresano, adoptando desde entonces esa inclinación tan implícitamente erótica que siempre le poseyó.
En su poesía, si algo hay de particular, entre otras muchas cuestiones, es la de notar una urgencia que no llega a concretarse, un desarrollo frustrado por diversas circunstancias, un querer volar y tener que constreñirse a pisar el suelo, el comienzo febril de un poema que luego no llega a desnudar toda su naturaleza… La materia siempre es rebelde y en sus sonetos asistimos a una torsión del intelecto y la voluntad sin parangón en las letras de su tiempo. Lo dice mejor Santayana: “Cómo clasificar a un poeta cuyas violentas antinomias no son sólo tropos heredados de un estilo, sino torcedores reales de un intelecto y una voluntad contrarios en trance de expresión?”.
Para acabar, sólo me queda decir que –sin ambages– es un placer tener la certeza de que todavía, en materia poética, Miguel Ángel goza de una (justa) gloria sin eclipse.